Los sigilosos vigilantes del aire

A pesar de que las labores de los controladores aéreos son vitales para hacer que nuestros aeropuertos funcionen, su trabajo pasa inadvertido para muchos. ¿Quiénes son las personas que rastrean cada movimiento en el cielo?

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“Es como un videojuego, pero yo sé que no me puedo equivocar porque no tengo vidas extra”. Esa es la explicación simple que da Luis Carlos Núñez sobre su labor. No es hipérbole.

De hecho, para entender el trabajo de los controladores aéreos, las explicaciones sencillas son necesarias y se agradecen. Un ojo poco entrenado corre el peligro de perderse, o peor aún, subestimar sus labores.

Comencemos con tres ideas que hay que tener muy claras. La primera: no, no son los señaleros con chalecos fosforescentes que guían a los aviones para parquearlos en tierra. La segunda: sin su trabajo, invisible para muchos, no habría forma de hacer que un aeropuerto funcione. La tercera (y más importante): un mínimo error de un controlador aéreo puede provocar tragedias colosales en segundos. Ha pasado y puede volver a pasar. Cualquier minúsculo descuido es un potencial incidente grave.

Fue hace 12 años cuando Luis Carlos conoció la torre de control del Aeropuerto Juan Santamaría mientras aún estudiaba aviación en el Instituto de Formación Aeronáutica (IFA).

El espacio lo sedujo, la dinámica lo hechizó. No hubo vuelta atrás.

“Nunca se me va a olvidar la primera vez que subí las escaleras. La iluminación es muy diferente al ducto”, recuerda el controlador con 10 años de experiencia. “Eso me quedó muy marcado en la mente. Lo primero que pensé fue: ‘¿cómo hago yo para trabajar acá?’”.

El trabajo de un controlador de tránsito aéreo es estresante y la presión no da tregua. Es por eso que sus jornadas laborales son de seis horas continuas. No más. En ese lapso la concentración que se requiere es absoluta.

Cada aeronave que despega o aterriza en los tres aeropuertos más importantes del país pone su seguridad y confianza en manos de un grupo de controladores que vigilan cada uno de sus movimientos con una meticulosidad tajante. Con la ayuda de radares, radios, teléfonos, computadoras y todo tipo de equipos de navegación aérea la orquestación entre cielo y tierra se hace realidad.

Su labor consiste en ordenar el tránsito aéreo de forma ordenada, rápida y segura, y sobre todo: evitar accidentes. Cualquier movimiento en la pista de despegue y de rodaje debe contar con su autorización. Cualquier avión que quiera aterrizar también.

Una indicación equivocada, una malinterpretación por parte del piloto o apenas algunos segundos de distracción pueden desembocar en una fatalidad de proporciones monumentales. En esta profesión el margen de error es nulo y la responsabilidad que tienen sobre sus hombros es abrumadora.

“Es diferente todos los días. Siempre hay algo distinto que hacer, nada es igual”, agrega Núñez. “Es muy satisfactorio llegar a la casa y saber que solo en una hora en la uno trabajó pudieron ser unos 40 aviones que pasaron por manos de uno y todos llegaron bien a su destino. Para mí es el mejor trabajo del mundo”.

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Movimiento incansable

En Costa Rica, entre 75 y 80 controladores cubren las labores de control en las torres y radares de los aeropuertos Juan Santamaría y del Daniel Oduber (Liberia) y la torre del Tobías Bolaños (Pavas). De ellos, no más de 15 son mujeres.

Las tres torres y los dos radares son dependencias de la Dirección General de Aviación Civil (DGAC), misma instancia gubernamental que se encarga de la coordinación de todo el proceso de reclutamiento y preparación de controladores.

Cualquier persona con un título de bachillerato podría aplicar y tras exhaustivas pruebas de aptitud se realiza la selección. Los escogidos comienzan cerca de tres meses de entrenamiento en Costa Rica que continúan con casi siete meses más de estudios fuera del país (por lo general, en El Salvador). Cada dos años deben salir nuevamente a hacer refrescamientos, llamados ‘recurrentes’.

“Trabajamos siete días a la semana, 365 días al año. Nunca jamás cerramos bajo ningún motivo, salvo desastres naturales o mal tiempo”, asegura Manrique Hidalgo, supervisor de la torre del Juan Santamaría y controlador aéreo con 25 años de experiencia.

Hidalgo siempre quiso ser piloto, la cara más popular de la aviación. Cuando se presentó la oportunidad de controlar el aire no la dejó pasar y nunca se arrepintió.

“Hacer algo que uno hace todos los días ya se vuelve común, pero de vez en cuando, sobre todo fuera de trabajo, cuando uno comienza a hablar del asunto uno hace como un examen de conciencia y dice, pucha, de verdad lo que nosotros hacemos es una responsabilidad enorme”, expresa. “Este es un trabajo que no permite errores. Un error que se cometa, gente muere y equipo carísimo se pierde”.

