Periodistas de México: ni una muerte más

Tras el asesinato del periodista y escritor Javier Valdez, el 15 de mayo, en Culiacán, la indignación de sus colegas y de gran parte de la población se desbordó. Una marcha convocada por el gremio rompió todos los precedentes. Este es el relato de una noche en la que el dolor y la indignación hicieron historia. Aquí se cuentan las historias de las y los reporteros mexicanos que gritaron en contra del narco-poder que los asesina por decir la verdad. Esta es la noche en que una herida de muerte dejó al descubierto la ira de México.

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Subidos sobre una de las columnas de la entrada de la Secretaría de Gobernación, en la Ciudad de México, estábamos la periodista Lydia Cacho y yo, haciendo lo posible y lo imposible por asir a la reja de la entrada la bandera de la infamia, la bandera de un México de luto.

Mientras buscábamos la forma de fijar el emblema, la campana del reloj de Bucareli, a una cuadra de distancia, anunció que eran las siete en punto. Detrás de nosotros, empezó la última hora del sol de aquel día. Decenas de cámaras y periodistas vestidos de negro y con velas en las manos estaban listos para gritar en contra de la barbarie.

Los presentes estaban ahí reunidos por el dolor y la indignación ante el asesinato, el día anterior, de Javier Valdez, el periodista de investigación y denuncia más destacado del norte del país, quien recibió del Comité para la Protección de Periodistas el Premio Internacional a la Libertad de Prensa en 2011, y que dedicó su carrera a escuchar la voz de las víctimas del narcotráfico en el estado de Sinaloa. Un periodista que confió en que su reconocimiento público lo había blindado, y lo creyó hasta que doce disparos le quitaron la vida afuera de su oficina.

Al inicio no éramos tantos, unos cien. El rostro más reconocido en ese momento lo tenía a mi lado, era Lydia, a quien estaba acompañando para tomar algunas fotografías destinadas a un reportaje en el que me encontraba trabajando.

En el suelo, tanto al nivel de la calle como en la acera, fueron colocadas las velas traídas por los colegas para el memorial junto a las fotografías de Valdez y de la periodista Miroslava Breach – asesinada en Chihuahua de ocho tiros frente a uno de sus hijos en marzo anterior –.

Estos dos casos se unen a la macabra lista de 125 periodistas asesinados en México en lo que va de este siglo. Una lista que se ve acompañada por un escandaloso 99% de impunidad.

Las historias de los presentes

Lydia Cacho es una mujer alta, delgada, de pelo negro y profunda mirada que, según lo escrito por Elena Poniatowska, fue “elevada al nivel de símbolo por los mexicanos que no están dispuestos a seguir callados ante los abusos y crímenes perpetrados al cobijo del poder”.

Cacho Ribeiro hizo lo que en este país es un ‘pecado’: dijo la verdad, y ello le valió una detención ilegal en Cancún, un traslado judicial que se convirtió en un secuestro con tortura física, psicológica y sexual hasta Puebla – 20 horas de trayecto por tierra – sin poder comunicarse con sus abogados o familiares y sin siquiera poder tomar los medicamentos que requería. En la cárcel todo estaba planeado para que la periodista fuese violada como parte de una venganza orquestada por uno de los hombres denunciados en su libro Los Demonios del Edén , que descubrió las redes que protegían el negocio de la pornografía infantil en Quintana Roo.

Lo que salvó a esta periodista del fatal destino que le habían preparado el empresario y el entonces gobernador de Puebla, fue la presión que ejerció la prensa sobre las autoridades tras su desaparición. Gracias a esto se logró que la reportera saliera de la cárcel bajo fianza para enfrentar un proceso judicial que le costó a lo largo de los años un desgaste emocional que curiosamente la hizo más fuerte.

Sin embargo, en ese ocaso de Bucareli, la mujer de hierro estaba herida. Llevaba en su mano el libro Narcoperiodismo, el último que Javier Valdez publicó antes de morir.

