Embestida en Nicaragua

Callar o no dejar volar a una chicharra, como les decimos a las cigarras en Costa Rica, puede tener consecuencias funestas

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Cantar como la cigarra, o como decimos nosotros, la chicharra, es un don cuando pareciera que todos quieren callarnos. Pero no es posible acallar el canto de las chicharras, porque se esconden bajo los árboles y llaman estruendosamente a sus parejas para fecundar la tierra.

Ser chicharra no es cosa fácil, se necesita ponderar la vida, buscar la sabiduría y, como diría Qohelet, disfrutar o padecer el tiempo que se nos presenta implacable y generoso, ruin y alegre, desplaciente y responsable.

La vida parece un retornar implacable, a menos que hallemos en la felicidad espuria una razón para ser trascendentes, un motivo para arriesgar lo que somos y lo que podemos heredar.

Se nace chicharra para volar y morir, y para que nuestro posible e incierto futuro sea anclado en la tierra por un tiempo que, para una chicharra, es inconmensurable. Lo que llama la atención es que esa vida espuria de la chicharra solo se entiende en relación con el futuro, por eso disfruta de cantar y no se cansa hasta ser fecundada y poder donar su vida otra vez a la tierra. ¿Para morir? No, para hacer nacer a otros que lleguen a cantar en el devenir.

Es una lección de vida. Vienen las chicharras a cantarnos y lo hacen con un gusto estruendoso, para recordarnos que hay un tiempo para todo. Me acuerdo cuando era niño, esperaba tener una chicharra siempre conmigo, porque era fácil agarrarlas con la mano, no oponían resistencia, eran dóciles. Su objetivo, después lo entendí, era reproducirse, después desaparecerían, por eso no las encontraba más, aun si les quitaba las alas.

Me pregunto qué quería de las chicharras, qué soñaba que ellas fueran: ¿Acaso un juguete usado según mis deseos? ¿Estaba bien que les cortara las alas para que no fueran a otro árbol y las perdiera de vista? Me gustaba su canto. Pero ¿quería que fuera solo mío?

Nicaragua

Aprender a leer los signos de los tiempos no es fácil, después uno se da cuenta de que querer una chicharra para sí mismo era ensoñación, porque no se permitía a un ser vivo transmitir su herencia a otros por un banal deseo infantil. Cortar las alas es un grave pecado. Dejar callada o no dejar volar a una chicharra puede tener consecuencias funestas.

En Nicaragua, llaman terroristas a intelectuales, periodistas, sacerdotes y profesores. Solo falta que lo hagan con los médicos (la brujería, dicen, lo puede todo: ¡Oh, engaño atroz!).

La verdad es que la opresión y su discurso atrofiado endémicamente solo produce barrabasadas degradantes y soeces. ¿Quién piensa en el bien de una población empobrecida cuando se expulsa del país a las mujeres más austeras del mundo, que solo cuidan de los más desprotegidos, acompañándolos aun si no hablan su lengua?

Acusar a las hermanas de Calcuta de promotoras de armas de destrucción masiva es haber dicho que la misericordia en su más alta expresión es destruir al ser humano.

Por eso, no entiendo por qué un cristiano apoya y defiende un régimen que acusa a tantos cristianos de terroristas. Ni siquiera tienen el coraje de decir por qué, solo acusan y hacen, sin juicio, sin razón, sin pensar en el bien del pueblo.

En Nicaragua gobierna uno de los peores regímenes que hayamos visto en América Latina, porque si bien históricamente en el continente trataron de condicionar a la Iglesia todas las dictaduras, con consentimiento o menos de sus autoridades, nunca dejaron que la labor humanitaria no se desenvolviera (es cierto, a veces por favores personales, otras veces porque algo de razón les circulaba en las venas, otras porque sus madres o esposas se lo exigían, o simplemente porque nadie más lo haría).

Ayudar y consolar a los pobres nunca fue un agravio, si no se involucraban en política. Pero con la expulsión de las hermanas de Calcuta, ya todo puede ir empeorando.