Durante 35 años Manrique ha visto de todo. “En este aeropuerto no, pero en Pavas pude ver un par de accidentes. Pude ver gente muriendo y fui la última persona con quien hablaron”.

Los sustos son inevitables y la alerta es permanente. La torre (responsable del espacio aéreo de unos 17 kilómetros a la redonda) y el radar (más allá de los 17 kilómetros y hasta unos 50 kilómetros) nunca se detienen.

Un grupo de cuatro controladores puede estar pendientes del trazo de unos diez aviones simultáneamente, comunicarse con todos para mantenerlos a diferentes alturas y a distancias prudentes unos de otros, despejar la pista en caso de que alguno se declare en emergencia, cambiar la pista de dirección si el viento así lo demandara, prestar atención a las condiciones climatológicas, volver a ponerse en contacto con cada uno si el escenario varía. La capacidad para hacer varias tareas a la vez no es un atributo extra que se busca, es una obligación.

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En una ocasión, a Hidalgo le tocó ver cómo un Boeing 727 (de carga) al despegar perdió una de sus llantas. “La llanta siguió pegando brincos en la pista, el impulso que llevaba era increíble. Se saltó la malla y fue a dar allá por el peaje”, recuerda. “Creo que era un carguero de DHL, no recuerdo. Iba para Guatemala y le dije: ‘mire capitán, es que usted perdió una llanta’. El piloto no me creía porque (el avión) no le daba indicación. Le dice si el tren de aterrizaje está fuera o dentro, pero si se cae una llanta no. Él no podía creerlo. Le dije: ‘capitán, no le estoy preguntando, le estoy informando que se le cayó una llanta del tren principal’”.

El piloto continuó hacia Guatemala y pudo tomar previsiones gracias a la indicación de Hidalgo.

Para el controlador, el aumento del tránsito aéreo en el Juan Santamaría con una infraestructura incómoda (solo hay una pista de rodaje, entre otras carencias) los ponen a hacer malabares diariamente.

Solo en el Santamaría, el número de operaciones –entre despegues y aterrizajes– realizadas en el 2015 (último año con información disponible) fue de 82.835. En el 2001 fue de 65.785. Es decir, en 16 años el número aumentó en un 25.9%.

“Cuando hay saturación de tránsito vos más o menos conocés tu límite. Nosotros le llamamos mantener el panorama”, dice Hidalgo. “Por más ayuda que tengás del radar y de todo esto, tenés que tener el panorama claro en la cabeza: saber a dónde está un avión, a dónde se dirige, el segundo avión a dónde se dirige. Todo eso lo manejás en la cabeza. Obviamente uno tiene un límite. Cuando uno se comienza a acercar a ese límite y se comienza a sobrepasar y te llaman aviones, y te llaman aviones, y comenzás a perder el panorama… eso da mucho susto”.

“A veces, cuando llama un avión y dice: ‘FedEx-56’ y yo pienso: ‘este mae, ¿quién es? ¿Dónde está?’ Eso. Esa sensación de no saber dónde está alguno es un susto terrible”, agrega.

Accidentes graves provocados por el error de algún controlador aéreo no han pasado en nuestro país. Manrique lo dice con orgullo y “toca madera”, ya que son esos incidentes, esas manchas dolorosas en la historia de la aviación internacional, los que les recuerdan el peso de su trabajo. La importancia de su precisión.

La fragilidad

Era 1 de julio del 2002. Un Tupolev 154 de la aerolínea Bashkirian realizaba un vuelo chárter de Moscú a Barcelona. A bordo iban doce miembros de la tripulación y cincuenta y siete pasajeros, la mayoría de ellos niños. Procedentes de la ciudad de Ufá, capital de la república rusa de Bashkiria, viajaban a España como premio. Sus excelentes resultados académicos al fin serían reconocidos. Hora de despegue: 8:48 p. m. Distancia a Barcelona: 3.000 kilómetros. Tiempo estimado de vuelo: 4 horas y 20 minutos.

A 600 kilómetros, un avión de carga, un Boeing 757 de DHL despegaba de Bérgamo (Italia) con dirección a Bruselas. A bordo viajaban el piloto Paul Phillips y el copiloto Brant Campioni.

En Suiza, en la torre de control de Zúrich, Peter Nielsen, un danés de 35 años, hacía el turno de la noche. Eran las 11 p. m. y él, junto a otro controlador aéreo dirigían el espacio aéreo sobre el este de Suiza y parte del sur de Alemania. Su compañero tomó un descanso y Nielsen quedó como el único responsable de todo el espacio aéreo de Zúrich.

En Barcelona, a su vez, el arquitecto ruso Vitaly Kaloyev se disponía a ir al aeropuerto a recoger a su esposa Svetlana Kaloyeva y sus dos hijos, Konstantin de 10 años, y Diana de 4 años. Los tres viajaban en el vuelo chárter que salió de Moscú. Kaloyev llevaba meses separado de su familia y esa sería la noche de su reencuentro.

