Costarricenses bajo el cielo

Conforme aumenta la indigencia, en lugar de combatir la pobreza, acuñamos eufemismos para referirnos a ella y nos encerramos en las casas para evitar enfrentar la realidad

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La última vez que caminé por esa calle al lado del Poder Judicial, antes de escribir esto, un olor intensísimo a desperdicios de comida y heces y orina humanas me reventó en la nariz.

En la huida de lo que me provocó, estuve a punto de poner uno de mis zapatos sobre excremento fresco. Pegué un grito y advertí de que botaría los tenis —señal de mi asco—, y brinqué hasta la calle donde me esperaban unos carros y una moto que se acercaban, por suerte para mí, a moderada velocidad.

Esta escena se repite todos los días, aunque sin el dramatismo de la pisada ni el peligro de ser atropellada por los automotores.

Paso a pie frecuentemente por los parques y las calles del centro de San José, y atestiguo el aumento de fluidos corporales debajo de un árbol, en un poyo, la acera, una puerta de entrada de un negocio o las orillas de las fachadas de las no pocas casas de habitación que sobreviven, entre empresas, instituciones, vendedores y guachimanes.

Los restos malolientes son dejados ahí por una población de indigentes cada vez mayor en todo el territorio nacional, pero principalmente en la capital, como ha reseñado este diario en reportajes publicados por lo menos desde el año 2016.

Los vemos escarbando en nuestra basura y durmiendo en cajas de cartón, cobijas, plásticos y, de reciente aparición, en tiendas de campaña que nos recuerdan a Los Ángeles, en Estados Unidos, un estado frente al que cuesta tragar de tanta gente que rueda por la ciudad.

También los encontramos haciendo malabares, vendiendo confites, pidiendo en los semáforos y “cuidando” carros fuera de restaurantes, iglesias y mercados.

Tema tabú

Tocar el problema es complicado porque el incremento dramático de la indigencia se corresponde con temas tabús, de los que no se puede hablar, porque se corre el riesgo de parecer insensible sin un discurso políticamente correcto: desde la conmiseración.

Los mitos urbanos, como el del señor que pide frente a tal hospital y tiene más plata que los que le dan, son mecanismos que nos autorizan a sentir rabia contra dicha población y nos liberan de la culpa.

Organizar programas de apoyo como los varios que existen —entiendo que algunos de ellos con un claro objetivo de “reinsertar” a estas personas a la sociedad— podrían ser una solución, pero no estructural, sino puntual.

Debemos ocuparnos de analizar lo que sucede, empezando por sus orígenes más obvios: la pobreza y la desigualdad, relacionadas con eventos coyunturales como la pandemia, y estructurales, como la corrupción y la política puesta al servicio de sí misma.

También intervendrán factores culturales, como la tendencia al “pobrecito” y el “vivazo”, que espera financiamiento perpetuo y la costumbre de que todo lo provea el Estado, fomentado por políticos que hacen su carrera a punta de dádivas concretas o verbales.

Del mismo modo, permitámonos siquiera considerar la posibilidad de que habrá gente que simplemente decide vivir así, por un estilo de vida nómada, porque le parece más fácil no tener responsabilidades, tales como horarios, entregas, facturas por pagar, relaciones laborares.

También cabe investigar, como se hizo en Colombia, la mendicidad como un negocio manejado por organizaciones criminales, y recordar la relación que a veces existe con el consumo de ciertas drogas, aunque esto último nos ponga en peligro de medicalizar en exceso.

Hablar de los que no viven dentro de una casa me hace pensar en un desbordamiento de la institucionalidad que, en el pasado, estuvo llamada a encerrar lo que la buena sociedad de entonces no quería tener frente a los ojos.

El Hospital Nacional Psiquiátrico, según una reseña de Manuel Rodríguez, fue creado en 1890 con un claro fin de poner orden en la sociedad: “Que el grado de cultura que ha alcanzado la República reclama la fundación de un asilo nacional de locos que… proporcione abrigo y asistencia a los dementes pobres… que vagan por los caminos sin protección de ningún género y con peligro para la tranquilidad de los habitantes”.

