Balas contra los muchachos

Autobuses con estudiantes llegaron a una histórica ciudad en México y la Policía los tiroteó. Luego llegó la crisis: cinco muertos, 43 desaparecidos, la noticia de un alcalde en fuga y un país que arde en indignación

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Clemente Rodríguez pregunta todos los días por su hijo Cristian Alfonso, de 19 años, quien acababa de matricularse en la Escuela Normal Rural de Ayotzinapa. La prensa nos ha espantado diligentemente con su caso y el de otros 42 estudiantes que desaparecieron en México, en Iguala, para ser más precisos, una ciudad extraña para aquellos muchachos.

Después de la desaparición, ocurrida el 26 de setiembre, se descubrieron cinco fosas comunes con 28 cuerpos semicalcinados. En el relato de la periodista Marcela Turati , una lluvia tuvo la precaución de apagar el fuego que borraría toda posibilidad de identificar los cuerpos. La reportera subió por el camino a aquel matadero humano, y pinta un lienzo naturalista. “Caminar. Subir. El único ruido es el de la propia respiración y la orquesta de insectos. Hasta que se llega al lugar marcado por las moscas, el inconfundible sitio de la muerte”, relata en la revista Proceso .

El fin de semana pasado, la prensa se fue a dormir con una seguridad fatal: aquel cerro había sido el final de los estudiantes pobres. Mas no lo era.

A mediados de semana, las autoridades revelaron que los cuerpos encontrados en las fosas no eran de los normalistas. Aquello tiñó las noticias de una alegría rara, cercana a la esperanza para los Clementes Rodríguez que ruegan por la aparición de sus hijos con vida. Sin embargo, la noticia también abrió una ventana más tétrica sobre una realidad de balas y corrupción, de poder y torturas.

¿Quiénes realmente estaban en ese entierro? No se sabe. ¿Qué clase de sitio tiene tantas fosas comunes que, al abrirlas, se encuentran muertos que ni siquiera se estaban buscando? El sur de México.

Guerrero es el estado más pobre de este país y, actualmente, el más violento . Este es el escenario en donde ya se sabe que la Policía secuestró a los muchachos, actuando como subordinada o en coordinación con una banda de narcotraficantes. Aquí también es en donde un alcalde se dio a la fuga.

Unos estudiantes paupérrimos no parecen calzar en el cuadro de las intrigas de la narcopolítica mexicana. No hay respuestas claras, pero se tejen hipótesis.

El político

La ciudad de Iguala –la tercera en importancia en Guerrero– está a un poco más de tres horas de Ayotzinapa, sede de la Escuela Normal Rural Raúl Isidro Burgos, de donde venían los muchachos, y de la cual ya tendremos tiempo de hablar.

Si aspirásemos solo a tener corta memoria, deberíamos saber que el alcalde de Iguala, José Luis Abarca, fue acusado por el asesinato de un opositor político, cometido en mayo del 2013.

Para muchos, la figura de este jefe de Gobierno representa lo peor de la política mexicana. Abarca empezó su fortuna como vendedor de vestidos de quinceañera, y se convirtió después en vendedor de joyas.

Se lo acusa de usar su poder para amasar fortuna, para mimar pandillas del narcotráfico y para burlar la ley. No obstante, medios como Los Angeles Times, señalan a su esposa , María de los Ángeles Pineda como la persona que podría estar moviendo los hilos detrás del poder.

Tres hermanos de ella fueron tenientes en el cartel de los Beltrán Leiva; y actualmente, su hermano, Alberto El Borrado Pineda, es la cabeza de la pandilla emergente Guerreros Unidos, que trata de controlar el negocio de las drogas en el estado.

A Abarca se lo acusa de haber secuestrado y asesinado al activista de izquierda Arturo Hernández. Un testigo identificó al propio Pineda como autor del crimen, pero el caso se estancó y el crimen permanece impune.

El mes pasado, la esposa de Hernández, Sofía Mendoza, ofreció testimonio sobre la inacción del Estado ante la Comisión Interamericana de Derechos Humanos, tres días después de la desaparición de los estudiantes a manos de la Policía de la ciudad.

Todo esto es historia reciente, pero entender que un fenómeno como este pudiera surgir en un estado como Guerrero requiere de un mayor esfuerzo de memoria.

Guerrero

Cada vez que uno saluda a la consultora mexicana en derechos humanos Alejandra Nuño, ella responde con un sarcasmo amistoso: “Yo, aquí, descansando en este país en donde no pasa nada”.

En conversación con Revista Dominical, ella explica que, para entender los hechos en Iguala, se debe apelar a un contexto amplio, que empieza por la penetración del narco en la política, en los cuerpos de seguridad y en las instituciones judiciales.

Desde los tiempos de la llamada “dictadura perfecta” del Partido Revolucionario Institucional, ya se sabía de esta impregnación. Con el cambio de siglo, y ya con otro partido en el poder, los nuevos políticos no pudieron contener la ola criminal, y se le dio una cuestionadísima respuesta militar al narcotráfico (conflicto que suma más de 50.000 muertos ), con lo cual se dispararon las violaciones a los derechos humanos. Además, los carteles tradicionales se empezaron a escindir, lo que aumentó los conflictos y la crueldad entre las agrupaciones criminales.

Este es el contexto general en muchos estados de la federación, pero Guerrero y sus vecinos tienen características particulares.

“Esta región (el sur de México) históricamente ha sido la más abandonada. Los estados de Guerrero, Chiapas y Oaxaca tienen una mayor cantidad de población indígena”, explica Nuño.

