‘Impuesto de guerra’ en Honduras mata los pequeños negocios

Comerciante que rehúsa pagarles a las maras, afronta una muerte segura

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Tegucigalpa. Entre hileras de puestos abandonados, Sheila se aferra a su pequeño negocio en uno de los mercados más populares de Tegucigalpa, que no hace mucho bullía de compradores y hoy languidece a causa de las extorsiones y asaltos de los pandilleros.

“Casi todos los vendedores se fueron; prefirieron irse antes de que los mataran o tener que pagar el impuesto de guerra”, dice esta mujer de 30 años, que por su seguridad usó un nombre falso.

Junto a unos cuantos artesanos del calzado, mantiene su pequeña fábrica de plátanos que empaca en bolsas plásticas para abastecer a vendedores ambulantes, porque al mercado ya casi nadie llega.

Cientos de capitalinos lo inundaban a diario, principalmente a la hora del almuerzo. “Bienvenidos a los comedores”, reza un rótulo en blanco y negro, al lado de otros como “Se alquila” o “Se vende” que ponen en el mercado Las Américas una nota de desolación.

En el antes bullicioso lugar, con más de 500 negocios de comida, frutas, verduras, zapatos y ropa, hoy sobreviven apenas unos 50, forrados en concreto, con ventanas y puertas protegidas por cortinas de hierro, a la orilla del maloliente río Choluteca, que atraviesa la capital.

“Quienes se fueron no volvieron a asomarse por aquí por miedo. Es gente luchadora, pero no puede trabajar. El impuesto de guerra está matando los negocios, porque no hay para pagar”, afirmó un septuagenario que se identificó como Pedro, también trabajador del mercado.

Población sitiada. Las pandillas, entre ellas Barrio 18 y mara Salvatrucha (MS-13) , mantienen sitiados a comerciantes y pobladores de Tegucigalpa, donde habita un millón de personas.

Solo en las unidades de transporte público fueron asesinadas más de 30 personas este año, según las autoridades, la mayoría por negarse a pagar las extorsiones – “impuesto de guerra” –, que van desde un puñado de dólares hasta decenas de miles.

La Policía registra a unos 200 extorsionadores detenidos este año, aunque desde el 2014 hay 1.257 acusados.

“Esto afecta todos los sectores. Las víctimas, que pueden ser jueces, diputados, transportistas, agricultores o comerciantes, sufren física, psicológica y económicamente. Muchas se van del barrio y hasta del país”, declaró Fausto Rodríguez, oficial de la Fuerza Antiextorsión policial.

Sheila paga un “impuesto” de $20 mensuales para que las pandillas la dejen trabajar.

Tiene el cabello castaño claro, pero deberá pintarlo de negro. Hace unas semanas, miembros de la MS-13 prohibieron a las mujeres de la zona, incluso bajo amenaza de muerte, llevar el pelo en tonos claros, porque las jóvenes de la pandilla rival Los Chirizos acostumbran teñirse rubias.

En el país del récord mundial de homicidios (90,4 por cada 100.000 habitantes, según Naciones Unidas), las maras imponen su ley, aunque el Gobierno intenta combatirlas con batallones especiales y mano dura.

Violencia importada. Surgieron en los años 1980 en barrios latinos de la ciudad californiana de Los Ángeles y se extendieron por El Salvador, Honduras y Guatemala después de que Estados Unidos deportó a miles que emigraron durante los conflictos armados en Centroamérica.

Hoy, esas pandillas son complejas estructuras del crimen organizado, dedicadas también al narcotráfico y están armadas hasta los dientes.

Cuando los pandilleros necesitan algo, solo van a buscarlo, asegura Sheila. Hace poco le pidieron su celular para usarlo en una extorsión y ella ni siquiera se atrevió a solicitar a la compañía telefónica que bloqueara la línea por temor a que la asesinaran.

Raúl Flores, un pastor evangélico entrado en canas al que todos en el mercado saludan con reverencia, recuerda que allí, cerca de su venta de vasos y platos desechables, “mataron a un vendedor porque no pagó el impuesto a la hora que le dijeron”.

Los valientes que se han quedado deben pagar entre $20 y $200 mensuales a Los Chirizos. Pero ya son pocos los clientes que se arriesgan a ir al mercado.

Rosa, quien tampoco usa su verdadero nombre, lamenta que su puesto de verduras y plantas medicinales vaya de mal en peor. “No hay nada de venta, la gente no quiere venir”.

El negocio es malo, explica Flores, pero algunos comerciantes están pagando los cubículos que compraron a una empresa privada a plazo de diez años, a $4.000 el metro cuadrado.

“Tenemos esa deuda... entonces hay que aguantar todo”, dice el pastor, oteando nerviosamente alrededor para asegurarse que no lo mira algún pandillero. “No queda otra”, se resigna también Sheila.