La temida palabra con ‘p’

Tres preguntas, al menos, deberían ser clave a la hora de pensar en poner a la venta activos de propiedad gubernamental: ¿qué privatizar? ¿cómo privatizar? Y la más importante, ¿para qué privatizar?

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La venta de activos o de empresas de propiedad estatal –es decir, la privatización–, la temida y evitada a toda costa palabra con “p”, es uno de esos tabúes polarizadores e identitarios tan abundantes en la política costarricense. Que además funcionan usualmente como distractores que permiten que se evadan las discusiones realmente relevantes o como mecanismos para preservar intereses que suelen capturar los beneficios económicos asociados con las políticas públicas o, en este caso, con la propiedad estatal de empresas.

A través del amplio arco del espectro político ideológico se pueden ir agrupando las diversas posiciones en torno a este tema: desde los extremos de derecha libertaria que toman casi como un acto de fe y generadora de espontáneos beneficios para la libertad del individuo – sí, así de general, aunque normalmente entendido estrechamente en su dimensión de homo economicus – el que el Estado reduzca su participación en la economía en ámbitos en los que compite o sustituye a la iniciativa privada; hasta las utopías de izquierda más extremas que le otorgan un rol igual de mítico y mágico a la propiedad estatal, en este caso en la mejora de las condiciones colectivas y la promoción de la equidad.

Como suele suceder, esta forma tan maniquea y dicotómica – además de pobre desde la perspectiva conceptual – de abordar este tema impide dimensionar correctamente de lo que se habla y, por lo tanto, adoptar decisiones con mayor criterio y claridad acerca de los pro y contras, en múltiples ámbitos, de este tipo de decisiones.

Tres preguntas, al menos deberían ser clave a la hora de pensar en poner a la venta activos de propiedad gubernamental: ¿qué privatizar (lo que pasa por dimensionar adecuadamente el papel que cumple la propiedad estatal en la economía)? ¿cómo privatizar? Y la más importante, ¿para qué privatizar?

La primera pregunta implica, fundamentalmente, valorar sin prejuicios los beneficios o costos que implica, en múltiples dimensiones, la propiedad estatal: ¿Qué papel cumplen estas empresas en los mercados en los que operan? ¿Cuál es su desempeño? ¿Realizan las empresas estatales tareas de naturaleza no comercial o les son asignados objetivos sociales y si es así, es ésta la mejor forma de alcanzar dichos objetivos?

El asignar recursos estatales escasos al capital de estas empresas pudo haber tenido sentido en el pasado – por ejemplo, en el caso de la banca permitiendo canalizar recursos crediticios a los sectores industriales emergentes en los años cincuenta o, por ejemplo, proveyendo aseguramiento, un servicio clave para el desarrollo de actividades productivas privadas – pero: ¿sigue teniéndolo hoy o tendrían estos recursos un mejor uso alternativo financiando otras áreas de las políticas públicas?

La segunda pregunta clave es el cómo y esto conlleva múltiples aristas que deben contemplarse desde el asegurarse de obtener un valor justo en la venta hasta, evidentemente, temas clave de transparencia en el proceso, así como de observancia de las diversas regulaciones existentes, en especial, las relacionadas con las condiciones de competencia en los mercados en que operan las empresas estatales una vez que han sido privatizadas.

La última pregunta es, sin duda, la más relevante: ¿para qué privatizar? La venta de los activos estatales liberará recursos escasos que pueden y deben ser utilizados para financiar otros ámbitos de la política pública; por lo tanto, un imperativo de la discusión política en torno a este tema es tener claro en que se emplearán dichos fondos o los espacios presupuestarios que puedan crearse –como sucedería en el caso en que lo obtenido en las privatizaciones se utilice para reducir endeudamiento gubernamental – por ejemplo, en la financiación de la educación o la sanidad públicas, en políticas redistributivas o que promuevan la igualdad de oportunidades, en desarrollo regional, infraestructura pública o en inversiones que promuevan adaptación y resiliencia ante retos descomunales como los que implica el cambio climático.

Más allá de lo meramente ideológico, la discusión correcta en torno a la privatización de activos estatales debería girar en torno al uso que como sociedad se pretende dar a esos recursos, no desde una perspectiva estrictamente fiscalista, sino en el marco de objetivos colectivos de corto y largo plazo plasmados, ojalá, en políticas públicas bien diseñadas.