Colombia, rehén de su propia guerra

Durante las últimas cinco décadas, el país suramericano ha padecido un conflicto militar en el que se conjugan muchos actores e igual número de intereses. La paz, de momento, sigue siendo un objetivo distante. Conversamos con varios colombianos que han pasado su vida entera bajo la sombra de la guerra, un pleito que llevan en sus historias y su piel, como si se tratara de una medalla militar.

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Voló una granada. Luego un cohete y, después, gas. Una y otra vez, una lluvia de muerte recubrió el cielo durante la madrugada de Mitú, en el sureste de Colombia. Esa sería la última vez en doce años que el General Luis Mendieta sabría lo que es la libertad.

Durante más de 60 horas consecutivas, él y los 120 policías a los que comandaba soportarían un asedio de más de 1.000 guerrilleros de las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC). Era el día primero de noviembre de 1998, fecha que marcaría uno de los mayores y más crudos ataques en la historia de las cinco décadas por las que se ha extendido el conflicto armado en el país sudamericano.

Ese día, las FARC destruyeron casi todo el pueblo de Mitú. Quedaron en escombros casas de la población, la comandancia de la policía y el Registro, la Alcaldía, los juzgados, el colegio, la Caja Agraria, una institución financiera. También quedaron en el piso 150 muertos y 200 heridos; fueron secuestrados un total de 61 rehenes, uno de los cuales fue el General Luis Mendieta.

El General, hoy de 59 años, se convirtió en el oficial militar de mayor rango que llegó a estar bajo el secuestro de las FARC. Durante doce años, Mendieta estuvo sujeto a las torturas –físicas y psicológicas– de la guerrilla. Calcula que fueron unos nueve años los que pasó con cadenas en su cuerpo.

En conversación telefónica me cuenta, también, de los tres meses de marcha forzada que comenzaba a las 4 o 5 de la mañana y se extendía hasta más allá de las cuatro de la tarde, atravesando montaña y río, mientras los guerrilleros escapaban del asedio del ejército colombiano.En ocasiones, esas caminatas se extendieron hasta bien entrada la noche.

Sin embargo, con todo y lo inhumano de sus castigos físicos, nada se compara a cuando, solo siete meses antes de ser rescatado por las fuerzas militares de Colombia, Mendieta escuchó decir a sus compañeros de cautiverio –54 de los 61 secuestrados ya habían sido liberados– que su hijo, José Luis, había fallecido en un accidente de tránsito, según contaban los guerrilleros.

Durante siete meses, Mendieta tuvo el corazón destrozado. Poco importaba su propio padecimiento. Pero la carga de que su hijo ya no estaba vivo era demasiado fuerte para soportar.

Su voz se emociona al recordar el domingo 13 de junio del 2010. Ese día, el de su regreso a la vida, Mendieta solo tenía una pregunta. Dónde está José Luis. Se lo preguntó a los coroneles Enrique Murillo y William Donato, que llegaron a recibirlo tras el operativo que consiguió su liberación. Se lo preguntó al sargento Arbey Delgado. Se lo preguntó a María Teresa, su esposa. Dónde está José Luis. Dónde está mi hijo.

“Aquí está, este es José Luis”, contestó ella.

Guerra para todos

Comprender el conflicto militar de Colombia no es particularmente sencillo. No está del todo claro por qué comenzó la guerra, aunque la tenencia de tierra es quizás el principal punto de discordia entre las distintas partes. Durante toda la segunda mitad del siglo XX, el territorio colombiano ha sido reclamado, casi siempre de forma sangrienta, por varios frentes, como la guerrilla y el Estado.

Además, a lo largo de más de 50 años de conflicto, una larga cola de actores han tomado participación. Las FARC, fundadas en 1964, son el principal grupo rebelde, que llegó a tener 16.000 guerrilleros en la década de los noventa –su período de mayor expansión–; ahora mismo, numeran 7.000 combatientes. En ese mismo año se creó el Ejército de Liberación Nacional, todavía activo. También operaron el Movimiento 19 de abril y el Ejército Popular de Liberación, todos ellos de izquierda.