Comenzó la manifestación. Lydia fue la primera persona a quien dieron la palabra. “Hace muy poco tiempo presentamos este libro que la mayoría de ustedes conoce. Y elegí un fragmento que creo que nos representa a todas y todos los que hemos dedicado nuestra vida a reportear, a documentar la vida de las y los otros, y que sin querer hemos tenido que documentar nuestra vida también, después de ser perseguidos por decir la verdad. Estas son las palabras de Javier”.

Cacho subió el libro a la altura de su rostro, sus dedos estaban teñidos del negro de la bandera que poco antes habíamos alzado, su mano temblaba sin cesar. Finalmente cerró los ojos, tomó aire con fuerza, los abrió de nuevo y comenzó a leer un fragmento de las páginas 18 y 19 del libro de Valdez:

“También podría pensarse ¿para qué escribir? ¿Para qué salir a buscar la nota? ¡A exponer la vida! (…) ¿Para qué carajos salir al puto miedo a ver los cuerpos en las carreteras maniatados con el plomazo en la cabeza? ¿Para qué reportear la manifestación si los de arriba ordenaron a policías y granaderos que fueran sobre el fotógrafo, sobre el periodista, sobre esa joven reportera que ‘¡cómo chinga la madre!’? (…) Escribir un reportaje, correr por la nota, decir con miedo la verdad, sí, aunque nos acompañe la angustia. Decir el nombre y la ocasión, la hora y el motivo, reportear en el abismo, tener un pedazo de voz, lo suficiente para decirle al lector y a la lectora que también esto es la vida (…) Queremos un país mejor, un país donde la libertad de expresión, la igualdad de género, la tolerancia, no sean solo parte de un discurso político, de una retórica sucia, vieja e inútil. Quiero, con este libro, yo, Javier, dar voz a mis compañeros periodistas. Mujeres y hombres con dolor y pasión, a quienes guardan silencio y a los que silenciaron ya – siguió leyendo con la voz entrecortada - ¡a los que les quemaron la esperanza!, a quienes se esconden y se entregan, a los que soñamos y nos derretimos en la noche, agobiados, pero despiertos frente a las teclas, acompañados por el latido incesante de nuestro corazón, de nuestra pluma, de nuestro viejo y leal cuaderno. (…) Narcoperiodismo es también la voz de los compañeros muertos, y con ellos también está nuestro corazón”, finalizó.

Dos segundos de silencio se vieron interrumpidos por un grito desgarrador de “¡justicia!” que nos caló en la piel. Para este momento ya éramos más de 300 los congregados. Todos contestaron. De repente, la figura de Lydia desapareció. Bajé la mirada y ahí estaba, en cuclillas sobre la acera. Tomó con su mano temblorosa la fotografía de Miroslava y cubrió con ella su rostro. La conmoción fue total. Su pulso la traicionó. La valiente mujer estaba postrada en la calle, sin más remedio que dejar salir el dolor que la embargaba.

Mientras Lydia permanecía inmóvil, le fue dada la palabra a María Herrera Magdaleno, una mujer de la tercera edad a quien la llamada ‘Guerra contra el Narcotráfico’ – iniciada por el gobierno de Felipe Calderón – le costó la desaparición de sus cuatro hijos, hace ya nueve años.

La mujer recordó al periodista asesinado como “un ser humano maravilloso que luchó y defendió los derechos de las víctimas a costa de su vida. Él estuvo junto a nosotros en medio del dolor y entendió al cien esta lucha que hemos llevado a cabo durante años para lograr encontrar la paz, la justicia, y vemos con mucho dolor, tristeza e indignación, que esto no bastó para respetar su vida (...) No tengamos miedo, no nos amedrentemos. Con esto nos están diciendo mucho, nos están diciendo que le paremos, pero debemos seguir con más fuerza, con más ímpetu”, dijo la mujer en medio de un llanto que buscaba un camino para salir.

Tras estas palabras, Lydia se puso de pie, recuperó el aliento y abrazó a la señora María, quien finalmente dio paso a las lágrimas en los brazos de la periodista.

Voces de otros reporteros siguieron escuchándose durante algunos minutos, cuando se hizo notorio un movimiento extraño entre los organizadores.

“Están trayendo a Carmen”, escuché decir a Lydia minutos después. No hizo falta un apellido, supe de inmediato que se trataba de Carmen Aristegui.

