Ay, Brasil

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La tragedia política, económica y social que sacude a Brasil no solo es nacional, sino también latinoamericana.

Si solo revelara, como hace, el colapso de una forma de asumir la ideología, ordeñar al Estado y usar el Gobierno, su gravedad sería más que suficiente. Pero va mucho más allá, y ha puesto en evidencia el carácter sistémico de la corrupción, las enormes disfuncionalidades de su institucionalidad y el tribalismo sin ética de los partidos. Solo se ha salvado, hasta ahora, el Poder Judicial, gracias a la acción de varios fiscales o jueces. Pero tampoco puede garantizarse que seguirá incólume.

Por esto, además de tragedia, lo que ocurre en Brasil es una cruda advertencia para todos.

Durante una década, el país vivió en bonanza económica. Aumentaron los salarios, el empleo y las transferencias y bajó drásticamente la pobreza: un gran logro. Sin embargo, no se crearon condiciones para transformar la estructura productiva y sostener el dinamismo. Cuando se frenó la demanda mundial por los productos de su tierra y subsuelo, la economía colapsó y se quebraron las bases del avance social.

El Estado pudo haber utilizado su exagerada carga impositiva, superior al 30%, para invertir en infraestructura, productividad y competitividad, pero acrecentó el clientelismo parásito y las distorsiones.

Petrobras pudo haberse convertido en una empresa de primer mundo, una “campeona” gracias a sus propios méritos, pero, amarrada por el intervencionismo, se hundió en la corrupción épica.

Todo lo anterior tiene nombres y apellidos; principalmente, Lula, Dilma y su Partido de los Trabajadores (PT). Pero quedarse con ellos sería injusto y simplista.

Los han acompañado en el delirio dirigista, la complacencia y la corrupción, una amplia red de congresistas, ministros y empresarios succionadores del erario. Peor aún, su actuación ha ocurrido dentro, y en buena medida es resultado de una arquitectura institucional –federalismo fallido, multipartidismo extremo, corporativismo, familias políticas enquistadas– que parece haber tocado fondo.

La eventual salida de la presidenta podría ayudar a frenar la crisis conyuntural, pero no será una solución de la estructural, a menos que detone un proceso de reforma profundo que luce distante.

(*) Eduardo Ulibarri es periodista, profesor universitario y diplomático. Consultor en análisis sociopolítico y estrategias de comunicación. Exembajador de Costa Rica ante las Naciones Unidas (2010-2014).