Nelson Mandela se volvió inmortal

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El mundo se estremeció ayer con una noticia esperada, inevitable. La magnitud y la trascendencia, y no la novedad, es lo que constituyen esta noticia.

Falleció Nelson Mandela. O, mejor dicho, ya se volvió inmortal.

Está más allá de lo común porque supo vencer, ser y perdonar.

Un hombre que padeció los rigores extremos de la cárcel sin haber cometido delito alguno; se le persiguió y privó de su libertad por tener el coraje de oponerse a un sistema de discriminación basado en una de las “razones” más absurdas: el color de la piel.

Ni los abusos de que fue víctima en la prisión de la isla de Robben ni el aislamiento que le impusieron fueron suficientes para doblegar su convicción de que era justa su lucha contra el sistema segregacionista establecido en 1948.

Al final, se impuso Mandela.

Entre las muchas cualidades que hay que destacar de este gran ser humano, está la enorme sabiduría que empleó una vez que, ya libre, fue elegido primer presidente negro de la nueva Sudáfrica, una democracia multirracial. Tuvo la entereza de acceder al poder no para ajustar cuentas con sus opresores ni para alentar una revancha, sino para luchar por la reconciliación de toda una nación.

Otra gran virtud: llegó al poder, pero no para perpetuarse. Lo ejerció durante un quinquenio y pudo ser reelegido (incluso con votos de la minoría blanca), pero Mandela tenía claro que su papel era tender ese puente de transición entre el pasado de discriminación y el presente de participación. Al contrario de lo que es moneda común en África y muchos países del tercer mundo (veámoslo en América Latina), para Mandela el poder no era un fin en sí mismo, ni una golosina (como sí le ocurrió a otro luchador contra la opresión blanca –Robert Mugabe– que terminó convirtiéndose en otro dictador más en África).

Con esta actitud, Mandela, como Gandhi, entró en el terreno de los inmortales, de esos seres humanos cuya vida y conducta se tornan en un punto de referencia infaltable, no porque los idolatremos, sino porque, pese a su condición humana –ergo imperfecta–, supieron imponerse a sus propias debilidades y resistir tentaciones.

De la cárcel de la isla de Robben emergió, en 1990, un hombre sumamente fuerte, que venció sin oprimir, que venció sin caer en el envanecimiento, que supo entender su momento y, lo más grande y noble: supo alejarse para que otros siguieran lo que él había iniciado. No se creyó indispensable.

Este es mi tributo.