Cambiante y duradera identidad

Este artículo es exclusivo para suscriptores (3)

Suscríbase para disfrutar de forma ilimitada de contenido exclusivo y confiable.

Subscribe

Ingrese a su cuenta para continuar disfrutando de nuestro contenido


Este artículo es exclusivo para suscriptores (2)

Suscríbase para disfrutar de forma ilimitada de contenido exclusivo y confiable.

Subscribe

Este artículo es exclusivo para suscriptores (1)

Suscríbase para disfrutar de forma ilimitada de contenido exclusivo y confiable.

Subscribe
Imagen sin titulo - GN (Conrad)

Es esa época del año… el largo fin de semana cuando nos reunimos con amigos y familia para celebrar los perros calientes, la ensalada de papa y, sí, la fundación de nuestra patria. Y es también la época cuando algunos de nosotros nos ponemos un poco filosóficos, a pensar qué es lo que celebramos. ¿Es Estados Unidos en el 2013, en cualquier sentido significativo, el mismo país que declaró la independencia en 1776?

La respuesta es, sugeriría, sí. Pese a todo, hay un hilo de continuidad en nuestra identidad nacional –reflejada en instituciones, ideas y, en especial, en actitud que sigue sin romperse–. Sobre todo, todavía somos, claramente, una nación que cree en la democracia, aunque no siempre actúe según esa creencia.

Y eso es algo extraordinario cuando uno toma en cuenta lo mucho que el país ha cambiado.

En 1776, era una tierra rural, compuesta de pequeños finqueros y, en el sur, de finqueros un poco más grandes que tenían esclavos. Y la población libre consistía en, bueno, blancos anglosajones protestantes: casi todos venían de Europa noroccidental, 65% venía de Gran Bretaña y 98% eran protestantes.

Hoy Estados Unidos no se parece en nada a aquello, aunque a algunos políticos –pensemos en Sarah Palin– les gusta hablar como si el “Estados Unidos real” todavía fuera blanco, protestante y rural o de pueblos pequeños.

Pero el EE. UU. real es, de hecho, una nación de áreas metropolitanas, no de pequeños pueblos. De hecho, dos tercios de los estadounidenses viven en áreas metropolitanas con medio millón o más de residentes.

Tampoco, dicho sea, vive la mayoría de nosotros en arbolados suburbios. Estados Unidos como un todo tiene solo 87 personas por cada 2,6 kilómetros cuadrados (km²), pero el estadounidense promedio, de acuerdo con la Oficina de Censos, vive con más de 5.000 personas por 2,6 km². Esto significa que el estadounidense corriente vive en un ambiente que semeja el área metropolitana de Boston.

¿Qué hacemos en estas áreas metropolitanas densamente pobladas? Casi ninguno de nosotros es finquero; pocos de nosotros cazamos; en líneas generales, estamos sentados en cubículos los días entre semana y visitamos un mall de compras los días libres.

Y en lo étnico somos muy diferentes a los fundadores de nuestra nación. Solo una minoría de los estadounidenses de hoy es descendiente de los blancos anglosajones protestantes y los esclavos de 1776. El resto desciende de sucesivas oleadas de inmigración. Ya no somos una nación anglosajona; somos solo alrededor de “medio protestantes”; y nos volvemos cada vez más menos blancos.

Sin embargo, sostendría, que todavía somos el mismo país que declaró la independencia.

No se trata solo de que hemos mantenido la continuidad del gobierno legal. El Gobierno actual de Francia, hablando estrictamente, es la Quinta República; tuvimos nuestra revolución contra la monarquía primero, pero todavía somos la Primera República, lo que en realidad convierte a nuestro Gobierno en uno de los más viejos.

Más importante, sin embargo, es el arraigo duradero en nuestra nación del ideal democrático, la idea de que “todos los hombres son creados iguales” –todos los hombres, no solo los hombres de ciertos grupos étnicos o de familias aristocráticas–.

Por supuesto, nuestro ideal democrático siempre ha estado acompañado de enorme hipocresía, empezando con los muchos padres fundadores que apoyaron los derechos del hombre y después volvieron a disfrutar del fruto del trabajo de esclavos. Estados Unidos es hoy un lugar donde todos afirman apoyar la igualdad de oportunidades; sin embargo somos, objetivamente, la nación del mundo occidental más agobiada por clases: el país donde los hijos de los ricos es muy probable que hereden el estatus de sus padres. También es un lugar donde todos celebran el derecho al voto; no obstante, muchos políticos se esfuerzan por privar del derecho al voto a los pobres y a los que no son blancos.

Pero eso misma hipocresía, en cierta forma, es una buena señal. Los adinerados pueden defender sus privilegios, pero dado el temperamento de los Estados Unidos, tienen que pretender que no lo están haciendo. La gente que promueve bloquear el voto sabe lo que están haciendo, pero también saben que no deben decirlo. De hecho, ambos grupos saben que la nación los verá como no estadounidenses, salvo que al menos hablen de la boca para fuera sobre ideales democráticos; y en ese hecho estriba la esperanza de redención.

Así las cosas, sí, todavía somos, en un profundo sentido, la nación que declaró la independencia y, más importante, declaró que todos los hombres tienen derechos. Levantemos nuestros perros calientes en saludo.

Traducción de Gerardo Chaves para La Nación

Paul Krugman es profesor de Economía y Asuntos Internacionales en la Universidad de Princeton y premio Nobel de Economía del 2008.