Cacho salió de la multitud, yo caminé detrás de ella mientras los reporteros gritaban “¡gobierno fascista que mata periodistas!”.

Vimos a la distancia que a Carmen ya la habían abordado otros colegas mientras intentaba llegar al frente de la manifestación. Lydia se abrió paso en medio de la multitud, la abrazó y la extrajo.

Alguien de los presentes gritó “¡viva Carmen!”, haciendo que las miradas de quienes no se habían percatado de su presencia se girasen de inmediato.

Carmen es una mujer pequeña de estatura y de intensas expresiones. Puede congelar con la seriedad de su mirada, pero es capaz de sorprender con la más honesta de las sonrisas.

El suyo es el caso más escandaloso de censura en México en los últimos años. Tras publicar la investigación titulada La casa blanca de Enrique Peña Nieto , esta periodista y su equipo de trabajo fueron expulsados de la radio mexicana por presumibles presiones gubernamentales en contra de la empresa mediática de la que formaban parte.

Desde entonces el pueblo mexicano se ha solidarizado con Aristegui, quien ha librado una ‘acoso judicial’ – según sus propias palabras – que no cesa. Además, sufrió un robo en sus oficinas meses atrás en el que se llevaron computadoras que contenían información relativa a una investigación en la que trabajaba con su equipo.

Una vez al frente, Cacho y Aristegui permanecieron juntas y escucharon junto a todos dos testimonios más, el primero del periodista Javier García, de Nayarit.

“Estoy conmovido de ver a tantos medios de comunicación, a tantos periodistas que vienen a levantar la voz, a exigir justicia por Javier. Me duele en el alma ver lo que está pasando en este país. A penas llegué ayer a esta ciudad, vengo desplazado de Nayarit por amenazas, es muy complicado soportar el dolor de dejar tu estilo de vida, dejar a tu familia, dejar de hacer periodismo... Vengo a exigirle al gobierno ¡a este pinche gobierno! Que ya basta de tanta muerte a los periodistas que le damos voz a la sociedad, que señalamos a los políticos y empresarios corruptos de este país. México se está convirtiendo en un cementerio de periodistas”, comentó.

Posteriormente tomó el micrófono Julio Omar Gómez, de Baja California.

“Vengo a pedir justicia por el asesinato de Max Rodríguez, de La Paz, Baja California Sur, reportero del colectivo Pericú. Esto no se vale. A mí me quemaron mi casa, me quemaron un carro y otra vez intentaron quemarme un carro y mataron un escolta, y eso no puede quedar impune. Espero que se haga justicia, y me solidarizo con cada uno de ustedes, pidiéndole al Gobierno Federal que no quede un caso impune, como siempre han quedado”, concluyó.

Después de este testimonio, la palabra fue dada a Carmen Aristegui. Con su voz el ocaso terminó, la noche ya se había posado sobre la Ciudad de México.

“Estamos aquí, por fin, los periodistas, estamos aquí después de mucho transcurrir el tiempo. Estamos aquí después de haber pasado lustros en donde han muerto más de 100 colegas periodistas y han quedado en la impunidad todas esas muertes. Hoy los periodistas decidimos estar aquí para decirle al gobierno mexicano que basta ¡que basta ya! Javier no solo narraba las batallas de los malos contra los malos, daba voz y entendía lo que pasaba con aquellos que estaban adentro y afuera de esta tragedia que se llama México. (…) Nos ha tocado profundo este asesinato cobarde y cruel. No hay lugar a dudas ¡Y que lo escuche gobernación! ¡Que lo escuche Peña Nieto! ¡Que lo escuche el procurador! ¡Y que lo escuche quien lo quiera escuchar en este país y fuera de él! Este asesinato fue producto del trabajo de Javier (…) Aquí hay una acción criminal en donde no queda clara la frontera ¿quién es quién hoy en Sinaloa? ¿Quién es quién hoy en el país? ¿Quiénes son los delincuentes y quienes son el gobierno? ¿Quiénes son la autoridad y quienes mandan en serio? (…) ¡No al silencio! ¡No a la autocensura! ¡No al miedo! Aquí juntos tenemos que darnos valor. Para seguir informando, reportando, investigando, denunciando y opinando (…) ¡Tenemos que convencer a la sociedad de que esto es importante! ¡Tenemos que convencer a la sociedad de que la muerte de un periodista es la muerte de la sociedad! Es la muerte de nuestras libertades, es la muerte de un intento de democracia y de vivir en armonía (…) Necesitamos un Estado que cumpla con su obligación principal ¡Es el Estado el responsable de nuestra seguridad! ¡Es el Estado el responsable de que ocurran estas cosas y que queden en la impunidad! ¡Es al Estado al que hay que exigir! Ese Estado que se tambalea. Ese Estado cortado. Ese Estado ineficiente. Ese Estado metido por la delincuencia ¡Es a ese Estado al que tenemos que reclamar! (…) Hoy el retrato de México tiene cara de periodista asesinado”, concluyó la reportera.

