El closet económico de Romney

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De acuerdo con Michael Kinsley, una metida de pata se produce cuando un político accidentalmente dice la verdad. Esto es lo que le ocurrió a Mitt Romney el martes pasado, cuando, en un momento de raro candor –y, en su caso, tales momentos son extraordinariamente raros–, mostró sus cartas.

Cuando hablaba en Michigan, a Romney le preguntaron con respecto a la reducción del déficit, y de manera distraída dijo algo completamente razonable: “Si uno sencillamente se limita a recortar, si lo único que uno tiene en mente por hacer es recortar el gasto, al recortar el gasto desacelerará la economía”. ¡Ajá! Entonces, él cree que recortar el gasto gubernamental daña el crecimiento, cuando las de-más cosas permanecen iguales.

Los guardianes de la ideología de la derecha quedaron predeciblemente horrorizados; el Club para el Crecimiento rápidamente denunció la declaración como una muestra de que Romney “no es un conservador del gobierno limitado”.

Por el contrario, insistieron los integrantes del Club, “si balanceamos el presupuesto mañana con solo recortes de gasto, sería fantástico para la economía”. Un vocero de Romney trató de desencaminar el comentario al afirmar: “El argumento del gobernador era que el simple recorte del presupuesto, sin políticas afirmativas en pro del crecimiento, es insuficiente para dar un giro completo a la economía”.

Pero eso no es lo que el candidato dijo, y es altamente improbable que sea lo que el quería decir. Es casi seguro que, de hecho, él sea un keynesiano que está en el closet.

¿Cómo sabemos esto? Bueno, por una parte, Romney no es ningún estúpido. Si bien su comprensión de los asuntos mundiales a veces parece endeble, debe estar al tanto del desastre que las políticas de austeridad están provocando en Grecia, Irlanda y otros lugares.

Más allá de eso, sabemos a quién recurre en pos de consejo sobre economía. La lista la encabezan Glenn Hubbard, de la Universidad de Columbia, y N. Gregory Mankiw, de Harvard. Los dos son leales figuras republicanas –cada uno de los dos cumplió un periodo como presidente del Consejo de Asesores Económicos de George W. Bush–, pero ambos también tienen un largo historial como economistas profesionales.

Lo que estos historiales sugieren es que ninguno de los dos cree en alguna de las propuestas que se han convertido en la piedra de toque para los candidatos presidenciales republicanos en ciernes.

Veamos a Mankiw en particular. Los republicanos modernos detestan a Keynes; Mankiw es el editor de una colección de ensayos titulada “Nueva economía keyne-siana”. En una edición temprana de su texto más vendido, descartó la economía de la reducción de impuestos –la doctrina que abrazó el beatificado Ronald Reagan– como la creación de “charlatanes y maniáticos”.

En el 2009, Mankiw pidió una inflación más alta como solución a la crisis económica, una postura que es anatema para republicanos como el representante Paul Ryan, presidente de la Comisión de Presupuesto de la Cámara, quien ominosamente advierte respecto a lo maléfico de “degradar” nuestra moneda.

Dados sus consejeros, entonces, parece seguro suponer que lo que Romney soltó el martes reflejaba sus propias creencias económicas, en oposición al sinsentido que pretende creer porque es lo que la base republicana quiere oír.

En eso estriba la razón para que Romney actúe de la forma en que lo hace, el motivo por el que está llevando una campaña de insinceridad casi patológica.

Lo está haciendo. Cada uno de los temas principales de la campaña de Romney –desde los ataques contra el presidente Obama porque va por el mundo disculpando a los Estados Unidos (lo que no ha hecho) hasta la insistencia en que “Romneycare” y “Obamacare” son muy diferentes (son virtualmente idénticos”) en que Obama ha perdido millones de empleos (lo que es cierto solamente si uno cuenta los primeros meses de su administración, antes de que sus políticas tuvieran efecto)– es bien algo totalmente falso o profundamente engañoso. ¿Cuál es el motivo de la imparable mendacidad?

Desde mi punto de vista, se resume en el cinismo que subyace en toda la iniciativa. Una vez que uno decide esconder sus creencias y decir lo que a uno se le ocurra que lo va a llevar a la candidatura, a pretender que uno está de acuerdo con gente que en privado uno cree que son tontos, ¿para qué se va a preocupar uno del todo respecto a la verdad?

Lo que este diagnóstico implica, por supuesto, es que las muchas personas de la derecha que no confían en Romney, que no creen que él esté verdaderamente comprometido con la fe política de ellas, están en lo correcto con respecto a sus sospechas. Él está interpretando un papel y nadie sabe lo que se oculta detrás de esa máscara.

Entonces, ¿deben aquellos que no comparten la fe de la derecha tranquilizarse con la evidencia de que Romney no cree en nada de lo que dice? ¿Debemos nosotros, en particular, dar por un hecho que, una vez electo, en realidad seguiría políticas económicas sensatas? Desgraciadamente, no.

Porque el cinismo y la falta de calidad moral que han sido tan evidentes en la campaña no van a desaparecer una vez que Romney llegara a la Oficina Oval.

Si no se atreve a estar en desacuerdo con la estupidez económica ahora, ¿por qué vamos a imaginar que iría a estar dispuesto a retar tal sinsentido después?

Hay que tener en mente que, si resultara electo, la misma gente que él trata tan desesperadamente de calmar ahora estaría como halcones observándolo en pos de cualquier señal de apostasía.

La verdad es que Romney está tan profundamente comprometido con la insinceridad que ningún bando puede confiar en que va a hacer lo que esa facción considera correcto. Traducción de Gerardo Chaves para La Nación.

Paul Krugman es profesor de Economía y Asuntos Internacionales en la Universidad de Princeton y premio Nobel de Economía del 2008.