Competencia perfecta: Crimenes de lesa democracia

Entre tiempo perdido y mayor división, algunos políticos inescrupulosos empezaron a percatarse que en nuestro mundo de la inmediatez y de las redes sociales, polarizar rendía frutos electorales

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Durante décadas, prejuicios ideológicos convertidos en políticas públicas mal diseñadas y el desinterés creciente de las élites por el bienestar y el acceso a las oportunidades de las mayorías fueron minando, carcomiendo lentamente, la confianza de las ciudadanías en futuros mejores, en especial, aquellos compartidos, en dónde se habla en clave de nosotros, y, sobre todo, en la capacidad del sistema político y la institucionalidad de satisfacer sus demandas legítimas.

De esta forma, entre intervenciones gubernamentales insuficientes y poco ambiciosas, en medio de una obsesión excesiva por el ajuste macroeconómico y presupuestario; por supuesto, necesarios, pero no fines en sí mismos, las élites, acostumbradas a la alternancia en el poder formal, empezaron a dar por sentado el acceso a él a través de los esquemas de representación al tiempo que consolidaban sus privilegios económicos y dejaban de pensar en clave colectiva.

Este actuar egoísta y, en algunos casos, cargado de opacidad, fue añadiendo ladrillos a la pared que se levantaba entre las ciudadanías y ellos.

Este cóctel de cabreo, descreimiento, desesperanza e indignación en las ciudadanías fue tornándose cada vez más explosivo y fue poniendo, poco a poco, de cabeza a un sistema político no acostumbrado a una dinámica de grupos emergentes, mayoría escuálidas e insuficientes y, sobre todo, a una práctica política construida sobre la base de la división y no de los acuerdos.

Las primeras manifestaciones de esta nueva dinámica fue la hiper moralización, añadiríamos hipócrita, de la política que caracterizó los primeros años del multipartidismo.

En esos años, grupos y liderazgos emergentes adoptaron como estrategias electorales el construir un relato político basado en mostrar a los opositores como corruptos, impíos y casi la encarnación del mal.

Cuando finalmente alcanzaron el poder, la ausencia de un proyecto realista que fuera más allá de intenciones vacías y, sobre todo, esa división maniquea y falsa entre buenos y malos, cerró casi de inmediato los espacios de negociación con otras fuerzas políticas y condujo más parálisis y más polarización.

De esta forma, más leña añadieron al fuego en que se consumía la convivencia democrática aquellos que, en sus discursos al menos, pretendían rescatarla de los impíos a través de discursos vacíos y la llamada imprecisa a la acción ciudadana.

Por supuesto, las cosas podrían empeorar aún más. Entre tiempo perdido y mayor división, algunos políticos inescrupulosos empezaron a percatarse que, en nuestro mundo de la inmediatez y de las redes sociales, el crispar y polarizar rendía frutos electorales.

Ya no era necesario proponer y convencer a mayorías amplias, ahora bastaba, para ganar una elección, dividir lo suficiente y garantizarse un lugar entre las primeras minorías.

En esta nueva realidad, los discursos populistas empezaron a proliferar. Para qué ideas o programas, si los prejuicios y las divisiones eran más efectivas electoralmente y en las encuestas.

Y con tal de obtener, aunque fuesen pírricas victorias, réditos electorales no importó dinamitar con medias verdades o, de plano, mentiras y polarización, políticas públicas de largo aliento o incluso pilares democráticos como las instituciones y los derechos de las ciudadanías.

El daño que se está provocando es inconmensurable. No se trata de simples promesas incumplidas, el populista no promete, miente desfachatadamente, ni de políticas públicas mal concebidas, que, por supuesto las hay, el camino al infierno está empedrado de buenas intenciones, o de malos resultados puntuales; el problema es mayor, no sólo se está perdiendo un tiempo valioso frente a retos enormes como el crecimiento inclusivo, el cambio climático y el asegurar que los derechos y las libertades bien entendidos se extiendan a todos y todas, sino que se está dinamitando el único mecanismo posible para construir ese futuro mejor que es la deliberación y los acuerdos en el marco de una convivencia democrática vibrante.

Quienes hiper moralizan la política y, sobre todo, quienes explotan la crispación y la polarización tribales y violentas como estrategias electorales no sólo deben ser juzgados por su incompetencia o su incapacidad para entregar las soluciones que demandan las ciudadanías, sino sobre todo por los crímenes de lesa democracia que han cometido, este es realmente el peor de los males que han generado.