La trampa del euro y la crisis de Europa

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Cuando Grecia declinó, hace casi cuatro años, algunos analistas (dentro de los que me incluyo) pensaron que era posible que estuviéramos viendo el principio del fin del euro, la moneda común europea. Otros eran más optimistas y creían que el amor con rigor –como el de los padres responsables que promueven la responsabilidad en sus hijos–, en la forma de ayuda temporal ligada a una reforma, pronto produciría la recuperación. Ambas tendencias estaban equivocadas. Lo que en realidad resultó fue una crisis continua, que nunca parece alcanzar forma alguna de resolución. Cada vez que Europa parece que está a punto de caer por el precipicio, los definidores de políticas encuentran una forma de evitar el desastre total. Pero, cada vez que hay indicios de una verdadera recuperación, alguna otra cosa sale mal.

Y vamos de nuevo. No hace mucho, funcionarios europeos declaraban que el continente había salido del apuro, que la confianza en el mercado retornaba y que se reanudaba el crecimiento.

Pero ahora hay otra fuente de preocupación, dado que el espectro de la deflación se cierne sobre buena parte de Europa. Y el debate sobre cómo responder se está poniendo cada vez más feo.

Algunos antecedentes: Se supone que el Banco Central Europeo (BCE) –el equivalente europeo a la Reserva Federal– mantenga la inflación cercana al 2%. ¿Por qué no en cero? Por varias razones, pero el punto más importante ahora es que una tasa general de inflación europea que se acerque demasiado a cero se traduciría en deflación real en las turbulentas economías del sur de Europa. Y la deflación tiene desagradables efectos secundarios en lo económico, en especial en países ya afligidos por una alta deuda. Así las cosas, es motivo de gran preocupación que la inflación europea haya empezado a caer muy por debajo de la meta. Durante el último año, los precios al consumidor subieron solo 0,7%, mientras los precios que excluyen los volátiles costos de los alimentos y la energía subieron solamente 0,8%.

Algo había que hacer, por lo que la semana antepasada el BCE redujo las tasas de interés.

En lo que se refiere a las decisiones sobre políticas, esta en particular tuvo el distintivo de ser, tanto obviamente apropiada, como obviamente inadecuada.

La economía de Europa claramente necesita un estímulo, pero la acción del BCE seguramente logrará, en el mejor de los casos, causar un impacto marginal. Sin embargo, fue un movimiento en la dirección correcta.

Mas este paso fue inmensamente controversial, tanto dentro como fuera del BCE. Y la controversia tomó una forma ominosa, al menos para cualquiera que recuerde la terrible historia de Europa. Porque las discusiones sobre la política monetaria europea no son sencillamente una batalla de ideas; de manera creciente, dan la impresión de ser una batalla también entre las naciones.

Por ejemplo, ¿quién votó contra el recorte de las tasas? Los dos miembros alemanes de la junta directiva del BCE, a los que se unieron los líderes de los bancos holandés y austriaco. ¿Quién, fuera del BCE, fue el más severo a la hora de criticar la acción? Economistas alemanes, quienes pusieron énfasis no solo en atacar la sustancia de la acción del banco sino también en enfatizar la nacionalidad de Mario Draghi, el presidente del banco, quien es italiano. El influyente economista Hans-Werner Sinn declaró que Draghi solamente estaba tratando de dar a Italia acceso a préstamos con bajo interés. El economista jefe del semanario informativo WirtschaftsWoche afirmó que el recorte de la tasa era un “decreto de un nuevo Banco de Italia, con sede en Frankfurt”.

Tales insinuaciones son extremadamente injustas para con Draghi, cuyos esfuerzos por contener la crisis del euro han rayado en lo heroico.

Yo me atrevería a decir que el euro probablemente hubiera colapsado en el 2011 o 2012 sin el liderazgo de Draghi. Pero, dejemos de lado las personalidades. Lo que mete miedo aquí es la forma en que esto se está convirtiendo en un enfrentamiento entre teutones y latinos, con el euro –que se suponía uniría a Europa– como elemento disociador.

¿Qué está pasando? En parte tiene que ver con estereotipos nacionales: el público alemán vigila eternamente ante la posibilidad de que esos vagos europeos del sur vayan a huir con el dinero que tanto les ha costado ganar. Pero aquí también hay algo real. Los alemanes sencillamente odian la inflación, pero si el BCE tiene éxito en hacer que la inflación europea promedio vuelva a alrededor del 2%, empujará la inflación en Alemania –que está en auge mientras otras naciones europeas sufren con niveles de desempleo como los de la Depresión– hacia un punto sustancialmente más alto que ese, tal vez del 3% o incluso más.

Puede que esto suene mal, pero es la forma en que se supone que el euro funcione. De hecho, es la forma en que tiene que funcionar. Si se va a compartir una moneda con otros países, a veces hay que esperar una inflación por encima del promedio. En los años anteriores a la crisis financiera global, Alemania tenía inflación baja mientras países como España la tenían relativamente alta. Ahora las reglas del juego requieren que los papeles se inviertan, y el asunto estriba en si Alemania está preparada para aceptar esas reglas. Y la respuesta a esta interrogante no está clara.

Lo verdaderamente triste es que, como dije, se supone que el euro uniría a Europa, tanto en forma material como simbólica. Se suponía que iba a alentar lazos económicos más estrechos, incluso al tiempo que fomentaba un sentido de identidad compartida.

Lo que estamos viendo, sin embargo, es un clima de ira y desdeño, tanto por parte de los acreedores como de los deudores. Y el fin ni siquiera se vislumbra.

Paul Krugman es profesor de Economía y Asuntos Internacionales en la Universidad de Princeton y Premio Nobel de Economía (2008).