Cincuenta años

Con nostalgia, recuerdo nuestra lejana llegada a Costa Rica, cuando éramos cuatro inmigrantes

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En estos días, hace cincuenta años, elegí a Costa Rica como mi nuevo hogar.

En aquella época, el país donde vivía había caído en manos de políticos tóxicos que no presagiaban un futuro promisorio para nuestra joven familia. Con dos niños, que no alcanzaban los tres años, decidimos buscar una mejor vida en el país del que tan bien nos habían hablado.

Cuesta ordenar, ahora, las sorpresas que fuimos encontrando. Tal vez, en primer lugar, el tiempo que nos dedicaba la gente, interesada en crear vínculos de amistad.

Fue así como descubrimos el trato amable de los ticos. ¿Cómo vestirse? La ropa era la misma, sea invierno o verano. También fue una sorpresa el cas y el pejibaye. Lo mismo que los temblores.

Ser inmigrante tiene sus ventajas. Nuestras anteriores experiencias nos permitieron ver las oportunidades que nos ofrecía el nuevo país. Todo dependía no solo de nuestra capacidad de emprendimiento, sino también de la generosa apertura de quienes apreciaban los resultados.

Con el tiempo, los hijos crecieron, protegidos por un eficiente sistema de salud y la buena educación de aquellos momentos. Con ellos (más la hija tica), recorrimos playas y descubrimos volcanes, rodeados por una naturaleza que no terminaba de sorprendernos.

Afortunadamente, no nos faltaron oportunidades de trabajo y así fuimos conociendo gente nueva, siempre dispuesta a ofrecernos ayuda o a participar en nuestras propuestas.

Como integrante de la Junta Directiva del Colegio de Arquitectos, me animé a editar la descontinuada revista Habitar. Durante esa tarea, me percaté de que mi escondida vocación era la comunicación y, tras un agradable esfuerzo en las aulas, logré graduarme como periodista.

La universidad me dio la oportunidad de ser profesor en la Escuela de Arquitectura. Enseñar es comunicar. No fue fácil contagiar mi entusiasmo a aquellos estudiantes que registraban lo escuchado como mera información.

El estudiante de Arquitectura se enfrenta constantemente con la incertidumbre. La función del arquitecto es hacer feliz a la gente, y no hay nada más subjetivo que la felicidad.

En todos los ámbitos de trabajo, me sentí acompañado por la generosidad y el afecto de mucha gente. En tantos años se sumaron nombres que me cuesta en este momento enumerar y a los que les debo mi agradecimiento.

Ya jubilado, decliné la posibilidad del merecido descanso. Trabajando en arquitectura, sigo buscando hacer feliz a la gente. Para no perder la costumbre de enseñar, decidí sumarme al Programa Integral del Adulto Mayor (PIAM) de la Universidad de Costa Rica.

Ya no tuve que enfrentar a los adolescentes desanimados sino que me encontré con los entusiastas adultos descubriendo su vocación. Allí conocí grupos de adultos mayores interesados en aprender, o ampliar sus conocimientos, con verdadero interés, lo que contribuye a que el profesor disfrute de su tarea y se sienta útil.

Todas estas estimulantes vivencias de los últimos cincuenta años han contribuido, sin duda, a postergar mi fecha de vencimiento. Las expectativas de mi vida útil se han extendido considerablemente.

Con nostalgia, recuerdo nuestra lejana llegada a Costa Rica, cuando éramos cuatro inmigrantes. Ahora somos once costarricenses con muchas experiencias positivas que nos hacen sentir agradecidos por lo que hemos recibido de este bendecido país.

jorgegrane@gmail.com

El autor es arquitecto y periodista.