Al Grano

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Una joven dama de mediana estatura, piel cobriza y batita corta de estampadas transparencias, llegó de repente a la playa, se detuvo un segundo a buscar algo entre la gente, y caminó luego hacia donde un grupo de familiares disfrutaba de un sol de vidrio.

Esta Semana Santa, Playa Blanca de Punta Leona tenía dos motivos para arder: el sol, que no le quitó el ojo a esa costa de lejanías reverberantes, y las mujeres.

De cabo a cabo la playa era un bulevar para verse, saludarse y decirse cosas que en la ciudad la gente ya no se dice porque nunca hay tiempo, porque todos corren y porque el ánimo jamás está de humor para un ¡hola! y un ¡adiós!

Podría decirse que ahí todas las mujeres lucían lo mejor de sus prendas de playa aunque, a decir verdad, lo que la mayoría lucía no era precisamente la prenda de playa, sino la prenda más visible que Dios les dio: un cuerpazo del carajo.

Solo la joven dama de mediana estatura y piel cobriza seguía, media hora después, con su batita corta de estampadas transparencias. Conversaba con unos y reía con otros, pero sin despojarse de su batita a pesar de que por momentos, el viento, siempre curioso, siempre atrevido, quería hacerlo por ella.

Adornando de gracia y rutilancia aquellas arenas hechas de polvo de perlas, se veían algunas jóvenes mamás luciendo apenas un 0,000000001 por ciento de traje de baño de una manera tan natural que, verlas, a todos les pareció igualmente natural.

Pero una hora después, la dama de mediana estatura y piel cobriza seguía enfundada en su batita corta de estampadas transparencias. Parecía como si bajo ese atuendo escondiera una sorpresa reservada al sol, en ese momento instalado entre dos horquetas de almendro muy cerca del cenit.

Era usual ver salir del mar, luego de varios minutos de saltos, chapuceos y risas de emoción, a algunas sirenas con apenas un cordoncillo alrededor de la cadera como para que la imaginación tuviera al menos de dónde agarrarse en caso de súbito desvanecimiento.

¡Y se veían tan naturales! Con decir que hasta el mar, contagiado de tanta desinhibición, se había despojado ya de las últimas brumas que cubrían su húmedo horizonte y se había quedado aletargado e inmóvil en su lecho, dejando que cada rayo de sol le recorriera la desnudez.

Y casi podría jurar que cuando todas esas criaturas de Dios se tendían en la arena a ofrendárseles al sol, la playa dejaba de ser bulevar y se volvía jardín de mar regado de pétalos y fragancias. Pero nada, absolutamente nada intrigaba ni llenaba tanto de malicia como aquella joven dama de mediana estatura y piel cobriza que, dos horas después, seguía con su batita corta de estampadas transparencias.

De repente, nadie sabe cómo, la joven de la batita de playa desapareció. Tratando de hallarla, el propio sol todo lo alumbró y donde no alumbró le preguntó a la sombra. Pero nadie nunca supo más de ella. Debe ser que, al quitarse por fin la bata, lució tan natural que el mar la hizo su gota, la arena su brillo y el viento su trenza...