¿Cómo un cristiano puede aprobar tal improperio? Si se supone que defendemos al débil y al pobre, ¿debemos aceptar una ideología que se proclama redentora, pero que hace todo lo posible por destruir la vida democrática de un país, y que, sobre todo, quebranta el derecho no escrito de ayudar o de enseñar a quien sufre o es ignorante para que se defienda por sí mismo delante del mundo?

Gobierno por capricho

Tenemos que decirlo, hay mucha petulancia en esta sociedad. No se acepta la experiencia, no se aceptan las raíces culturales de las que venimos por ser consideradas anticuadas. ¿Queremos entender algo de la historia o nos creemos tan excelsos como para prescindir de ella?

Parece que lo que vivimos ayer no tiene influencia en el hoy. Si bien en la vida afectiva del individuo lo inmediato es radicalmente existencial, en la vida económica y política no. Por eso, ¿cuál es el límite de los que se consideran dueños del mundo y promotores de la auténtica humanidad? Si se gobierna por capricho, no hay auténticos gobernantes.

Cerraron la UCA, o mejor, arrebataron a los jesuitas años de trabajo e inversión para el bien de Nicaragua. La acusación ridícula de hoy ya la tuvieron que soportar los jesuitas en el pasado. También los franciscanos conventuales fueron expulsados de España y de América Latina, nada más y nada menos que por los reyes católicos.

Por esas cosas de la vida, un papa de nuestra Orden tuvo que declarar la supresión de los jesuitas por presiones políticas impresionantes. Aunque dejó claro que podían resurgir cuando Dios lo quisiera, motivó la rebelión de algunos y su posterior reivindicación.

Victoria de los perseguidos

Los escolapios pueden dar testimonio de lo que eso significa, porque san José de Calasanz sufrió la traición de su amigo y la condena de la Iglesia, pero nunca dejó de ser un convencido en la fuerza divina de su obra, aunque había sido suprimida.

A los conventuales ni siquiera nos ayudó que tuvimos cinco papas en nuestro haber, porque delante de la intransigencia de los reyes católicos y de Napoleón parecía que todos éramos enemigos del Estado. La comparación con Ortega, además de benevolente, no tiene en realidad cabida por la insignificancia de ese dictador.

Es decir, los cristianos, así como los judíos, estamos acostumbrados al vaivén de la vida de persecución, invasión, destrucción, desmotivación y expropiación. Nos echan de algún lugar, vamos a otro. ¿Echamos raíces? Lo querríamos, pero no siempre se puede.

Nos expulsan de nuestra patria, construyen muros para que no volvamos, nos destierran, hablan cosas contrarias de nosotros, nos acusan de todo lo imaginable y hasta pueden considerarnos la basura del mundo.

Al final, la historia da vueltas, el Crucificado termina siendo el salvador, los que lo crucificaron tuvieron vida política útil y después fueron despreciados, y murieron. Son recordados solo por sus atrocidades. Pero los que hacen el bien son recordados como hijos de Dios.

Nadie puede medir la influencia que las personas de bien tienen en la vida de la gente, sobre todo cuando son desinteresadas. La bondad y la misericordia hablan por sí mismas, porque no se callan delante de la mentira o de la injusticia. Brillan como el sol, en medio de las tribulaciones, pero son humildes, sencillas. No pretenden más de lo que ellas son, pero no pueden ocultar su profundidad; se ofrecen en simplicidad, aunque su lenguaje simple desafíe la inteligencia de todo hombre y toda mujer.

Ahora, por extraño que sea este lenguaje para las nuevas generaciones, tan alejadas de la historia, pero por eso tan carentes de conocimiento oportuno y revelador, quisiera hablar como un fraile mendicante.

El único poder al cual estamos sometidos es al de Dios; el único maestro y Señor al cual estamos siguiendo es el Cristo pobre y crucificado. Él es nuestra verdad, que proclamamos con clamor. Él es la fuente de nuestra fraternidad y de nuestra misericordia. Él es el pobre, auténtico y total, que sufrió para que los pobres conocieran la verdad, la compasión, la misericordia y el gran don de la hermandad. Hermanos, ¡quien tenga oídos que oiga!

frayvictor@gmail.com

El autor es franciscano conventual.