Igualmente han entrado en conflicto grupos paramilitares de derecha, que surgieron en los años ochenta para combatir a las guerrillas. Se desmovilizaron entre el 2003 y el 2006, durante el gobierno de Álvaro Uribe; sin embargo, todavía persisten activos muchos de sus miembros, aunque ahora son consideradas bandas criminales por las autoridades colombianas.

El enfrentamiento de las guerrillas ha sido frontal en contra de las fuerzas estatales, quienes en ocasiones han llegado a actuar en coordinación con las milicias irregulares de derecha.

Finalmente, otro grupo entró en escena durante la década de 1980, y no de forma menor. Los cárteles del narcotráfico colombianos transformaron el rostro del país y la dinámica de la guerra. El negocio de las drogas se convirtió en el motor y la fuente de financiamiento de los grupos armados ilegales de uno y otro bando.

En el medio de esos conflictos, de esos enfrentamientos mortales, de esa vida marcada por la muerte y el dolor, quedaron los ciudadanos del país. Ciudadanos como Tatiana Benítez, cuya vida ha estado marcada a sangre por los enfrentamientos y por la degeneración violenta de Colombia.

Cuenta Tatiana que el primero fue su hermano, hace 17 años. Él se fue a vivir al Chocó, un departamento occidental del país. Allí, junto a su mujer, tenía una panadería. También tenía una lancha, de la que se valía para conseguir un ingreso extra realizando fletes y viajes particulares.

Uno de esos viajes fue su último. Le hizo un flete a un señor quien, según se descubrió, tenía problemas con los guerrilleros. A ambos los desaparecieron. “Nunca encontramos su cuerpo”, cuenta Benítez. “No tenemos una tumba sobre la cual llorar”.

Solo unos meses más tarde, la tragedia de la guerra regresó a la vida de Tatiana. Su primo quedó atrapado en medio de una balacera que enfrentó a la policía y los grupos armados. “Había disparos a todas horas”, recuerda Benítez. Dice que a veces sonaban balas y “uno no sabía quién se podía haber muerto”. Entre los años 2005 y 2007, dice, se dieron los hechos más duros, más crudos.

El pico de la crueldad, eso sí, se presentó el 10 de mayo del 2007. A la puerta de su casa llegaron miembros de grupos armados. Su esposo, Jairo, se levantó y, antes de abrir la puerta, se volteó hacia ella y la abrazó. “Si algo me pasa, quiero que sepas que te amé mucho”. Tatiana, asustada y con cinco meses de embarazo, le preguntó qué ocurría.

Jairo no contestó.

Media hora más tarde, se escucharon, a 500 metros de su casa, los disparos que acabaron con la vida de su esposo. Ese día, dice Tatiana, parte de ella también murió. Ese día, dice Tatiana, fue el momento más duro de su vida.

“Bueno, hay otro momento del que todavía no me gusta hablar. Vinieron unos paramilitares a mi casa y, bueno. Usted se imaginará”.

***

La depresión se apoderó de la vida de Benítez, que se encerró en su casa. Estaba agotada por la tristeza y por el sin sentido de vivir en un mundo en el que solo podía ver violencia y agresión, odio.

Fueron sus hijas, y la necesidad de crear una vida para ellas, la que la ayudó a levantarse. Encontró un respiro en el canto y en la música. Ahora, Benítez canta en un grupo de música tradicional y se siente feliz de haber encontrado esperanza para ella y para otras personas que han pasado por situaciones igualmente dolorosas. No es vano: se estima que en los 52 años de conflicto militar, se han registrado unos seis millones de víctimas afectadas.

El arte ha sido un escape para muchos como Tatiana; para otros, lo ha sido el deporte y demás actividades. Pero no todos han encontrado ese alivio, y quienes lo han hecho no se sienten satisfechos por completo. Algunas heridas no se borran nunca.

“Todavía tengo malos días”, cuenta Tatiana. “A veces, todavía, me caigo. Pero bueno, mi abuela dice que es igual morirse 30 que morirse 31, entonces qué más da”.

