Una paciente con trastorno bipolar: “Gracias a Dios no pude matarme ese día”

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En una tarde de 1997, Jenny se peleó con su novio y volvió a caer en los desequilibrios propios del síndrome de bipolaridad que le diagnosticaron desde los 14 años.

Estaba enamorada y la ruptura la sintió desastrosa. Llamó un taxi pirata y pidió que la llevara hacia Circunvalación. Llegando a uno de los puentes, cerca de Pavas, le ordenó detenerse y se quitó las sandalias de hule para correr mejor. El taxista vio que ella pretendía tirarse del puente y quiso sostenerla, pero no la alcanzó y la vio volar hasta la carretera de abajo, en medio de carros que la rozaron, pero no la golpearon. No la golpearon más.

“Me lancé sin saber nada”, cuenta ahora, a sus 35 años, en una de las mesas de la parte de afuera del Hospital Nacional Psiquiátrico. Dice haberse recuperado de lesiones en la columna, en la pelvis, en el tórax, en las costillas y aún hoy anda pines en las piernas. Estuvo cinco meses hospitalizada, recuerda. En el cuello se le ve una cicatriz de tres pulgadas que, asegura, prueban que ya todo está superado. Después incluso tuvo una hija.

Jenny María Miranda Picado, vecina de Villa Esperanza de Pavas, ha intentado suicidarse 12 veces. Tal vez más, pero su historial se confunde y solo tiene certeza de algunas cifras. Por ejemplo, ha sido internada 44 veces por lapsos que van desde las dos semanas hasta los ocho meses.

Conoce a buena parte de los internos, enfermeros y médicos del hospital. A muchos saluda mientras cuenta su historia en la mesa a la salida de su jornada de terapia. Va todos los días al hospital de 8 a. m. a 4 p. m. a terapia. Las manualidades son el pretexto para mantenerse activa y cerca de la atención médica, del control del tratamiento y de las consultas psicológicas.

Entre bordar y pegar botones sobre muñecas de trapo, es diaria la mirada de los médicos sobre su evolución. Que menos diazepán (contra la ansiedad), que más clozapina (antipsicótico) o menos litio (estabilizador).

La idea es siempre intentar lograr el equilibrio entre las depresiones y la “vida loca”, entre las ganas de hundirse en su capa sin ver a nadie nunca jamás o de saltar sobre la euforia.

En los últimos meses, sin embargo, ha logrado mantenerse en el centro. “He estado muy bien”, dice reafirmando cada palabra con su cabeza. Habla lento y sin demasiada expresividad en la voz. A veces lo hace viendo para el frente, como hacia los pabellones donde están los internos.

Sola, pero. Vive sola, junto a la casa de su hermano Eric, que le ayuda con gastos de la casa. Comparte también con Manuel, su pareja. Es un vecino de Villa Esperanza que la visita a diario.

No lo dice, pero parece querer alabar la posibilidad de tener alguien que la espere cada día para decidir qué cocinar, que a veces le regale algo, cualquier cosa, o que algún domingo la acompañe al cine en Multiplaza de Escazú.

Ese es para Jenny el entorno familiar, ese que los expertos consideran vital en una persona bipolar. Lo pueden completar otros hermanos, incluida la hermana que adoptó a María Fernanda, la niña de 8 años nacida de la relación de Jenny con un hombre que no volvió a ver jamás.

A la niña la visita dos o tres veces por semana. “Esa fue la mejor forma de evitar que el PANI (Patronato Nacional de la Infancia) me quitara a la chiquita, porque yo era mujer sola y con esta enfermedad… diay, por la chiquita”.

Su otro soporte era su mamá. Luz, que siempre cuidó de ella y que no faltó ni un día mientras estuvo hospitalizada después del intento de suicidio “¡Quién más!, mi mamita. Era mi brazo derecho”, dice lamentando su muerte, en el 2009.

“Padecía de los nervios y murió de dos derrames. De mi papá… bueno, su enfermedad fue el guaro”, recuerda.

Pero mucho recae sobre la figura de Manuel, su novio. “Sin él, yo no estaría aquí. Ahora digo eso después de que yo decía que la vida no tenía sentido sin mi mamá. Él es ahora mi apoyo”.

Y vuelve a interrumpir su relato para saludar a otro interno. Y vuelve a ver el reloj, son las 4:30 p. m. y no quiere que Manuel se preocupe por ella.

“Mi vida es tranquila si sigo el tratamiento. A veces me da mucha sed o babeo. Esos son los efectos secundarios y ya me los conozco. No voy a dejar de tomar las pastillas por eso”.

Son más de 20 píldoras diarias y siete horas de terapia. Cree en Dios y en la Virgen. Se respalda en su novio Manuel. Recibe apoyo de sus hermanos. Ve a su hija dos veces por semana. Ella está bien con su familia adoptiva.

Así la vida puede pasar lenta sobre su cara. Por la mirada, resulta imposible pensar en velocidad. Por su caminar, menos. Da gracias por poder hablar de su vida y disfruta del pequeño placer de poder salir cada día del hospital rumbo a su casa. “Gracias a Dios no pude matarme ese día”.