El tiempo perdido

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Conocemos bien la experiencia de retrasarnos con respecto a un cronograma.

Retrasamos el examen de laboratorio que el médico nos recomendó como importante, dejamos pasar la mitad del tiempo necesario para preparar el examen final, suspendimos los pagos sin intentar obtener una prórroga con el acreedor, dejamos también pasar el verano para arreglar las goteras y se nos vino encima la estación lluviosa.

Sentimos culpa. La culpa no arregla nada. El tiempo se fue. Ni la culpa ni los azotes psicológicos que nos damos podrán hacerlo retornar.

El sentimiento de culpa es una descarga de energía que puede servir para estimular un mejoramiento en el futuro; sin embargo, puede conducir a que asumamos una actitud fóbica sobre el asunto: ¡En ese asunto no quiero ni pensar!

Y, de esta manera, lo que podría haber sido un retraso puntual se transforma en un retraso crónico. Son los “asuntos pescado” que vamos relegando, sepultados entre otros, hasta que comienzan a oler mal.

Se dice que el tiempo perdido, los santos lo lloran. En la eternidad sin tiempo, tal vez tenga sentido llorarlo.

Aquí, en estas dimensiones espacio-temporales en las que nos hallamos, llorar por el tiempo perdido es inútil.

En vez de poner energía en lo que podemos hacer ahora para mejorar los resultados, nos quedamos rumiando sobre lo que debimos haber hecho entonces.

En vez de accionar en el aquí, que es donde estamos, nos trasladamos mentalmente al allá, donde se generó el retraso, en una inútil contemplación de las circunstancias sobre las cuales ya no tenemos control.

También solemos escaparnos de una dimensión vital, cuando, en vez de asumir la responsabilidad propia, empezamos a buscar entre los otros excusas para nuestros retrasos.

El tiempo de la acción es ahora. El pleito es aquí. El responsable soy yo.

Entonces, más que llorar por el tiempo perdido, lo que habría que preguntarse es qué es lo que haré, aquí y ahora, para redimirme de las consecuencias de este atraso.