Un pueblito nicoyano, varado en el tiempo, espera por agua

Campesinos aseguran que líquido falta tras el terremoto de setiembre

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Nicoya. Hellen Pacheco tiene los ojos claros, una sonrisa inmediata, 22 años y una pancita de cinco meses de embarazo. En ese estado se desliza por la empinada ladera llena de piedras y hojas secas hasta el fondo del cañón.

Abajo, a unos 150 metros, está la naciente en la que recoge agua, lava ropa y se baña.

Desde setiembre, tras el terremoto de Sámara, los vecinos de la Esperanza de Nicoya aseguran que se secaron los pozos; y cuando arrancó el verano, el agua escaseó aún más que de costumbre.

Ella y 800 lugareños no se llenan de palabras para quejarse de sus penurias, cada día viajan dos y tres veces a la naciente, juntan agua en pichingas, caminan, se cansan, sudan; el líquido ni se clora.

Hierven el agua para hacer fresco y hacen gala del nombre de su pueblo, solo albergan la esperanza de tener agua potable.

La Esperanza es un pueblo enclavado en el pasado. Esta colmado de campesinos con el rostro tostado, que dependen de sus ventas de frijoles y maíz o de la cosecha de café.

Todos cocinan con leña para ahorrar electricidad y los únicos artefactos eléctricos son el radio, la televisión y quizá un coffee maker.

Parte del agua del pueblo proviene de una naciente ubicada en una propiedad privada. El dueño de la finca les cede el líquido que se rebalsa del tanque de almacenamiento, pero si no se rebalsa el agua, no hay nada para los vecinos.

Cuando llega agua, la prioridad la tienen los 41 alumnos de la escuela y los 71 que están en el colegio. El miércoles pasado, los chiquillos de la escuela se fueron sin almuerzo para la casa, porque el agua llegó tarde, según relató Javier García, director del centro educativo.

Tras el terremoto, un alud arrasó con 600 metros de mangueras que constituían el precario sistema de distribución de agua.

Así las cosas, la alternativa es recurrir a las nacientes, donde brota el agua de las piedras.

La idea no es nueva, pues en los veranos esa es la mejor salida. Por eso es común encontrarse en ellas una especie de gruta construida con tres o cuatro blocks de concreto para contener el líquido.

“Yo ya no bajo a traer agua, porque como me cogió un medio derrame (tiene alguna afectación lateral), me da miedo, ellos (señala a su nuera Hellen), son los que me traen agua para que me bañe aquí”, relata José Gómez, de 76 años.

A dos casas de la suya vive don Pito , otro guayacán de 66 años, con toda una vida en el campo y presidente de la asociación vecinal.

A Pito pocos lo conocen como José Santos Briceño, quien también se las ingenia para sacar agua de un pozo casi seco de dos metros de profundidad.

Guillermo Arce, gerente de Asociaciones de Administración de Acueductos y Alcantarillados comunales (Asadas), dijo que este lunes iba recibir información sobre el costo de un acueducto en la zona y el tiempo que falta para que se concrete el sueño de un pueblo.

Mientras, Hellen seguirá bajando la ladera, hasta que Britney, la bebé que lleva en su vientre –y la cuarta de sus hijos– no disponga lo contrario.