El vuelo nunca llegó. Tampoco llegó el avión de DHL a Bruselas. A las 21:35:32 hora UTC y sobre la localidad alemana de Überlingen, ambas aeronaves colisionaron una contra otra en pleno vuelo, a una altitud de 35.000 pies.

Se escucharon varias explosiones y el cielo se enrojeció con furia. Trozos ardientes del fuselaje de ambos aviones cayeron al suelo en la frontera germano–suiza, al norte del lago Constanza. En un radio de 30 a 40 kilómetros el paisaje desolador era testigo de lo que acababa de ocurrir: uno de los accidentes aéreos más trágicos de las últimas décadas.

Nadie sobrevivió. Ninguna de las 71 personas a bordo de ambos aviones, ninguno de los 52 escolares.

La tragedia del lago Constanza se pudo evitar. La investigación posterior señaló a Nielsen como el principal responsable del espantoso evento.

La Oficina Federal Alemana para la Investigación de Accidentes Aéreos determinó que la sobrecarga de trabajo del controlador aéreo de la empresa Skyguide, las instrucciones contradictorias entre el controlador y el sistema de alerta de tráfico y evasión de colisión (TCAS) de ambos aviones produjo la confusión de la tripulación del vuelo de Bashkirian Airlines, lo que llevó a ambos aviones a cruzarse en el mismo lugar, a la misma altitud y en el mismo momento.

Un segundo y medio de retraso en alguno de los dos aviones hubiera evitado la colisión. Una indicación diferente por parte de Nielsen también.

Como la mayoría de accidentes aéreos, una serie de errores se fueron acumulando. Dos años después, Peter Nielsen fue asesinado en su casa. El arquitecto ruso Vitaly Kaloyev vengó la muerte de su familia.

Delicado trabajo

La tragedia del lago Constanza es uno de varios accidentes que han sido causados, en alguna medida, por errores de control aéreo. Ellos le llaman “responsabilidad compartida”.

“Al final todos tienen responsabilidades y esta es la responsabilidad para la que yo me preparé”, asegura Eugenio Coto, jefe de la torre del Juan Santamaría y controlador aéreo desde hace 25 años. “En cierta forma nos volvemos un poco fríos. Yo cuando autorizo un avión no estoy pensando: ‘ahí van 150 personas, tal vez van chiquitos’, no, no. Yo autorizo un avión. Es un trabajo de responsabilidad pero de mucho cuidado donde tenés que estar concentrado y apegarte a los procedimientos para que no te llevés sustos”.

Hace dos meses, él mismo se llevó el más grande sobresalto de su extensa y experimentada carrera. “Hubo un problema de coordinación. Yo tenía un avión despegando y otro venía por el este. Nunca supe que venía. El radar me llamó a preguntarme si el avión que estaba sobre Pavas estaba conmigo”, cuenta. “Aquel despegando y el otro no estaba en mi frecuencia. Ese había estado llamando a Pavas, en Pavas no lo atendieron… Cuando hacen la investigación ves un montón de cosas. Yo también cometí un error porque no lo vi en el monitor”.

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“Cuando el que venía me llama yo lo que le digo es: ‘ascienda’, y al otro ya yo lo había descendido. Se cruzaron. Cuando yo me quité de ahí me temblaba todo. Tuve que irme al balcón casi a llorar y eso que tengo veinti resto de años en esto”, agrega. “O sea, el tiempo que tengás aquí no es ninguna garantía de que no te va a pasar nada. Dejás de hacer algo o de coordinar algo… Sentí como si te echaran agua con hielo. Que vos decís, esto no era lo que tenía que pasar y está pasando. Yo reaccioné a tiempo pero fue un susto terrible”.

Los sobresaltos son contados, la gran minoría, y es con eso es que que se quedan. Sabe que son vidas las que se juegan, asegura Coto. No importa si es una o más, es por eso que se le presta la misma atención al momento de despegue o de aterrizaje.

Generalmente, cuando hay un accidente de avión, el que queda vivo es el controlador, añade Manrique Hidalgo. “Es a él al que le hacen las preguntas. Ser controlador es de mucho cuidado. No es difícil, pero sí es de mucho cuidado”, indica.

Con cada emergencia dentro o fuera del avión no pueden perder la calma. “Uno entra como en una especie de shock y es cuando ya pasa la emergencia cuando uno afloja y comienza la tembladera”, dice. “Pero sí se siente mucho susto de pensar, ‘caramba, esto es la vida real. Esto está sucediendo de verdad’”.

“A pesar de las limitaciones, el tamaño de los aviones... Aquí operan aviones que son demasiado grandes para este aeropuerto y sin embargo, logramos que todo esto suceda”, agrega. El llegar a casa cada día, sabiendo que todo salió bien, que miles de personas viajaron a tiempo y seguros gracias a su trabajo y coordinación es su mayor recompensa. “Hacemos trabajar este aeropuerto. Eso es lo más gratificante”.