Obama rompe filas en tema de la desigualdad

Este artículo es exclusivo para suscriptores (3)

Suscríbase para disfrutar de forma ilimitada de contenido exclusivo y confiable.

Subscribe

Ingrese a su cuenta para continuar disfrutando de nuestro contenido


Este artículo es exclusivo para suscriptores (2)

Suscríbase para disfrutar de forma ilimitada de contenido exclusivo y confiable.

Subscribe

Este artículo es exclusivo para suscriptores (1)

Suscríbase para disfrutar de forma ilimitada de contenido exclusivo y confiable.

Subscribe

Buena parte de los comentarios en los medios sobre el discurso del presidente Obama sobre la gran desigualdad fueron cínicos. Uno ya conoce la rutina: se trata solo de otro “refrito” de una vieja historia que no va a llegar a ninguna parte; nada de eso va a tener efecto en las políticas; y así por el estilo. Pero antes de que hablemos del posible impacto político del discurso –o de que no va a tener ninguno– ¿no deberíamos fijarnos en la sustancia? ¿Es cierto lo que el presidente dijo? ¿Es nuevo? Si la respuesta a estas preguntas es sí –y lo es– entonces lo que él dijo merece seria atención.

Y una vez que uno cae en la cuenta de eso, también se percata de que el discurso puede tener mucha mayor importancia de lo que imaginan los cínicos.

Primero que nada, respecto a esas verdades: Obama presentó una perturbadora –y, desafortunadamente, exacta– visión de un Estados Unidos que pierde contacto con sus propios ideales, una tierra otrora de oportunidades que se convierte en una sociedad con una rígida jerarquía de clases. No tenemos solo una creciente brecha entre una minoría rica y el resto de la nación, sino también, declaró, tenemos movilidad disminuyente, conforme se vuelve más y más difícil para los pobres y hasta para la clase media el ascender en la escalera económica. Y ligó la desigualdad creciente con la movilidad en descenso, al afirmar que las historias de Horatio Alger (autor estadounidense conocido por sus novelas sobre muchachos pobres que mediante trabajo, esfuerzo y coraje alcanzan la comodidad de la clase media) se vuelven raras precisamente porque los ricos y el resto están ahora tan distanciados unos de otros.

Este no es un terreno enteramente nuevo para Obama. Lo que me sorprendió del discurso, sin embargo, fue lo que tenía que decir respecto a los orígenes de la desigualdad creciente. Buena parte de nuestras clases políticas y eruditas sigue con devoción la idea de que la creciente desigualdad –que incluso cuestionan sea del todo importante– se debe a que a los trabajadores les faltan habilidades adecuadas y educación. Pero el presidente parece aceptar ahora los argumentos progresistas respecto a que la educación es, en el mejor de los casos, solo una de un gran número de preocupaciones, que la creciente desigualdad de clases en los Estados Unidos refleja en gran parte la toma de decisiones políticas, tal como la falla en cuanto a elevar el sueldo mínimo de acuerdo con la inflación y la productividad.

Y debido a que el presidente estaba dispuesto a echar buena parte de la culpa por la creciente desigualdad a malas políticas, también habló más libremente que en el pasado respecto a formas para cambiar la trayectoria de la nación, incluyendo un aumento en el salario mínimo, la restauración del poder negociador de los trabajadores y el fortalecimiento –no el debilitamiento–, de la red de seguridad.

Y ahí estaba esto: “En lo que a nuestro presupuesto se refiere, no debemos empantanarnos en un manido debate de hace dos o tres años. Un déficit de oportunidades que crece implacablemente constituye una amenaza mayor para nuestro futuro que nuestro cada vez más pequeño déficit fiscal”. ¡Finalmente! Nuestra clase política se ha pasado años obsesionada con un problema ficticio –preocupándose por una deuda y déficits que nunca han significado una amenaza para el futuro de la nación– mientras que no muestra interés en el desempleo y los sueldos empantanados. Obama, me duele decirlo, se tragó ese anzuelo, pero ahora se sacudió de eso.

Bueno, pero ¿algo de esto tiene importancia? La creencia de los eruditos en el momento es que la presidencia de Obama encalló, incluso que él se ha vuelto intrascendente. De hecho, es tonto en al menos tres formas.

Primero, buena parte de la creencia del momento involucra extrapolar el caótico inicio de Obamacare y asumir que las cosas serán iguales durante los próximos tres años. No van a ser así. El programa de atención de la salud está funcionando mucho mejor, la gente se está inscribiendo en números cada vez mayores y todo el enredo va quedando atrás.

Segundo, Obama no se está postulando para reelección. En este momento es necesario que no se le evalúe por los números en las encuestas sino por sus logros, y su reforma en salud, que representa un fortalecimiento de gran envergadura en la red de seguridad social de los Estados Unidos y constituye un gran logro. Se le considerará uno de nuestros presidentes más importantes en el tanto en que pueda defender ese logro y esquivar los intentos por traerse al suelo otras partes de la red de seguridad, como los cupones para alimentos. Y al defender de manera poderosa y convincente que necesitamos una red de seguridad más fuerte para preservar las oportunidades en una era de creciente desigualdad, se está preparando exactamente para tal defensa.

Finalmente, las ideas importan, aunque no se puedan convertir en legislación de la noche a la mañana. El giro equivocado que hemos tomado en política económica –nuestra obsesión con la deuda y las “subvenciones”, cuando debíamos centrarnos en los empleos y las oportunidades– fue, por supuesto, motivado en parte por el poder de los intereses particulares de los ricos. Pero no se trató de poder a secas, los regañones fiscales también se beneficiaron de una especie de monopolio ideológico: durante varios años a uno sencillamente no lo consideraban serio en Washington sino se postraba ante el altar de Alan Simpson y Erskine Bowles (copresidentes de la Comisión de Déficit del presidente Obama, quienes proponían un recorte de gastos y el aumento de impuestos para reducir el déficit federal).

Ahora, sin embargo, tenemos al presidente de los Estados Unidos rompiendo filas, mostrando finalmente ser el progresista que muchos de sus seguidores pensaban que apoyaban en el 2008. Esto va a cambiar el discurso y, creo, eventualmente, las políticas reales.

Por lo tanto, no crea a los cínicos. Este fue un discurso importante de un presidente que todavía puede marcar una gran diferencia.

Traducción de Gerardo Chaves para La Nación

Paul Krugman es profesor de Economía y Asuntos Internacionales en la Universidad de Princeton y premio Nobel de Economía del 2008.