En el caso de Guerrero, la periodista independiente Concepción Peralta también recuerda que los crímenes del secuestro y la extorsión han sabido florecer. Por otra parte, la reportera cuenta que allí, en los 70, se concentró la llamada “guerra sucia” del Estado en contra de miembros de guerrillas.

Nuño agrega que este estado tiene el récord de la mayor cantidad de desapariciones forzadas en el país –método usado primero por agentes del Estado y luego por narcos–, y recuerda que cuatro de las siete sentencias de la Corte Interamericana de Derechos Humanos contra México obedecen a casos ocurridos en Guerrero, en 1974, 1999 y el 2002.

Además, en los 90, este fue escenario de dos sonadas masacres: la de Aguas Blancas (1997), en contra de campesinos; y la de El Charco (1998), contra una agrupación guerrillera.

“Ayotzinapa es un ejemplo de una efervescencia que lleva décadas fraguándose”, dice Nuño.

En Guerrero está Iguala: la histórica ciudad en donde Agustín de Iturbide proclamó la independencia de México en 1821, la “cuna de la Bandera Nacional”, y donde, hace tres semanas unos estudiantes pobres serían recibidos a balazos.

Eran estudiantes

Dentro de la larga historia de luchas sociales en el sur de México, la Escuela Normal Rural de Ayotzinapa ha jugado un papel protagónico.

De aquella escuela salió, por ejemplo, Lucio Cabañas, quien a finales de los 60 y principios de los 70, fundó y dirigió el Partido de los Pobres, una organización subversiva que en 1974 secuestró a uno de los principales políticos del estado. Cabañas murió luego en un enfrentamiento con las autoridades, ya sea producto de un suicidio o de un asesinato, dependiendo de a quién se le pregunte.

Los “ayotzinapos” –como se les llama a estos estudiantes que se convertirán en maestros en las zonas más apartadas del país– no son apreciados por los políticos ni por los medios de comunicación, según Concepción Peralta.

De hecho, a finales del 2011, dos estudiantes resultaron muertos a manos de agentes del Estado cuando un grupo de manifestantes bloqueó la Autopista del Sol: la principal arteria que une el D. F. con Acapulco.

Este es el antecedente más próximo de lo que sucedió el pasado 27 de setiembre. Aquel día, los estudiantes se dirigían a Iguala a lo que los mexicanos llaman “botear”: pedir dinero en las calles, para financiar su participación en la manifestación anual del 2 de octubre en el Distrito Federal. Los jóvenes habían robado autobuses para transportarse hasta Iguala, pero fueron interceptados a balazos por miembros de Guerreros Unidos, y posteriormente por la Policía.

Esta extraña –y descaradamente manifiesta– mancuerna entre los narcotraficantes y los municipales ha sido uno de los estruendos más indignantes del suceso.

Se reporta que fueron dos ataques distintos, en cuyas emboscadas murieron tres estudiantes y tres transeúntes. La Policía detuvo a 43 muchachos que nunca fueron presentados ante las autoridades judiciales. Un miembro de Guerreros Unidos, que fue detenido, confesó que él sabe del asesinato de al menos 17 de ellos.

El fiscal del Estado ha señalado como responsable de la desaparición de los estudiantes al alcalde José Luis Abarca, quien se ha fugado junto a su esposa y a su jefe de Policía Municipal.

Algunas hipótesis señalan que el alcalde habría querido evitar que los “ayotzinapos” llegaran a “hacer problemas” a la ciudad. Un informe, citado por AFP, indica que habría sido María de los Ángeles Pineda, su esposa, quien instruyó la represión, al temer que interrumpieran un discurso que ella debía dar ese día.

Alejandra Nuño recuerda que, en casos similares de violencia, los perpetradores suelen cometer este tipo de crímenes simplemente “porque pueden”.

“No es que las personas que hacen esto se imaginan que no les va a pasar nada, es que en los hechos no les pasa nada”, comenta sobre la gran impunidad que existe en ciertos estados de México.

El escándalo ha alcanzado niveles atronadores, incluso para un país acostumbrado a las malas noticias. Hasta el jueves, al cierre de esta edición, más de 30 personas habían sido detenidas por el caso, entre ellas, 26 policías.

Las protestas se han multiplicado en Guerrero y en el Distrito Federal, algunas de ellas con manifestaciones violentas. Activistas de diversa índole piden la cabeza del gobernador guerrerense, Ángel Aguirre. El Gobierno Federal de Enrique Peña Nieto se desmarcó en un principio del suceso, pero finalmente, y ante la presión, expresó que resolverá el problema “tope donde tope”.

Concepción Peralta dice que, actualmente, en Iguala, ella percibe dos ambientes: por un lado hay muchos voluntarios que se han unido a grupos de búsqueda de los normalistas; por el otro, se percibe mucho agotamiento.

“La gente está cansada de tanto que ha aguantado, de los abusos, de la corrupción y de la inseguridad”, cuenta la periodista.

Al momento de escribir estas líneas, ya se habían encontrado 19 fosas. Tantos entierros clandestinos, sean o no para los estudiantes, solo pueden erizar la piel. Es demasiado olor a muerte.

ACLARACIÓN: Una versión anterior de esta nota consignaba que habían sido 5, y no 6, los muertos en las balaceras en Iguala, además de que se decía que aquellas muertes ocurrieron en un solo ataque, cuando se produjeron en dos.