La trampa de la timidez

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Parece que en este momento no hay en desarrollo ninguna crisis económica importante y los definidores de las políticas se están congratulando en muchos lugares. En Europa, por ejemplo, se están jactando de la recuperación de España: el país parece listo para crecer este año al menos el doble de lo que se había pronosticado con anterioridad.

Desafortunadamente, eso significa un crecimiento del 1%, por comparación con un 0,5%, en una economía que está profundamente deprimida, con desempleo del 55% entre los jóvenes. El hecho de que esto se pueda considerar una buena noticia sirve para mostrar precisamente lo acostumbrados que nos hemos vuelto a condiciones económicas espantosas.

Nos está yendo peor de lo que cualquiera pudiera haber imaginado hace unos años; sin embargo, la gente parece cada vez más dispuesta a aceptar esta miserable situación como la nueva normalidad.

¿Cómo sucedió esto? Hubo múltiples razones, por supuesto. Pero recientemente he estado pensando mucho en esta pregunta, en parte porque se me ha solicitado analizar una nueva valoración de los esfuerzos de Japón por salirse de la trampa de la deflación. Y argumentaría que una importante fuente de fracaso fue lo que he dado en llamar la trampa de la timidez: la consistente tendencia de los definidores de políticas que tienen las ideas correctas en principio, pero que se inclinan por medidas a medias en la práctica, y la forma en que esta timidez termina por producir un efecto indeseado en lo político y hasta en lo económico.

Es decir, (el poeta irlandés William Butler) Yeats tenía razón: a los mejores les falta totalmente la convicción, mientras que los peores están llenos de una apasionada intensidad.

Respecto a los peores: si uno ha dado seguimiento a los debates económicos durante los últimos años, sabe que tanto Estados Unidos como Europa tienen poderosas camarillas políticas del dolor: influyentes grupos que se oponen fieramente a cualquier política que pueda devolver el trabajo a los desempleados. Hay algunas diferencias importantes entre las camarillas estadounidenses y las europeas, pero ambas tienen ahora antecedentes verdaderamente impresionantes de estar siempre equivocadas, nunca en duda.

Así las cosas, en Estados Unidos, tenemos una facción tanto en Wall Street como en el Congreso que se ha pasado cinco años y más emitiendo estridentes advertencias respecto a inflación desbocada y elevadas tasas de interés.

Uno podría creer que el hecho de que no se concrete ninguna de estas ominosas predicciones los haría pensar las cosas mejor pero, después de todos estos años, todavía se invita a la misma gente a dar testimonio y todavía están diciendo las mismas cosas.

Mientras tanto, en Europa, han pasado cuatro años desde que el Continente recurrió a duros programas de austeridad. Los arquitectos de estos programas nos dijeron que no nos preocupáramos respecto a impactos adversos en los empleos y el crecimiento; los efectos económicos serían positivos porque la austeridad inspiraría confianza. No es necesario decir que el hada de la confianza nunca apareció y que el precio económico y social ha sido inmenso.

Pero no importa, toda la gente seria dice que las palizas tienen que continuar hasta que la confianza mejore.

Entonces, ¿cuál ha sido la respuesta de los buenos?

Porque también hay gente buena por ahí, personas que no han aceptado la idea de que no se debe o no se puede hacer algo respecto al desempleo masivo.

El corazón de la administraciónde Barack Obama –o, en todo caso, su modelo económico– sigue latiendo con normalidad. La Reserva Federal (FED) ha hecho retroceder a los pronosticadores de debacles. El Fondo Monetario Internacional (FMI) ha sacado investigaciones que se traen al suelo las afirmaciones de que la austeridad es indolora. Pero estos buenos muchachos nunca parecen dispuestos a jugárselo todo por sus creencias.

El ejemplo clásico es el estímulo de Obama, que obviamente careció de la potencia necesaria dado el mal momento por el que pasaba la economía. Esto no tiene que ver con aquello que después de la batalla todos somos generales. Algunos advertimos desde el puro inicio que el plan sería inadecuado y que, debido a que lo estaban alabando demasiado, la persistencia del alto desempleo terminaría por desacreditar en la mente del público la idea del estímulo como un todo. Y así resultó.

Lo que no se conoce igual de bien es que la Reserva Federal, a su modo, ha hecho lo mismo. Desde el principio, funcionarios monetarios descartaron los tipos de políticas monetarias que tenían mejor posibilidad de funcionar, en particular cualquier cosa que pudiera indicar disposición a tolerar una inflación algo más alta, aunque fuera temporalmente. Como resultado, las políticas que han desarrollado se han quedado cortas respecto a las esperanzas, y terminaron por dejar la impresión de que no es mucho lo que se puede hacer.

Y lo mismo puede ser cierto hasta en Japón, el caso que motivó este artículo. Japón ha roto de forma radical con las políticas pasadas y finalmente ha adoptado el tipo de estímulo monetario agresivo que economistas occidentales han estado pidiendo vehementemente durante 15 años y más.

Sin embargo, todavía hay timidez respecto al asunto como un todo: una tendencia a poner cosas como las metas de inflación por debajo de lo que la situación verdaderamente exige. Y esto aumenta el riesgo de que Japón no logre el “despegue”, que el empuje que reciba de las nuevas políticas no sea suficiente para en verdad liberarse de la deflación.

Uno podría preguntarse por qué los buenos han sido tan tímidos y los malos tan seguros de sí mismos. Sospecho que la respuesta tiene mucho que ver con los intereses de clases. Pero ese tendrá que ser tema para otra columna.

Traducción de Gerardo Chaves para La Nación

Paul Krugman es profesor de Economía y Asuntos Internacionales en la Universidad de Princeton y Premio Nobel de Economía del 2008.