Al Grano

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Con toda y mi gran pasión por la astronomía, la noche del 30 de marzo imperdonablemente llegué tarde a la cita cósmica con el cometa Hyakutake.

Un familión que a estas horas no sé de dónde salió, nos fuimos a San Juan de Chicuá, allí donde se toca el cielo con las manos, cargados de sánguches, abrigos, café, frituras, binoculares y, por supuesto, una incontenible emoción.

Durante el trayecto en una microbús sofocada por la apretazón, hicimos un repaso a gritos (todos nos queríamos oír) del espacio-tiempo curvo de Einstein, de la hipótesis heliocéntrica de Copérnico y de la geodésica que cada 20 mil años describe el Hyakutake alrededor del Sol, hasta que terminamos donde inexorablemente siempre se termina en ese tipo de conversaciones: en Dios.

Todo iba muy bien hasta que alguien del grupo descubrió que el único pariente que no hablaba ni chistaba, y que venía en el asiento de atrás, había abierto la bolsa con sánguches y se los estaba comiendo sin piedad. El escándalo fue tan grande que de Copérnico descendimos súbitamente a la mortadela con encurtido y al salchichón de pollo, al punto de que, sin aún haber llegado a nuestro destino, todo el mundo saqueó la bolsa con comida y se puso a merendar.

Para no hacer largo el cuento, esa noche al cometa no le vinos ni la cola. Una tenue cortina de nubes cubrió la intimidad del firmamento de Chicuá y nos dejó a todos como locos, mirando al infinito, con la remota esperanza de que alguna brizna indulgente abriera un boquete en el cielo. Hasta que nos tuvimos que convencer, finalmente, de que nuestro poder de persuasión meteorológica era sencillamente lamentable. ¡Nos fuimos a dormir!

Pero lo que vimos en el mismo cielo al día siguiente a plena luz del día, no tiene palabras. Tratando de buscar vida en otro lado, nos habíamos ido a la cascada de Chicuá para extraviarnos en su escarpada selva de helechos colgantes, bíblicos silencios y caminos de vértigo.

Estábamos justamente en esas, viendo la cascada desgajarse en mil hilos de agua entre los peñascos, y las laderas forradas de musgos prehistóricos, y la profunda geometría de piedras que desafían los abismos, cuando el cielo de hojas y ramas de roble, guarumo y aguacatillo convulsionó y la naturaleza toda se erizó.

Todos miramos atónitos hacia arriba. En la confusión vimos un revuelo de relámpagos fosforescentes. Era exactamente como si un rayo de luz se hubiera partido en dos contra la rama de un árbol y su espectro multicolor se hubiera derramado en alucinaciones sobre la montaña.

Se trataba, ni más ni menos, que de un regalo de las alturas: ¡una flamante flota de quetzales en su hábitat natural! Gracias a los binoculares, casi que podíamos tocarlos con las manos. Aquello fue la locura, no solo por el éxtasis de sus colores sino porque verlos era una clara señal de que, 33 años después, esas aves retornaban a las cumbres del Irazú tras la erupción de 1963 que los devastó.

Es cierto; no le pudimos ver ni la cola al Hyakutake, pero se la vimos al quetzal, que por su magia, vuelo e imponencia, viene siendo como un espléndido cometa en la siempre verde y frondosa constelación de Chicuá.