Con los sentidos agudos, en el tren de las 7 a. m.

Un viejo ferrocarril avanza repleto, de lunes a viernes, pese a las incomodidades

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Doce, trece, quince lentes oscuros se asoman por las ventanas, un brazo guinda perezoso y cae sobre la estampa de la boxeadora Hannah Gabriels, quien, sonriente, promociona alguna nueva tarjeta de crédito.

Corbatas, escotes, uniformes, tenis y zapatos de tacón se enredan, formando curiosas mescolanzas con los demás pasajeros del tren de las 7 a. m., que espera a pocos metros del parque central de Heredia.

Ya a las 6:55 a. m., pretender ingresar y además sentarse, es inútil; pues para el recorrido a San José solo lo logran con éxito los que ven la luz con el canto del gallo.

El reloj marca las 6:58 a. m., y el llamado típico del viejo vendedor de lotería marca el inicio de lo que será una turbulencia de 11 kilómetros. Él grita, nadie compra, nadie está con ánimos de soñar con fortuna, es muy temprano.

Tanto que nadie come; no hay rastro de pollo frito ni tortilla ni empanada. Y es que aunque lo intentaran, cualquier fritura ‘saldría volando’ por algún codazo ajeno.

Porque una vez dentro brotan de golpe las añoranzas del (ya perdido) espacio personal. En el tren hay cupo para 525 pasajeros y ahí no cabe ni uno más.

Los siete vagones de los años sesenta viajan repletos y decorados con decenas de rótulos como “Por su seguridad, prohibido viajar en el balcón” o “Viajar en las gradas le puede costar la vida”, a los que ya muy pocos hacen caso.

No hay pánico. En lugar de apartarlos del peligro, los funcionarios del ferrocarril prefieren atravesar el mar de obstáculos para arrimarse a las barandas, buscar soporte para no caerse y acercarse a cobrar los ¢450 del pasaje.

El dinero lo recogen ellos, los empleados del Instituto Costarricense de Ferrocarriles (Incofer), una vez que los clientes están dentro, aunque así parece complejo supervisar quién pagó y quién no.

Mientras tanto, unos usuarios duermen, otros sonríen o se sumergen en sus audífonos, lo usual. No parece que sea común entablar conversaciones, a pesar de que muchos de los presentes se ven las caras en el mismo tren, todos los días, de lunes a viernes.

Puntual. A través de los vidrios saltan a la vista edificios citadinos, el puente sobre el río Virilla, unos cuantos tonos verdes y solo tres paradas: La primera en Miraflores, en San Pablo de Heredia, otra en Santa Rosa de Santo Domingo y la última, en Cuatro Reinas de Tibás.

Lo que sí es cierto es que el viaje en tren, caluroso y apretujado (pero a fin de cuentas, libre de presas) casi siempre dura media hora.

Varios usuarios coincidieron en que, si recurren a otros medios de transporte para ir a la capital en horas pico, tardan casi hora y media.

Cerca de las 7:30 a. m., los nada discretos pitazos cesan en la Estación al Atlántico, en San José, y los usuarios hallan la salida casi como lo haría una estampida de ganado.

Es otra cosa. La experiencia es muy distinta para quienes viajan a las 7:30 a. m. en sentido contrario, desde San José hacia Heredia.

Los espera un tren Apolo veinte años más joven, casi como de la Europa moderna, con aire acondicionado, rótulos electrónicos, sin balcones, sin tanto ruido ni tambaleo.

Ahí no viajan muchos. En teoría, esos pocos deberían tener chance de encontrar asiento, comer con tranquilidad e incluso de hacer una llamada telefónica y escucharla.

La locomotora y sus cuatro vagones salen de la Estación al Atlántico, realizan las mismas tres paradas y arriban al centro herediano.

En este caso no hay necesidad de salir como ganado, pero, si tienen suerte, los pasajeros se toparán de frente con carniceros que llevan al hombro un cerdo entero o tal vez una costilla de vaca; carniceros que caminan por las calles del centro de Heredia y se dirigen a vender su producto en el mercado.