Competencia perfecta: Nuevo consenso de Washington

Tensiones geopolíticas crecientes, una profunda crisis financiera y económica internacional, la pandemia y el franco declive de la democracia han conducido a replantearse, en varias dimensiones, la arquitectura del “orden” global planteado en los 80

Este artículo es exclusivo para suscriptores (3)

Suscríbase para disfrutar de forma ilimitada de contenido exclusivo y confiable.

Subscribe

Ingrese a su cuenta para continuar disfrutando de nuestro contenido


Este artículo es exclusivo para suscriptores (2)

Suscríbase para disfrutar de forma ilimitada de contenido exclusivo y confiable.

Subscribe

Este artículo es exclusivo para suscriptores (1)

Suscríbase para disfrutar de forma ilimitada de contenido exclusivo y confiable.

Subscribe

El paso del tiempo fue haciendo más que evidente que la gran mayoría de las promesas sobre las que se construyó y se justificó política e ideológicamente el denominado “Consenso de Washington”, durante la década de los 80, no alcanzarían a cumplirse.

La construcción de un orden económico y político mundial basado en la apertura comercial y en una confianza ingenua en el funcionamiento de los mercados y en los procesos electorales no condujo ni a menores riesgos de naturaleza geopolítica, ni al fortalecimiento de la convivencia democrática.

Este desalentador resultado fue el producto de estrategias que no lograron asegurar que, aunque parezca contradictorio, con el mejoramiento de las condiciones de vida (que las hubo, ciertamente), las sociedades – incluso, en los países de renta alta – se tornaran más equitativas y, sobre todo, se fortalecieran los espacios para que las oportunidades y los derechos estuvieran al alcance de las ciudadanías, de manera general e irrestricta.

Paralelamente, la magnitud de los problemas y las demandas por ciertos bienes públicos globales – por ejemplo, el riesgo existencial que implica el cambio climático y la necesidad de avanzar con prontitud en una eficiente y justa transición energética – condujo a que se reconociera que las soluciones basadas solo en los mercados o en el interés individual eran insuficientes y que, en consecuencia, eran necesarias acciones e intervenciones públicas coordinadas a nivel planetario.

Tensiones geopolíticas crecientes, una profunda crisis financiera y económica internacional, una pandemia y el franco declive de la democracia a nivel global hicieron evidente esta situación y han conducido a replantearse, en varias dimensiones, la arquitectura de este “orden” global lo que ha dado origen al denominado “nuevo consenso de Washington”.

El nuevo conjunto de reglas sobre las que se pretende remodelar el sistema económico mundial parte de una renovada fe en las políticas de desarrollo productivo, en el reconocimiento de las imperfecciones de los mercados, en la necesidad de significativas inversiones públicas que complementen a las privadas en ciertos sectores o en infraestructuras clave para el desarrollo y en el avanzar hacia una nueva generación de acuerdos comerciales basados no solo en la desgravación arancelaria sino que contengan otros instrumentos que permitan enfrentar los retos – políticos, económicos, ambientales y sociales – del presente, es decir, una política comercial que no esté disociada, sino que esté plenamente integrada con el resto de las políticas públicas.

Para Costa Rica que, aunque parezca paradójico, ha obtenido tanto al estrechar su vínculo con la economía mundial y, al mismo tiempo, ha dejado pasar la oportunidad de sacar un mejor provecho de los beneficios derivados de dicha relación a la hora de llevar desarrollo y oportunidades a todos los rincones y personas en el país; estos cambios en la geoeconomía global abren un espacio enorme para replantear las políticas internas y corregir errores del pasado.

No se trata solo de procurar que al menos una fracción de la inversión y la cooperación globales en sectores estratégicos y en políticas claves como las de adaptación al cambio climático llegue a la economía, sino que implica que el país se atreva a diseñar sus propias políticas de desarrollo productivo que reduzcan las dualidades actuales, atiendan oportunidades estructurales y contribuyan a reducir las disparidades regionales.

Implica repensar las políticas públicas – incluyendo la fiscalidad (el sistema tributario y los presupuestos gubernamentales) y las acciones redistributivas – para orientarlas a esas tareas clave y lograr que contribuyan efectivamente con la reducción de la inequidad a través de crear espacios de oportunidad para todos y todas.

¿Cuál es la clave para avanzar en esta dirección y aprovechar estas oportunidades? No es el conocimiento: desde mucho tiempo atrás se sabe qué se hizo bien y qué mal en el pasado; y se conoce con certeza qué debe hacerse de ahora en adelante. La clave está en los liderazgos, en la consciencia y la voluntad de las élites: en lo gubernamental, en los grupos de interés y en las organizaciones sociales.

Se requieren liderazgos modernos, que entiendan el juego político como uno de construcción de acuerdos sobre futuros compartidos, que comprendan la complejidad de los retos que se tienen en frente y se atrevan a impulsar soluciones más ambiciosas y que genuinamente crean en la imperiosa necesidad de construir soluciones colectivas y no solo pretendan obtener beneficios individuales y, mucho menos, alcanzar victorias pírricas sobre la base de la polarización que explota el descontento, la indignación y el descreimiento de las ciudadanías que se han sentido defraudadas y dejadas a su suerte en medio de los desafíos locales y globales.