Choque contra la Muralla china

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En el mejor de los casos, a todos los datos económicos se les ve mejor como un género de ficción científica particularmente aburrido, pero los datos chinos son aún más ficticios que la mayoría. Agregue un gobierno reservado, una prensa controlada y el descomunal tamaño del país y se hace más difícil entender lo que realmente está sucediendo en China que en cualquier otra economía importante.

Sin embargo, las señales actuales son inconfundibles. China está metida en serios problemas. No hablamos de cualquier revés menor de los que siempre aparecen en el camino sino de algo más fundamental. La forma como un todo de hacer negocios del país, el sistema económico que ha empujado tres décadas de increíble crecimiento, ha llegado al límite. Uno podría decir que el modelo chino está a punto de estrellarse contra su Gran Muralla y lo único que queda por preguntarse es la gravedad de los daños causados por el choque.

Empecemos con los datos, sin parar en lo poco confiables que sean. Lo que de inmediato salta cuando uno compara a China con casi cualquier otra economía, aparte de su rápido crecimiento, es el torcido equilibrio entre consumo e inversión. Todas las economías exitosas dedican parte de su ingreso actual para inversión, más que para consumo, con el fin de ampliar su capacidad futura para consumir. China, sin embargo, parece invertir solo para ampliar su capacidad futura; ¡para invertir aún más! Estados Unidos que, ciertamente se ubica en la parte alta, dedica el 70% de su producto interno bruto al consumo; para China, la cifra se queda a medio camino para llegar a esa altura, mientras que casi la mitad del PIB se invierte.

Efecto Lewis. ¿Cómo es eso siquiera posible? ¿Qué hace que el consumo se mantenga tan bajo y cómo es posible que los chinos hayan sido capaces de invertir tanto sin –hasta ahora– toparse con réditos que van en disminución? Las respuestas son tema de intensa controversia. El argumento que tiene mayor sentido para mí se sustenta en una antigua percepción del economista W. Arthur Lewis, quien argumentaba que los países que se encuentran en etapas tempranas del desarrollo económico corrientemente tienen un pequeño sector moderno junto a un sector tradicional grande que contiene gigantescas cantidades de “excedentes de mano de obra” –campesinos subempleados que en el mejor de los casos dan un aporte marginal a la producción como un todo–.

La existencia de este excedente de mano de obra, a la vez, tiene dos efectos. Primero, durante un tiempo tales países pueden hacer fuertes inversiones en fábricas nuevas, en la construcción y así por el estilo, sin toparse con ganancias disminuyentes, porque pueden seguir aprovechando mano de obra nueva proveniente del campo. Segundo, la competencia por parte de este ejército de reserva de mano de obra mantiene los sueldos bajos al tiempo que la economía se sigue enriqueciendo. En verdad, lo principal para mantener bajo el consumo chino parece ser que las familias chinas nunca ven mucho del ingreso que genera el crecimiento económico del país. Parte de ese ingreso fluye a la élite conectada con la política, pero buena parte de él sencillamente se queda embotellado en las empresas, muchas de ellas de propiedad estatal.

Todo esto resulta muy peculiar según nuestros estándares, pero funcionó durante varias décadas. Ahora, sin embargo, China ha alcanzado el “punto Lewis” o, para G de manera cruda, se le acaba el excedente de campesinos.

Eso debería ser algo bueno. Los sueldos están aumentando; finalmente los chinos comunes y corrientes están empezando a compartir los frutos del crecimiento. Pero también significa que la economía china inesperadamente se topa con la necesidad de un drástico “reequilibrio”–la frase del momento en la jerga económica–. La inversión se está topando ahora con ganancias marcadamente a la baja y va a disminuir drásticamente sin importar lo que el Gobierno haga; el gasto de los consumidores tiene que aumentar de manera dramática para reemplazarla. El asunto estriba en si esto puede suceder con la suficiente rapidez como para evitar una malévola crisis económica.

Y la respuesta, de forma creciente, parece ser no. La necesidad de reequilibrar ha sido obvia durante años, pero China sencillamente sigue posponiendo los cambios necesarios, en vez de apuntalar la economía manteniendo la moneda devaluada e inundándola con crédito barato. (Dado que alguien va a plantear el asunto: no, esto tiene muy poca semejanza con las políticas de la Reserva Federal en los Estados Unidos)

Estas medidas pospusieron la hora de la verdad, pero también aseguraron que esta hora fuera aún más amarga cuando finalmente llegara. Y ahora ha llegado.

¿Y qué importancia tiene esto para el resto de los mortales? En los valores de mercado –que es lo que cuenta para la perspectiva global– la economía de China todavía es solo modestamente más grande que la de Japón y tiene apenas cerca de la mitad del tamaño de la de Estados Unidos o la de la Unión Europea. Por lo tanto, grande no es gigantesco y, en épocas ordinarias, el mundo probablemente asimilaría los problemas de China con toda normalidad.

Desafortunadamente, estas no son épocas normales: China está llegando a su punto Lewis al mismo tiempo que las economías occidentales están pasando por su “momento Minsky”: el punto cuando deudores privados desbordados por las obligaciones están tratando de echar atrás al mismo tiempo, y al hacerlo provocan una crisis general. Las nuevas congojas de China son lo último que el resto de nosotros necesitaba.

Sin duda muchos lectores están sintiendo un latigazo intelectual. Apenas ayer teníamos miedo de los chinos; ahora sentimos miedo por ellos. Pero nuestra situación no ha mejorado.

Paul Krugman es profesor de Economía y Asuntos Internacionales en la Universidad de Princeton y premio Nobel de Economía del 2008.