¿Paz posible?

El día 26 de setiembre de este año, las fotografías mostraron una tarde fresca frente al mar. La Heroica, Cartagena de Indias, ciudad de leyenda enclavada en el caribe colombiano, recibió a 2.500 personas vestidas de blanco, congregadas para presenciar una firma y un momento histórico.

Juan Manuel Santos y Rodrigo Londoño Echeverri se pararon en un escenario, acompañados por otros personajes y frente a cámaras de televisión que transmitían para todo el planeta. Ambos se estrecharon sus manos y ambos utilizaron un “balígrafo”: un bolígrafo fabricado a partir de una bala.

Santos y Londoño –quien también responde al alias de Timochenko– se dirigieron al público que los veía y escuchaba. Santos y Londoño prometieron paz. Uno, presidente de Colombia, y otros, líder de las FARC, estamparon su firma en un acuerdo de paz que concluiría con décadas de guerra constante en el país suramericano.

Ese acuerdo se alcanzó luego de cuatro años de negociaciones. Los diálogos entre ambas partes se realizaron en La Habana, donde representantes de los gobiernos de Noruega y Cuba participaron en condición de garantes, y Venezuela y Chile como acompañantes.

“Todo ese tiempo de campaña lo dedicamos a reunirnos con empresarios, colegios y otros espacios, donde hemos estado explicando por qué es necesario el acuerdo y de qué manera participamos las víctimas en los diálogos de La Habana”, cuenta José Antequera, un activista colombiano que estuvo presente en la capital cubana durante la discusión del acuerdo.

El trabajo de Antequera y sus compañeros fue fundamental y monumental. Suya era la responsabilidad de representar a los más de seis millones de víctimas que el conflicto ha dejado a lo largo de su historia. Su labor los tiene como nominados al Premio Nobel de la Paz.

Como equipo, saben que la implementación de un acuerdo de paz no es cosa sencilla. El de La Habana está lejos de ser el primero que se intentó poner en práctica. Ha habido al menos tres otros esfuerzos por concluir con el conflicto, que no llegaron a buen puerto.

Los más recientes se llevaron a cabo en 1991 y 1999. Ambos, empero, se discutieron en medio de dificultades y tropiezos, lo cual elevó las tensiones y las hostilidades, y finalmente concluyó cualquier intento de paz.

Sin embargo, puede que el intento de paz más importante para José Antequera, además del actual, haya sido el de la primera mitad de los años ochenta. En ese momento, se intentó englobar las propuestas legales de las guerrillas bajo la bandera de un partido político, llamado Unión Patriótica. La intención era acallar las armas y limitarse al debate y a la discusión democrática.

En 1989, Unión Patriótica era dirigida por un activista y político de izquierda también llamado José Antequera, padre del actual activista. En 1989, Antequera padre fue asesinado en el aeropuerto El Dorado, de Bogotá. Su muerte se le achaca a una alianza entre grupos paramilitares, organismos de seguridad del Estado y narcotraficantes.

“He comprendido el asesinato de mi padre como una experiencia que tenía que suceder para que yo trabajara por la paz”, cuenta ahora Antequera hijo. “Mi padre fue asesinado porque se intentó armar un partido para que las FARC pudieran tomar parte en la vida política del país”.

Cuenta Antequera que en el 2005, se conformó una organización llamada Hijos, que se reunió para conmemorar y recordar hechos dolorosos sucedidos durante el conflicto y que les concernían de una u otra forma.

Dice que lo impactó encontrar a otras personas con historias de dolor similares a la suya, jóvenes que había vivido lo mismo que él.

Así fue como sintió el impulso de encontrar sentido al sufrimiento. “La única manera de encontrar solución a la guerra es encontrar un acuerdo de paz que signifique reformas que ayuden a solucionar los problemas del país”.

País para todos

A las 2:09 de la tarde del primero de febrero del 2012, la vida en Tumaco ya era bastante agitada. El pequeño municipio, ubicado al extremo oeste de Colombia, frente a las olas del Pacífico, ha estado enfrascado en momentos atroces del conflicto militar durante décadas. Tanto así que, de una población total de 200.000 habitantes, 136.000 están registrados de forma oficial como víctimas.

