Sobreviviendo en aguas profundas

Aguas etílicas, maremotos nocivos, que ahogan, matan. La fundación nacional Lloverá Comida realizó, el pasado 30 de agosto, una actividad para que personas de la calle tuvieran un día libre de sus adicciones

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Don Luis Sibaja tenía mucho tiempo durmiendo en la calle. Fue tanto tiempo que no puede dar una cifra exacta.

Tampoco dormía en la calle, ni encima del asfalto, pero así nos acostumbran a decirles: gente de la calle, indigentes, vagabundos. El término se utiliza de acuerdo a la comodidad que tiene cada quien con el asunto de llamar las cosas por su nombre.

Don Luis descansaba su cuerpo entre plantas de café, en San Rafael de Heredia. El día que lo conocí, hacía una fila afuera del Liceo Samuel Sáenz Flores; él junto a otros 299 indigentes y un par de perros callejeros, zaguates, esperaban a que los portones se abrieran para dar inicio a la actividad de la fundación Lloverá Comida.

Estaba por terminar uno de los meses más calientes del año. Era temprano, era domingo, el sol, el gentío. La actividad se realizó con el fin de sustentar por unas horas las necesidades básicas y, al terminar, existía la oportunidad de ingresar a un centro de rehabilitación.

Adentro del liceo, los voluntarios también hacían una fila que llegaba al portón de la entrada y, ahí, una muchacha le explicaba al que estaba entrando que ese voluntario lo iba a llevar por un recorrido, pero antes un par de oficiales requisaban bolsos, jeans , zapatos...

Cuando don Luis llegó al portón, yo también llegué. El policía abrió el bolso que él llevaba y encontró talco, ropa, un cepillo de dientes, y unos pedazos de pan.

El camino que teníamos al frente consistía primero en llenar un papel con datos personales; después, entramos al gimnasio y había que elegir una mudada: camisa, jeans , calzoncillos, medias, zapatos y jacket . Luego pasamos a hacer una fila bajo un toldo rojo para ingresar a las duchas.

Ahí, sudando el arrepentimiento, don Luis me dijo que le gustaría ir a un centro de rehabilitación, porque tal vez hace un tiempo tenía sentido dejarlo todo por el alcohol, pero hoy, en ese instante, no.

Después de que el agua fría despertara la piel, pasamos a la parte del salón de belleza, y luego seguía el almuerzo: pinto con papas tostadas. Infalible. También, había la opción de pasar a revisión dental y médica, pero don Luis no quiso.

“Ver tanta gente me agobia”. Tampoco pudo terminar el almuerzo. “Ya no me entra la comida, por el guaro”.

Porque tal vez, el alcohol blanco, la fuente de vida y muerte de Luis, le había comenzando a incinerar los órganos y las ganas de regresar a una vida que, a los 60 años, está muy lejos.

Después de un proceso bastante burocrático, la organización Eliasib adoptó a don Luis.

En eso, alguien nos saluda de lejos; es un amigo de don Luis, quien no aceptó ingresar a un centro.

—Tome este pan.

—¿Para qué?

—Usted lo va a necesitar más que yo.

Aquí es cuando Jesús diría: “Yo soy el pan de vida: el que a mí viene, nunca tendrá hambre; y el que en mí cree, no tendrá sed jamás”.

* * *

Cuando llegué al portón a recoger a Luis, sus ojos no paraban de llorar. Yo le preguntaba que si estaba bien y él solo podía secarse los cachetes, una y otra vez: en el gimnasio, cuando le cortaron el pelo, cuando no pudo comer, cuando firmó la boleta del centro, cuando me pidió que llamara a su mamá para decirle que él iba a estar bien, que todo estaba bien.

Don Luis tal vez lloraba por la tristeza, la pena, el dolor, el miedo de saber que esa esencia mineral que invadió su cuerpo, se drenó junto al agua fría que despertó su piel.