Después de esto, Carmen se despidió de Lydia, y quien estas líneas escribe se fue detrás de la primera, para escuchar lo que comentaba a la prensa. Los reporteros presentes gritaban “¡bravo Carmen!” mientras ella caminaba asediada por los micrófonos y las cámaras.

“¿Quién gana metiéndole miedo a los periodistas?”, le preguntó un reportero.

“Gana la delincuencia y gana un gobierno corrupto que no quiere que se informe. Básicamente tenemos a dos ganadores con una prensa silenciada”, respondió Aristegui.

“Hemos estado en una tolerancia absurda de un caso tras otro. Espero que México y los periodistas hayamos llegado al límite y elevemos absolutamente el nivel de exigencia a quien tiene la obligación de esclarecer estos crímenes que es el Estado mexicano“, afirmó ante el cuestionamiento de otro colega.

De entre los reporteros emergió el periodista Jenaro Villamil, de la revista Proceso. Al verlo, Carmen se detuvo y respondió a sus preguntas sin moverse de sitio.

“Desde hace rato que tenemos una crisis profunda. En esta crisis hay varios ingredientes. Uno de ellos el tema de la libertad de prensa, otro la dificultad que existe en México de informar y de opinar libremente, porque hay demasiadas conspiraciones en contra de la prensa independiente. Ya sea asesinando al periodista, empleando la censura o provocando la autocensura, o bien, acosando judicialmente. Hay muchas maneras en que en México se está acosando la libre expresión y eso es un síntoma gravísimo de esta crisis de la democracia”, le comentó.

Era de pensar que un automóvil esperaba a Carmen para llevarla a CNN, en el Paseo de la Reforma, sobre todo por cierta lógica de seguridad. Sin embargo, la periodista decidió irse caminando por las desiertas calles del a Colonia Juárez rodeada solo por su productora, tres amigos que la acompañaban y este reportero.

En el trayecto Aristegui no ocultó la impresión que le había causado la muerte de Valdez, y recordó a Miriam Rodríguez, asesinada una semana antes en Tamaulipas.

Tras la caminata regresé a la manifestación, donde encontré antorchas prendidas de las que colgaban las fotografías de algunos de los periodistas asesinados, así como numerosas pancartas colocadas en las rejas de la Secretaría de Gobernación, en cuya fachada se estaban proyectando mensajes y fotografías de Javier Valdez.

De entre la multitud destacaban el actor Diego Luna, con una gorra negra para confundirse entre los manifestantes, la académica Denise Dresser, quien concedía entrevistas a cuanto periodista se lo pidiera, y la periodista Laura Castellanos, quien denunció hace unos meses la masacre cometida por los policías federales en contra de la población civil en Apatzingán en 2015.

Finalmente, vi a Lydia Cacho atendiendo a un periodista de televisión. La entrevista la dio abrazando en todo momento el libro Narcoperiodismo , de Valdez.

Al despedirme de Cacho recordé que en realidad en sus palabras no había expresado su sentir por este asesinato. Todo se lo había guardado, pero fiel a su estilo, no se iba a callar.

No somos la madre Teresa

A la mañana siguiente se llevó a cabo una conferencia de prensa en las oficinas del grupo editorial Penguin Random House, misma que se había anunciado desde hacía varios días para la presentación del libro “La Ira de México. Siete voces contra la impunidad”, del que Lydia forma parte.

