Julio Rodríguez, in memoriam

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Se marcha un combatiente. Aprendí mucho de él. De jóvenes me enseñó que, como decía Job, la vida en la tierra es milicia. No era un creyente al uso. Era un intelectual comprometido.

Crítico casi iconoclasta con todo lo que no había aceptado como dogma. Siempre admiré su integridad. Su reciedumbre.

De él recibí por primera vez aquella oración impresionante de Unamuno: Méteme Padre Eterno en tu pecho, misterioso hogar, dormiré allí, pues vengo deshecho del duro bregar.

Su vida pública fue de lucha. De afirmaciones sin mirar a la conveniencia. De adhesión profunda e incondicional a lo que consideraba el bien de Cosa Rica. Cuando aun no se hablaba de corrupción le vi explosivo, vigilante, asumir una posición férrea contra los peligros de la influencia de Robert Vesco en la política local, guiado por su convicción de que corruptio optimi pessima .

Le vi inspirado por la tercera dimensión de la política.

Frente a la politiquería plana, la visión del Estado como de un concepto para hacer posible el despliegue de la potencia humana de los habitantes. Frente al cortoplacismo, la visión de una tierra prometida que mana leche y miel, en libertad, donde florezca la humano. Frente al fanatismo partidista, el derecho a aspirar a un país que se sale del contexto geográfico e histórico. Frente al limitado concepto del PIB per cápita, la aspiración hacia una sociedad, donde la educación eleve nuestro espíritu hacia prados más floridos y amenos. Tenía la bendición de la esperanza.

La palabra era su instrumento. La utilizó, la pulió, la reverenció. Para escribir bien, decía, hay que corregir incansablemente lo que uno escribe. Lo practiqué desde entonces y aquí lo dejo como consejo a los jóvenes que tengan sensibilidad por la palabra escrita.

Hablar con Julio siempre dejó ideas poderosas e ideales removidos. Toda conversación con él se cerró con el deseo de reanudarla otro día. Descanse ahora en el amor del Padre, misterioso hogar y repóngase de los rigores del duro bregar.