Víctimas de tortura develan el lado más oscuro de China

Personas se atreven a hablar tras años de castigos sin ser llevadas a juicio

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Pekín. EFE. Zhu Guiqin tiene 50 años y ya no le crece el pelo. Es una de las huellas que le dejaron los golpes con porras eléctricas que recibió durante años en un campo de reeducación, las cárceles extrajudiciales que el Gobierno chino anuncia que abolirá.

Un logro para Zhu, aunque no el final de su lucha. “La tortura en China no acabará ahí”, dice.

Habla con la mirada perdida, y no consigue explicar su historia sin dar saltos en el tiempo, pero no le falta ningún detalle cuando rememora los 13 días que permaneció atada con los brazos en un ángulo de 90 grados, o el medio año que vivió encerrada en una minúscula habitación, en la más absoluta oscuridad, y que olía a orina, la suya. El cubículo también era su letrina.

Su delito fue tratar de ayudar a un hermano. Desesperado, él pidió un adelanto económico a su jefe, y este lo consideró una ofensa y lo denunció ante la Policía. Aún no saben de qué lo acusó, pero el trabajador fue enviado a un campo de reeducación, y Zhu, su hermana, comenzó a buscar respuestas.

Ella también terminó en una de estas cárceles, donde las autoridades pueden encerrar a cualquier ciudadano, sin pasar por juicio, hasta cuatro años.

Por hablar con un periodista japonés, a Zhu le cayeron tres años en Masanjia, el campo de reeducación femenino de la provincia de Liaoning, conocido por las graves torturas que allí se han cometido, y uno en el de Pekín, donde los abusos también estaban a la orden del día.

A base de golpes, la despojaron del miedo. “Estoy aquí para que el mundo conozca los maltratos en este campo”, cuenta a EFE Zhu, junto a otras cinco compañeras más que la acompañan a hablar con un medio extranjero, dejando atrás la clandestinidad en busca de “algo mejor” para futuras generaciones.

Algunas de las escenas que reviven son estremecedoras. Como cuando Wang, de 56 años, tuvo que sobrevivir a una operación sin anestesia y en condiciones “insalubres”, en la que el médico, para torturarla, le dejó en el 2008 un algodón metido en el cuello que aún hoy lleva. “Quiero quitármelo delante de una organización de derechos humanos para mostrar el lado oscuro de China”, explica.

Luz a medias. Esa oscuridad es sobre la que quieren arrojar luz con sus denuncias, que se producen poco después de que el gobierno de Xi Jinping anunció el cierre de los campos de reeducación, lo que podría suceder este mismo año.

“Es un progreso, pero aún queda mucho camino. Mucha corrupción”, manifiesta Xue Ling, una mujer de 54 años que salió de Masanjia en setiembre, y con las heridas aún sin cicatrizar de las porras eléctricas, “incluso en la vagina”.

Xue, a quien extirparon parte de un ovario por error, asegura que el problema radica en el abuso de poder de las autoridades locales. “Ahora buscarán otras maneras de mantener la estabilidad social, a espaldas o no de Pekín”, advierte.

Organizaciones de derechos humanos y abogados del país alertan ya en esa dirección.

Ponen el foco en los llamados sistemas de corrección por barrios, un antiguo método que el Gobierno ahora quiere impulsar, y que, en el papel, pretende “reinsertar en la sociedad” a ciudadanos que han cometido delitos menores, sin la necesidad de pasar por prisión.

“Puede derivar en más ilegalidades, en forzar a gente a que permanezca semidetenida sin derecho a juicio”, comenta el letrado Ding Xikui, cercano a la familia del Nobel de la Paz Liu Xiaobo , encarcelado desde el 2009.

El viceministro de Justicia, Zhao Dacheng, rechazó hace unas semanas, ante periodistas, que los centros correccionales vayan a sustituir los campos de reeducación.

Sin embargo, el funcionario no supo contestar qué harán con la gente que, hasta ahora, enviaban a estas cárceles, entre quienes figuran desde drogadictos, peticionarios –como las mujeres de Masanjia–, disidentes políticos como miembros de Falun Gong, hasta activistas o prostitutas.