La guerra por la pobreza

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Han pasado 50 años desde que Lyndon Johnson –entonces presidente de los Estados Unidos– declaró la guerra a la pobreza. Y algo gracioso pasó en el camino a este aniversario. Inesperadamente, o así parece, los progresistas dejaron de ofrecer disculpas por sus esfuerzos a favor de los pobres y han empezado más bien a presumir de ellos. Y los conservadores se encuentran a la defensiva.

No se suponía que iba a ser así. Durante mucho tiempo, todo el mundo sabía –o, para ponerlo de una manera más exacta: “sabía”– que la guerra contra la pobreza había sido un vil fracaso. Y sabían porqué: fue culpa de los mismos pobres. Pero lo que todo el mundo sabía no era cierto y parece que el público así lo entendió.

El cuento se desarrollaba de la siguiente manera: Los programas contra la pobreza en realidad no habían reducido la pobreza, debido que la pobreza en los Estados Unidos era básicamente un problema social, un problema de descomposición de las familias, delincuencia y una cultura de dependencia que se reforzó con la ayuda del gobierno. Y debido a que esta narrativa se aceptó de manera tan amplia, vapulear a los pobres se hizo buena política, adoptada con entusiasmo por los republicanos y por algunos demócratas también.

Sin embargo, esta percepción de la pobreza, que puede haber tenido algo de verdad en la década de 1970, no se parece a nada de lo que ha ocurrido desde entonces.

Por una parte, la guerra contra la pobreza, de hecho, ha logrado mucho. Es cierto que la medida estándar de la pobreza no ha disminuido mucho, pero esta medida no incluye el valor crucial de programas públicos como los cupones para alimentos y el crédito tributario por ingresos ganados. Una vez que se toma en cuenta estos programas, los datos muestran una disminución significativa de la pobreza y una disminución todavía mucho más amplia en la pobreza extrema. Otras evidencias también indican una gran mejora en las vidas de los pobres: los estadounidenses de más bajos ingresos están mucho más saludables y mejor alimentados ahora que en la década de 1960.

Lo que es más, hay fuerte evidencia de que los programas contra la pobreza tienen ventajas a largo plazo, tanto para los beneficiados como para la nación como un todo. Por ejemplo: más adelante en la vida, los niños que tenían acceso a los cupones para alimentos estaban más sanos y tenían ingresos más grandes que aquellos que no lo tuvieron.

Y si el avance contra la pobreza efectivamente ha sido decepcionantemente lento, la culpa no es de los pobres sino de un mercado laboral cambiante, que ya no ofrece buenos salarios a los trabajadores ordinarios. Los sueldos solían aumentar junto con la productividad del trabajador, pero esa conexión terminó alrededor de 1980. El tercio inferior de la fuerza laboral estadounidense ha visto poco o ningún aumento en los salarios ajustados a la inflación desde principios de la década de 1970. Este estancamiento de los sueldos, no la descomposición social, es la razón por la que la pobreza ha resultado tan difícil de erradicar.

O, para decirlo de otro modo, el problema de la pobreza se ha vuelto parte de uno más amplio de creciente desigualdad en los ingresos, de una economía en la que todos los frutos del crecimiento parecen ir a una pequeña elite, mientras que todos los demás quedan rezagados.

Entonces, ¿cómo debemos responder a esta realidad?

La posición conservadora, en lo esencial, es que no debemos responder. Los conservadores están entregados a la idea de que el gobierno siempre es el problema, nunca la solución, tratan a cada beneficiario de un programa de la red de seguridad como si fuera “un rey o reina del bienestar social que conduce un Cadillac”. ¿Y por qué no? Después de todo, durante décadas, su posición representaba triunfo en lo político porque los estadounidenses de clase media miraban el “bienestar social” como algo que Aquella Gente recibía, pero ellos no.

Pero eso era en aquel entonces. En este punto, el aumento del 1% a costas de todos los demás es tan obvio que ya no es posible acallar cualquier discusión de desigualdad creciente con gritos de “guerra de clases”. Mientras tanto, los tiempos difíciles han forzado a muchos más estadounidenses a recurrir a programas de la red de seguridad. Y como los conservadores han respondido con la definición de una creciente fracción de la ciudadanía como indignos “aprovechados”, se han forjado para ellos mismos una imagen de crueles y miserables.

Uno puede ver la nueva dinámica política en acción en la lucha sobre la ayuda a los desempleados. Los republicanos todavía están opuestos a ampliar los beneficios, pese al alto desempleo de largo plazo. Pero, reveladoramente, han cambiado los argumentos. De un momento a otro no se trata de forzar a esos vagabundos a encontrar empleo sino de responsabilidad fiscal. Y nadie cree una palabra de eso.

Mientras tanto, los progresistas están a la ofensiva. Han decidido que la desigualdad es un asunto político triunfador. Ven los programas de la guerra contra la pobreza como cupones para alimentos, Medicaid y el crédito tributario por ingreso ganado como historias de éxito, iniciativas que han ayudado a los estadounidenses que pasan necesidades –en especial durante la depresión desde el 2007– y que se deben ampliar. Y si estos programas abarcan a un número creciente de estadounidenses, en vez de enfocarse cerradamente en los pobres, ¿qué tiene?

Por eso, ¿sabes qué? En su aniversario 50, la guerra contra la pobreza ya no parece un fracaso. Parece, más bien, un patrón para un movimiento progresista cada vez más seguro.

Traducción de Gerardo Chaves para La Nación

Paul Krugman es profesor de Economía y Asuntos Internacionales en la Universidad de Princeton y premio Nobel de Economía del 2008.