Competencia perfecta: Peligroso retroceso en materia laboral

El debate de las denominadas jornadas extraordinarias ha constituido, desde su origen y en múltiples aspectos, un despropósito

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La discusión legislativa en torno a las denominadas jornadas extraordinarias ha constituido, desde su origen y en múltiples aspectos, un despropósito.

No solo porque en el debate político –en el mejor de los casos por ingenuidad y desconocimiento, pero en el peor, por manipulación– los defensores del proyecto parecen desconocer la naturaleza de los mercados y las relaciones laborales pretendiendo regularlas desde el privilegio y con leyes que, ante la realidad, no serán más que letra muerta; sino porque, además, en tiempo de política tribal y polarización exacerbadas, la aprobación de la reforma –a sangre y fuego, pretenden algunos– es visto por el Ejecutivo y algunos grupos políticos como un fin en sí mismo, más en un momento en que escasean logros concretos para mostrar y alardear, especialmente, de cara a los grupos de interés que les apoyan.

La reforma que pretende crear una nueva jornada de trabajo de 12 horas en ciertos sectores que requieren por temas de eficiencia operar de manera continua fue planteada, desde un principio, no como un mecanismo para flexibilizar el mercado laboral y dar espacio a otras formas de organización productiva – sin deteriorar los medios de vida de las personas trabajadoras – sino, desfachatadamente, como una forma de reducir el costo de las nóminas para las empresas mediante la eliminación de los pagos por horas extras o por jornadas especiales (como las nocturnas) contempladas en el marco legal vigente.

El proyecto de ley, en su versión original, resultaba claramente inaceptable. Por eso, para hacerlo potable, los grupos que lo impulsan introdujeron algunas modificaciones y empezaron a alimentar mediáticamente algunas justificaciones que resultan insuficientes por dos razones: una primera, de naturaleza ética, al pretender justificar desde el privilegio este tipo de jornadas y, además, porque obvian –por desconocimiento o manipulación– la compleja naturaleza de las relaciones laborales.

De esta forma, se introdujeron algunos cambios al texto original con el fin de hacer parecer que las personas trabajadoras optarían por estas jornadas de manera voluntaria y además se mantendrían los niveles de remuneraciones actuales derivados del cumplimiento de las regulaciones en cuanto al pago de horas extras y jornadas especiales.

Dichos cambios se quedan cortos pues, por una parte, ignoran la naturaleza profundamente asimétrica –desde la perspectiva del poder y de las oportunidades– que caracteriza a las relaciones laborales, en especial en el caso de los trabajadores más vulnerables, algo que difícilmente puede revertirse con una regulación y vigilancia que se sabe, de antemano, débil.

Mientras que, en el caso de las remuneraciones, una confusa redacción al final lo que pretende es hacer parecer que los niveles salariales de las personas actualmente empleadas se mantendrían después de la reforma solo en los casos en que ronden los niveles mínimos establecidos por la ley, lo que claramente deja por fuera a los nuevos contratos, a las personas que reciben salarios por encima de los mínimos y, por supuesto, crea la posibilidad de la cesación y recontratación en peores condiciones remunerativas.

Como si esto no fuera suficiente, en el caso de la discusión en torno al tiempo de descanso, los defensores del proyecto construyen una narrativa desde el privilegio de personas que han tenido la fortuna y las oportunidades para vincularse al mercado de trabajo en condiciones que les permiten realmente disfrutar de ese tiempo de ocio y que, desgraciadamente, no son generales y ni siquiera cercanas a los del trabajador promedio y, mucho menos, a las de las personas vulnerables que suelen no tener más acceso que a puestos de trabajo precarizados.

Pues es de sobra conocido que, para disfrutar del tiempo de ocio o emplearlo con otros fines (por ejemplo, los educativos), es imperativo, primero, asegurar un cierto nivel de ingreso y, además, disponer de facilidades que, tristemente, no están al alcance de todos, como, por ejemplo, las relacionadas con el cuido infantil y de personas mayores.

Para un hogar de alto ingreso, en donde no solo las remuneraciones son más altas, sino que hay casi dos personas vinculadas al mercado de trabajo, tres días de descanso sí significan ocio, tiempo familiar y posibilidades de otras tareas sin deterioro de la calidad de vida; pero en el caso de los hogares más pobres, con ingresos insuficientes, liderados probablemente por una mujer sola, este tipo de jornadas solo significarían complicaciones y más precarización laboral y social.

Como si estos elementos no fuesen suficientes, desde lo político esta discusión es un espectáculo penoso.

De nuevo, como no pocas veces en el pasado, se le atribuye a una reforma dudosa efectos casi mágicos en términos de crecimiento económico, empleo y bienestar para la población, cuando en realidad es un cambio intrascendente en medio de un océano de tareas profundas y olvidadas que realmente mejorarían la productividad de la economía y, asegurarían que los beneficios de ella no se concentrarán de manera excesiva y se tradujeran en mayor equidad (es ya bien conocido no solo que los aumentos en productividad recientes se han concentrado en las ganancias de las firmas y en las remuneraciones de las personas de mayor ingreso dejando rezagados a los trabajadores más vulnerables).

Termina éste siendo otro proyecto en donde su aprobación es más importante que sus efectos. Pues en una política de polarización, con grupos de interés distanciados incapaces de ponerse en el lugar de los otros con el fin de alcanzar acuerdos y, por tanto, con comportamiento casi tribales, lo que importa es el pírrico éxito legislativo, aunque al final la reforma sea intrascendente o termine deteriorando las condiciones de vida de algunos otros.

Para el Ejecutivo, además, aprobar esta reforma se convierte en una prueba de fuego. En tiempos de mercadeo y poses políticas mantener aprobación elevada es cuestión de tener dinero y sostener un mensaje ruidoso, pero esto no es suficiente, es necesario mostrarse competente y efectivo a los ojos de los intereses que le apoyan y, esto último, es probablemente la carta que se está jugando el gobierno con este tema frente a ciertos sectores empresariales.