De acuerdo con la legislación colombiana, una víctima es aquella persona que hubiera sufrido un daño como consecuencia de violaciones de los derechos humanos, ocurridas con posterioridad al 1° de enero de 1985 en el marco del conflicto. Allí se incluyen homicidios, desaparición forzada, desplazamiento, violaciones sexuales y otros delitos contra la libertad e integridad sexual, secuestro, despojo de tierras, minas antipersonal y otros métodos de guerra ilícitos, ataques contra la población civil y falsos positivos. ataques contra la población civil y falsos positivos).

Sin embargo, tal como lo explica Karen Betancourt, de la Casa de la memoria de la costa pacífica nariñense, no hay quien se escapa a haber padecido los embistes de la guerra.

Ya ella los había sentido desde muy joven. Cuenta que, entre 1998 y el 2001, la actividad paramilitar en la zona se encrudeció. Aumentaron no solo las muertes sino la crueldad de estas.

“Llegaban a matar a alguien con una motosierra, a plena luz del día, en una calle pública, rodeados de testigos”, recuerda. “En el sector de Tigre lleganban a dejar tirados cuerpos”. Las autoridades recogían hasta 24 cuerpos por día: un asesinato por hora.

Tal fue el grado de la tragedia que la muerte se convirtió en parte de la cotidianidad de Tumaco y, por extensión, de toda Colombia. Banalizamos la muerte, asegura Betancourt. “Decíamos 'qué bueno, hoy solo hubo dos muertos'”.

Así era la vida a las 2:09 de la tarde del primero de febrero del 2012 para Karen Betancourt. Luego, el minutero del reloj alcanzó el 12 y una bomba se activó en la estación de policía de Tumaco. Karen vivía a 150 metros del lugar, apenas.

A 150 metros de su casa, ese atentado dejó 9 muertos y al menos 86 heridos. También hubo fuertes daños materiales y, por supuesto, psicológicos. La bomba fue calificada como el peor ataque registrado en el país durante los últimos años.

“Ese fue el momento en que la gente de Tumaco recobró consciencia de la magnitud del conflicto y de la necesidad de alcanzar la paz”, comenta Betancourt. La violencia de los constantes ataques y encuentros entre autoridades, guerrillas y otros grupos criminales (así como del narcotráfico) ha tenido consecuencias que todavía se siguen desarrollando en todos los extremos del país, sobre todo en aquellos que están en un mayor estado de abandono por parte del gobierno, como sucede en lugares como Tumaco, donde viven 60.000 desplazados.

Betancourt insiste en que la mejor forma de aliviar el conflicto es alcanzando la paz y brindando oportunidades para todos. “Aquí cabemos todos”, subraya. Precisamente la misión de la Casa de la memoria, además de exponer la riqueza cultural de Tumaco, es honrarla y dignificar a quienes han caído como consecuencia del conflicto, pero con miras a no volver a cometer los errores del pasado.

Esa misma intención fue la que impulsó el acuerdo de paz de La Habana que, sin embargo, no contó con el beneplácito del pueblo, que se manifestó en su contra el pasado domingo durante una consulta popular. Quienes hicieron campaña en contra del acuerdo aseguran que sí, la paz es el objetivo del país, pero que las condiciones del acuerdo no son justas ni válidas.

Más allá de enfocarse en temas políticos, Betancourt cree que lo que debe imperar es el sentido común y el deseo de progresar como país, de una forma u otra, siempre y cuando se acaba el dolor y el sufrimiento, sobre todo de quienes menos tienen.

“Las personas que forman parte de los grupos ilegales crecieron con nosotros, en nuestros barrios, fuimos amigos. Quizás no tuvieron las mismas posibilidades o fueron obligados a unirse a esos grupos. Lo mismo pasa con la policía. Todos fuimos niños juntos. Todos crecimos juntos”, dice Betancourt. “¿Hasta cuándo vamos a seguir matándonos entre nosotros mismos?”.