Si pudiera hacerlo, revocaría Internet

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Si pudiera hacerlo, revocaría Internet. Es la maravilla tecnológica de la época, pero no es –como se imagina la mayoría de la gente– un símbolo de progreso. Justo lo opuesto. Estaríamos mejor sin ella. Concedo su asombrosa capacidad: el acceso instantáneo a vastas cantidades de información, los placeres de YouTube y iTunes, la conveniencia del GPS y muchas otras cosas más. Pero los beneficios de Internet son relativamente modestos, comparados con otras tecnologías transformadoras del pasado, y conlleva un peligro aterrador: la guerra cibernética. En medio de la controversia de las filtraciones del Organismo Nacional de Seguridad, la ciberguerra se cierne como un inconveniente mucho mayor.

Cuando hablo de ciberguerra me refiero a la capacidad de ciertos grupos –sean o no naciones– de atacar, trastornar y posiblemente destruir las instituciones y redes que apuntalan la vida cotidiana, es decir, redes energéticas, oleoductos, sistemas de comunicación y financieros, documentos de empresas y cadenas de suministro, ferrocarriles y líneas aéreas, bases de datos de todo tipo (desde hospitales a organismos gubernamentales). La lista se extiende más y más. Tantas cosas dependen de Internet que su vulnerabilidad al sabotaje invita a visiones catastróficas de la quiebra del orden y la confianza.

En un informe, el Defense Science Board, grupo consultor del Pentágono, reconoció “asombrosas pérdidas” de información relativas al diseño de armas y métodos de combate, debidas a piratas informáticos (no identificados, pero probablemente, chinos). Los piratas podrían desarmar unidades militares. “Las armas de fuego, misiles y bombas de Estados Unidos podrían no funcionar o podrían ser dirigidas contra nuestros propios efectivos”, expresaba el informe. También pintaba un espectro de caos social producido por un ataque cibernético total. No habría “electricidad, dinero, comunicaciones, TV, radio ni combustible (bombeado eléctricamente). En breve tiempo, los sistemas de distribución de alimentos y medicamentos se volverían ineficaces”.

No sé cuáles son las probabilidades de un Apocalipsis tecnológico de este tipo. Dudo que nadie lo sepa. Los temores podrían ser muy exagerados, como sostiene Thomas Rid, de King College London, en su libro Cyber War Will Not Take Place (La guerra cibernética no tendrá lugar) (publicado ya en Reino Unido, y de próxima publicación en el otoño en Estados Unidos). En nuestra memoria, hemos registrado muchas amenazas que, retrospectivamente, parecen exageradas: la “brecha de misiles” en 1960; el fenómeno Y2K en el 2000 (el cambio de fecha presuntamente inutilizaría muchos chips de computadoras); y, hasta el momento, las profecías de un terrorismo generalizado después del 11/9.

Aún así, Internet crea nuevas vías para el conflicto y el caos. Hasta ahora, los motivos para la piratería –aparte de los activistas políticos decididos a señalar algo– en su mayor parte han sido el robo y espionaje comercial. Entre los delincuentes, “se considera Internet como la manera más fácil y rápida de hacer dinero”, dice Richard Bejtlich, jefe de seguridad de Mandiant, empresa de seguridad cibernética. Recientemente, fiscales federales afirmaron que una banda de ladrones cibernéticos robó $45 millones pirateando bases de datos de tarjetas de débito prepagas y después sacando efectivo de los cajeros automáticos.

El robo de secretos industriales empequeñece el delito común. Entre sus clientes, Mandiant identifica cuatro industrias que reciben la mayor parte de los ataques: la industria aeroespacial y de defensa, 31%; energética, petróleo y gas, 17%; farmacéutica, 15%; y financiera, 11%. Mandiant identificó una unidad del Ejército de Liberación del Pueblo Chino que presuntamente atacó 141 empresas y organizaciones desde el 2006, llevándose “planos tecnológicos, procesos de fabricación de marca registrada, resultados de pruebas, planes comerciales”.

Lo que no está claro es cómo los sistemas de “infraestructura” (redes de electricidad y otros parecidos) han sido penetrados y, cómo, bajo órdenes, podrían verse comprometidos. A mediados de los años 80, la mayoría de estos sistemas estaban autocontenidos. Dependían de líneas telefónicas dedicadas y redes de comunicación privadas. Era difícil infiltrarlos. Desde entonces, muchos sistemas cambiaron a Internet. “Es más barato”, dice James Andrew Lewis, experto en Internet del Center for Strategic and International Studies. Los arquitectos de estas conversiones aparentemente subestimaron los riesgos de sabotaje.

Hasta el momento, ha habido poco. Un incidente muy publicitado ocurrió en el 2012, cuando software hostil ( malware ) infectó lo que se calcula que fueron 30.000 computadoras de Aramco, la compañía de petróleo de Arabia Saudita. Las operaciones comerciales sufrieron, pero la producción y el suministro de petróleo continuaron. Más poderoso fue el virus Stuxnet, según se informó, creado por Estados Unidos e Israel para perturbar el programa nuclear de Irán. El futuro podría ser más tumultuoso. Si Estados Unidos atacara las instalaciones nucleares de Irán, Lewis piensa que Irán tomaría represalias con ataques cibernéticos contra bancos y redes eléctricas. Las noticias informan de que Irán ya ha aumentado sus ataques. Existe una carrera entre la ofensiva y la defensa cibernética.

Todo esto matiza nuestra opinión de Internet. Es cierto, Internet es incesante. Los usos nuevos se propagan rápidamente. Ya, el 56% de los adultos estadounidenses posee teléfonos inteligentes y el 34%, tiene tabletas, según el Pew Internet & American Life Project. Pero el impacto social de Internet es superficial. Imaginen la vida sin Internet. ¿Infligiría, la pérdida del correo electrónico, Facebook y Wikipedia, un cambio fundamental? Ahora imaginen la vida sin algunas innovaciones anteriores: la electricidad, los automóviles, los antibióticos. La vida podría ser radicalmente diferente. Las virtudes de Internet se exageran, sus vicios se minimizan. Es un arma de dos filos que puede estar moviéndose contra nosotros.

ROBERT SAMUELSON inició su carrera como periodista de negocios en The Washington Post, en 1969. Además, fue reportero y columnista de prestigiosas revistas como Newsweek y National Journal.