Mucha gente “indeseable” que habría sido candidata a ese encierro anda hoy por los caminos como delirantes del sufrimiento.

Eufemismos evasivos

Recordemos que durante la colonia el enfoque era darwiniano eugenésico y buscaba construir un estado de bienestar basado en la idea de pureza social y medidas higienizantes, tal y como ha estudiado la historiadora Ana Paulina Malavassi, entre otras.

Esos tiempos pasaron y ahora les ponemos nombres sensibles: ya no estamos frente a pedigüeños, menesterosos ni vagos, como se les llamaba, sino ante personas en situación de calle, habitantes de la calle o sintecho (del inglés homeless). Pero la calle es desapacible siempre, así le digan pedigüeño o habitante.

Las contracciones nos constituyen, de manera que asistimos a una glamurización de la indigencia, que puede medirse por los nombres sexis que se le colocan, en el eco que se hacen los medios sobre la publicación de libros —no pocos— escritos por alguien que vivió años en una acera y en la estética con la que se aborda el tema.

Por ejemplo, el concierto de la Orquesta Sinfónica de la Universidad de Costa Rica, en el Teatro Melico Salazar, “dedicado a las personas en condición de calle”, que tuvo lugar a principios de junio.

La cultura que han venido construyendo quienes viven en el subsuelo del territorio nacional igualmente es motivo de análisis. El sociólogo canadiense Erving Goffman desarrolló el concepto “rutinas idealizadas” como aquellas actuaciones para fingir ser, saber o tener menos de lo que se tiene para evitar un mal o para conseguir algo, como los mendigos y sus diversas técnicas para conseguir: artimañas, trampas, expediciones, timos, conductas evasivas, venta ambulante de chucherías, hurtos.

Asimismo, se vale reflexionar sobre lo que ocurre con los espacios que ocupan y con la gente que transitamos por ellos: los parques del centro de la capital ya no son lugares para ir a leer o relajarse contemplando los árboles, pues los olores, las constantes interrupciones para “vender” o pedir algo y el miedo a dejar de estar alerta a un posible robo tornan imposible la abstracción.

¿Qué dice del desarrollo de nuestro país el visible aumento de la miseria deambulante? ¿Qué significa que los espacios públicos cada vez lo sean menos y ahora parecen ser territorio privado de quienes, como los armadillos, traen todo lo que tienen sobre su espalda?

Corren junto al incremento de gente viviendo en la calle, las residencias cercadas con metal y cables eléctricos —como si imitáramos la Edad Media con sus murallas—, condominios horizontales firmemente resguardados del afuera pobre y maloliente, condominios verticales con “todo incluido”. Síntomas sociales de lo mucho que queremos aislarnos y lo poco que nos interesan los otros. Pero también de los peligros, reales e imaginarios, que nos rodean y el deseo razonable de protegernos fortificándonos.

Corazas llamadas seguridad

Nos estamos volviendo un país donde unos pueden hacerse escoltar por policías con armas de largo alcance y otros se la deben jugar como puedan.

Nos estamos especializando en vigilarlo todo, las casas, los centros comerciales, las instituciones y empresas, con guardas de seguridad cuya misión principal es no dejar entrar, o permitirlo con muchas restricciones: son los cuidafronteras de ese montón de paisitos que construimos.

¿Estoy criticando esto no porque me dio una crisis de hippismo anticapitalista? No.

Es que me dio por preguntarme por qué en lugar de haber decidido combatir la pobreza elegimos recluirnos en nuestras viviendas y dejamos a los que quedan fuera como en el poema de la escritora mexicana Pita Amor: “Casa redonda tenía de redonda soledad: el aire que la invadía era redonda armonía de irrespirable ansiedad. Las mañanas eran noches, las noches desvanecidas, las penas muy bien logradas, las dichas muy mal vividas”.

isabelgamboabarboza@gmail.com

La autora es catedrática de la UCR y está en Twitter y Facebook.