WikiLeaks, secretos y mentiras

Tras las revelaciones de WikiLeaks, se propiciará, perversamente, un mayor secretismo

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SINGAPUR – La última descarga de información por parte de WikiLeaks ofrece fascinantes revelaciones sobre el funcionamiento del Departamento de Estado de los Estados Unidos que mantendrán a los expertos en política exterior y a los teóricos de las conspiraciones muy ocupados durante meses. Naturalmente, gran parte de lo comunicado no es “noticia”, en el sentido tradicional, sino una serie de embarazosas meteduras de pata: verdades que nunca se deseó oír en voz alta.

Subyace a esos chismorreos –no debe extrañar que los estadounidenses consideraran al primer ministro italiano, Silvio Berlusconi, “vanidoso”, o a Robert Mugabe de Zimbabue “un viejo loco”– la cuestión más amplia de si los Gobiernos deben poder guardar secretos.

El fundador de WikiLeaks, Julian Assange, sostiene que la respuesta es “no” y que una mayor transparencia “crea una sociedad mejor para todo el mundo”, lo que plantea la cuestión de por qué los Gobiernos guardan secretos y si se trata de razones justificadas.

Protección de información. La tarea de mantener los secretos del Estado recae con frecuencia en sus servicios de inteligencia, que suelen centrarse en la protección de tres tipos de información. El primero es sus fuentes y métodos, que se deben salvaguardar para que sigan siendo eficaces a la hora de recoger información. Cuando el Washington Times informó en 1998 de que la Agencia de Seguridad Nacional podía vigilar el teléfono por satélite de Osama bin-Laden, por ejemplo, este dejó de utilizarlo.

En segundo lugar, no se deben dar a conocer las identidades y las actividades de un personal operativo del servicio, para que pueda desempeñar sus tareas y se garantice su seguridad. A raíz de la publicación el pasado mes de julio de decenas de miles de documentos sobre la guerra del Afganistán por WikiLeaks, un portavoz talibán dijo a periodistas británicos que el grupo estaba “estudiando el informe” con vistas a identificar y castigar a quien resultara haber colaborado con las fuerzas de los EE.UU.

En tercer lugar, se debe mantener secreta la información facilitada confidencialmente por Gobiernos o servicios de inteligencia extranjeros para no dejar en una posición embarazosa a quien la facilita y, por tanto, reducir la probabilidad de que vuelva a hacerlo en el futuro. Una consecuencia duradera de la más reciente filtración es la circunspección al compartir información con los Estados Unidos.

En realidad, lo habitual es que los Gobiernos intenten, naturalmente, guardar en secreto mucho más que esto. A veces evitar las situaciones embarazosas puede redundar en beneficio del interés nacional, pero puede proteger también las carreras de los políticos y los burócratas. En otras circunstancias, puede ser prudente no revelar cuánto –o lo poco que– se sabe sobre una situación determinada.

Rendición de cuentas. WikiLeaks se considera inserto en la tradición en la que los medios de comunicación piden cuentas a los Gobiernos sobre sus abusos. El papel del cuarto poder fue particularmente importante durante el gobierno del presidente George W. Bush. Las revelaciones de torturas, entregas extrajudiciales y vigilancia electrónica sin mandamiento judicial dependían de un periodismo de investigación que ahora está amenazado por las reducciones presupuestarias y la incesante atención que los medios de comunicación prestan exclusivamente a lo actual, sea lo que sea: con frecuencia a expensas de lo auténticamente interesante desde el punto de vista periodístico.

Pero mientras que el verdadero periodismo de investigación depende de la calidad, WikiLeaks se distingue por la cantidad. La magnitud del volumen de los datos descargados en Internet imposibilita un análisis detenido o, de hecho, un examen detenido de la información potencialmente perjudicial.

El umbral de la revelación justificada ya no es las fechorías de la escala de la que dio nombre el término Watergate y todos los posteriores “-gates”. En su lugar, se está advirtiendo a los funcionarios del Estado que todo documento puede ser filtrado y publicado a escala mundial por un funcionario subalterno descontento.

Más secretismo. No es probable que la consecuencia de ello sea la transparencia. Propiciará, perversamente, un mayor secretismo. El mensaje que casi con toda seguridad está pasando por todos los poderes importantes es el siguiente: cuidado con lo que se transmite por escrito.

En lugar de evaluaciones veraces y análisis provocativos, ahora muchas decisiones se basarán en informaciones orales y reuniones no reproducidas en actas. Los encargados de la adopción de decisiones desconfiarán de la transparencia, incluso con su personal más cercano.

Es probable que esos cambios sobrevivan a la embarazosa posición de la secretaria de Estado de los EE.UU., Hillary Clinton. Semejante autocensura propiciará decisiones peores y menos rendición de cuentas por las decisiones que se adopten. Parece un precio muy alto que pagar por el cotilleo.