¿Cloaca o catedral?

La conciencia es una voz insobornable: ella no “traga cuento”.

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La incomparable belleza de una catedral gótica. La inmundicia y sordidez de una cloaca. Somos ambas cosas. El hemisferio que juzgamos socialmente “presentable”, la fachada “de exportación” (puede incluir defectos, toda vez que los consideremos decorosos, o que busquemos ser amados por ellos); y la faz en sombra: suma de nuestras pequeñeces, envidias, mezquindades, mal digeridos rencores, en fin, las verrugas y tumoraciones del alma. El que niega la alcantarilla de su ser es un hipócrita. El que la exhibe con desparpajo es un pornógrafo de su propia porquería, un cínico o una de esas personas que derivan placer escandalizando a la gente.

¿Qué hacer con el licántropo, el Mr. Hyde, el pigmeo moral, el chiquillo malcriado, egoísta y perverso que nos habita? ¿Expulsarlo de nuestro ser? Imposible. ¿Someternos a un exorcismo? Que lo haga quien en tales supercherías crea. ¿Negarlo? Podemos mentirle al mundo, pero no a nosotros mismos: nos palpamos el alma, y ahí sentimos los tejidos gangrenosos, las úlceras, los abscesos supurantes.

La conciencia es una voz insobornable: ella no “traga cuento”. Debemos aceptar que el tanque séptico existe, que ahí lo llevamos por dentro. Asumirlo, reconocerlo. Sí, tenemos a un gnomo del mal por residente. Pero urge entender esto: no somos él. Si lo fuésemos no podríamos distinguirlo como algo diferente de nosotros. Seríamos indiscernibles. Es nuestro inquilino –nuestro precarista– pero no ocupa la totalidad de nuestro ser: tenemos que des-identificarnos de él. Y sabiendo como es, no lo vamos a nombrar capitán del barco, y conferirle poder omnímodo sobre nuestros actos. No lo tiraremos por la borda tampoco: simplemente lo vamos a alejar del timonel del navío. Lo mantendremos bajo liza.

No me gusta la gente que no reconoce su sombra, su vampiro. Como no me gustan, tampoco, los pordioseros que exhiben sus llagas cubiertas de moscas en las esquinas. Amo al ser humano tal cual es: criatura hecha de luz y sombra. Y lo amo quizás más por sus debilidades que por sus grandezas. Los más egregios espíritus de la historia fueron aquellos que no temieron manchar su expediente, ensuciar su “currículum”, “arruinar” sus biografías con páginas de degradación y miseria moral.

No creo en las viditas recoletas y excesivamente sensatas. Solo el que cae es capaz de levantarse, solo el que se extravía es capaz de reencontrarse, solo el que acepta enfangarse es capaz de combatir el pantano (si no lo conoce íntimamente, ¿cómo pretende drenarlo?), solo el que duda es capaz de fe (de lo contrario no ha menester de fe: ya lo sabe todo: nadie necesita fe para comprender que 2 + 2 es 4).

Me gusta la gente que se ensucia, sí. Significa que ha aceptado vivir, que no ha pasado por esta comarca subiéndose melindrosamente los ruedos de los pantalones, ¡no lo vaya a salpicar una gotita de barro! Amo al ser humano tal cual es: errático, ambivalente, embriagado de firmamento por un lado, devorador de excremento por el otro. No intento una apología del crimen y la locura. Hemos de caminar con la mirada siempre fija en las estrellas... pero con los pies bien hundidos en esa deliciosa marisma que llamamos Vida.