Los periodistas que presentaban el libro eran Diego Enrique Osorno, el colombiano Felipe Restrepo Pombo y Cacho.

A la izquierda de los tres periodistas que presentaban el libro, fue colocada una fotografía de Javier Valdez acompañada de un arreglo floral. Era palpable la tristeza en la sala.

Lydia puso en la mesa frente a sí la misma copia de “Narcoperiodismo” que la había acompañado en los momentos de emoción la noche anterior, cuando se limitó a leer unos fragmentos de sus páginas. Todo lo que tenía que decir lo guardó para este segundo encuentro.

“Creo que esta sensación que tuvimos anoche quienes estuvimos frente a la Secretaría de Gobernación con la bandera de luto, es el triunfo de quienes nos quieren muertas y muertos. Es el triunfo de la delincuencia organizada, del narcopoder, de la narcopolitica. Creo que lo disfrutan, y creo que nos quieren deprimidos, aplastados y tirados. Nos quieren víctimas propiciatorias, y también nos quieren como la Madre Teresa, pero yo no estoy aquí para dar hasta que me duela. Yo no estoy aquí trabajando para sufrir”, afirmó la periodista con contundencia.

“Javier se sentía muy seguro – comentó –. Él me decía que éramos de los últimos de nuestra generación de los supuestamente blindados y que a nosotros no nos iba a pasar nada, que teníamos que proteger a las y los jóvenes periodistas que no están blindados, que no tienen premios, que no tienen reconocimiento internacional. Mi discusión con Javier fue justamente esa. Tú no puedes decir, después de que mataron a Miroslava, que vas a abrir el pecho para ponerte al frente. Si las y los periodistas no nos salimos del discurso de la víctima propiciatoria, el Estado va a seguir diciendo que nosotros nos ponemos ahí como tiros al blanco”.

Cacho, como un gran número de periodistas en México es freelancer. Según dice, “nos hemos tenido que salir de los medios por razones obvias, porque tenemos unas condiciones de trabajo precarias y ningún tipo de protección. ¿Qué tipo de protección están dando estos medios? ¿Cómo protegen? ¡Esas son las verdades que tenemos que empezar a decir! No podemos estar de este lado diciendo las verdades de la sociedad y no decir las verdades del periodismo”, espetó.

Entonces la periodista comenzó a hacer una autocrítica del gremio partiendo de los dueños de los medios, partiendo del salario pues a los corresponsales en este país les pagan $300 o $400 pesos por nota publicada (entre $15 y $20 dólares), y esto cuando llegan a pagar. Cacho prosiguió asegurando que los ataques entre periodistas por diferencias de pensamiento o por estigmas por los medios en que trabajan son “una monumental pendejada”.

“No estamos para hacer eso. Vean cómo han logrado dividirnos”, denunció.

Sobre el refugio que el gobierno capitalino construyó para proteger a los periodistas amenazados, la periodista dijo que es “una farsa monumental”.

“No es un refugio. No protege a nadie. ¿Dónde demonios está el refugio que pudo evitar que Javier fuera asesinado? Ellos sí necesitaban un espacio de alta seguridad durante dos o tres semanas para que nosotros, quienes estábamos en ese momento ayudando a hacer un análisis del riesgo, pudiéramos protegerles. Cuando una revista o un periódico dice ‘tenemos que sacar a un periodista’ ¡lo sacamos entre nosotros! Esa es la verdad. Nos llaman y les decimos ‘vente’. Mi casa se ha ido convirtiendo en un refugio para muchos colegas de otros estados de la república, lo mismo que pasa con las casas de muchos de nosotros. En el momento tenemos que decir ‘sácalos de ahí, saca a su esposa, a sus hijos’, esas son reacciones que ya conocemos, que sabemos hacer. Esos protocolos la mayoría los sabemos y quienes no los saben los deben estudiar”, aseguró.

Finalmente, ante el cuestionamiento de una reportera sobre “para qué nos sirve la muerte de Javier”, la respuesta de Lydia fue contundente.

“No nos sirve de nada su muerte. Nos servía más su vida”.