Vecinos por una noche

Todos los días, al caer el sol, un grupo de personas se reúne en las afueras del antiguo hotel Terminal Raventós, con la esperanza de dormir en el único centro del país que ofrece refugio nocturno a los “habitantes de la calle”. Así se vive una noche en ese lugar.

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Son las 5 p. m. y una sábana de agua cae sobre el centro de San José. En la zona roja, la lluvia se convierte en diluvio y el líquido se escurre por las aceras.

Mientras los peatones buscan guarecerse bajo paraguas de mil colones o en los techos de locales cercanos, un grupo de personas –oficialmente denominados habitantes de la calle–, tiene otra preocupación: dónde pasar la noche, cómo escaparse del frío y la humedad cuando las sombras terminen de tomar la ciudad.

Marybelle Rodríguez, la recepcionista del Centro Dormitorio para Habitantes de la Calle (ubicado entre avenidas 3 y 5, calle 12), es una mujer bajita pero maciza, y en las inmediaciones del que fuera el antiguo hotel Terminal Raventós, nadie confunde su estatura con su autoridad. Ahí, ella manda.

A las 5:40 p. m., sale por el portón principal del Centro para cumplir con su rutina diaria de purgar las inmediaciones de todos los novatos que se acercan antes de la hora oficial de ingreso con el fin de asegurarse el cupo. Eso se prohíbe porque los comerciantes se quejan de que su presencia les espanta a los clientes.

La acompañan dos policías que siempre están presentes en el Centro, y la administradora, Teresita Cordoncillo. Sin embargo, los ojos están sobre ella: mientras permanece allí, nadie se atreve a acercarse. Saben que en el instante en que ella desaparece detrás del portón, todo se vale.

Estoy de pie a la par de la entrada y me asomo por ambos lados. Mis ojos vírgenes no saben reconocer lo que se cocina en los alrededores; sin embargo, ella sonríe y hace el favor de señalármelo, como lo haría un cazador veterano con un novato que no es capaz de identificar a un venado camuflado en su hábitat natural: detrás de un poste, un grupo de hombres se congrega en las aceras diagonales, pendiente de cada movida de Marybelle.

La mujer de mirada cálida pero firme me vuelve a ver con una recomendación: “Si yo fuera usted, me quitaría de ahí”. Soy intrusa y desconozco la dinámica, pero soy capaz de oler la adrenalina que circula en el aire. Me corro del portón de entrada para reubicarme en el caño.

Marybelle me vuelve a ver con una sonrisa juguetona, y desaparece tras el paredón. En cuestión de un instante, tal y como si se hubiera disparado un tiro de salida, una estampida humana invade la calle. En un sprint digno de Nery Brenes, decenas de hombres de todas edades hacen su mejor esfuerzo –entre empujones y codazos– por llegar primeros. No corren por una medalla. Corren por una cama.

El Centro Dormitorio para Habitantes de la Calle –una iniciativa de la Municipalidad de San José que esta semana celebra sus dos años de existencia– ofrece una solución, pero solo para algunos: hay camas para 102 personas y son más de 900 las que permanecen en estado de indigencia solo en la capital, según cifras del Instituto Mixto de Ayuda Social (IMAS).

En este lugar, las cosas funcionan como en el Titanic: las mujeres tienen prioridad, al igual que los adultos mayores y las personas con discapacidad. Todos ellos forman una fila preferencial al lado izquierdo del portón, sin mayor prisa porque su campo está asegurado.

El fenómeno de las mujeres que están en calle es muy distinto al de los hombres, asegura Randall Valverde, de la organización no gubernamental Casa Hogar San José, que administra el proyecto de la Municipalidad.

“A pesar de ser socialmente más vulnerables, las mujeres acceden con más facilidad a los recursos del Estado, y también al dinero, por ejemplo, a través de la prostitución. Además, la cultura dicta que la mujer necesita del espacio íntimo”, explica el psicólogo.

“Las mujeres vienen con sus bolsas de pertenencias, mientras el 75% de los hombres no tiene ni un cepillo de dientes”, agrega.

Al lado derecho de la puerta, detrás del ganador de la corrida, se acumulan los varones, sin discusiones ni pleitos, pues estos podrían comprometer la estadía: tan fácil como se les regala el campo, se les podría quitar.

Se reparte una ficha por cama hasta que se agotan. En una noche pasada por agua como esta, fácilmente quedan fuera 30 personas. A quienes no tuvieron suerte, de una vez se les avisa y la reacción general es de molestia. A las 6:35 p. m. llega la policía municipal tras una llamada de asistencia, pues un pequeño grupo de revoltosos golpea el portón, enojado por haber sido excluido.

Con la instrucción de “cédula en mano”, pasan, de diez en diez, a una rigurosa inspección. Primero se deben quitar los zapatos. Luego suben por las gradas hasta el punto de revisión, donde les registran el cuerpo y las pertenencias que, por cierto, son pocas. Algunos traen únicamente la mudada que andan puesta. Otros cargan un poco más y, en un bulto o bolsa plástica, acumulan todas la pertenencias que poseen en esta vida.

Por seguridad, no entran maquinillas de rasurar, espejos, licor, drogas u objetos punzocortantes. Guiselle Obando, de la Policía, requisa un gas lacrimógeno cuyo dueño prefirió despedirse de él que de una cama seca por una noche.

Si llegan en un estado de drogadicción visible o con el aliento “perfumado”, tampoco pueden entrar. “Sópleme aquí, en la nariz”, le dice la oficial a un hombre mayor con chaqueta de cuero. Tras reprobar la prueba, se retira de las instalaciones, disgustado.

Mauricio Cordero, exhabitante de la calle quien trabaja en dicho Centro, me asegura que son muchos los que prefieren quedarse en la calle donde nadie interferirá con sus patrones de consumo de drogas. También explica que no pueden entrar con bebidas ni alimentos.

“Antes se permitían las botellas pero se prohibieron porque más de uno ingresaba con el agua ‘bautizada’. Tampoco se permite la comida. La naranja, por ejemplo, la majan y le inyectan vodka. Yo esa no me la sabía cuando andaba en la calle”, bromea.

Luego de aprobar la revisión, pasan al registro, donde les toman los datos con un primitivo sistema en Excel y les entregan un tiquete de servicio con la fecha, su nombre, el cuarto y el número de cama que se les asignó. En ese momento, también se eligen los afortunados que podrán volver el próximo día para gozar de uno de los 40 almuerzos que se regalan, con prioridad para los adultos mayores.

Un hombre se me acerca, tras concluir con el procedimiento, y me regala un papel. “Tome. Está un poco arrugadito pero el mensaje es lo que cuenta”, me dice. “¿Quién es Jesucristo?”, reza la portada del panfleto. Lo único que puedo pensar es: ‘Este hombre no posee más que la ropa que anda puesta y está preocupado por salvar mi alma'’

Le pregunto cuántos años tiene y me responde que 45. Yo le hubiera calculado al menos 60. Cada vez que pregunto por la edad de alguien en este lugar, aprendo que la calle hace envejecer prematuramente a las personas.

Del registro, pasan por cobijas y piyamas, y de ahí se dirigen a las habitaciones que les fueron dadas. Al haber sido un hotel, el edificio donde se ubica el Centro Dormitorio para los Habitantes de la Calle cuenta con más de 25 dormitorios. En cada uno hay dos camarotes. El sector de las mujeres está en el costado suroeste del edificio y lo demás es el área de los varones. Por motivos obvios, los cuartos carecen de puertas, pero eso no parece preocupar a los hombres, quienes se cambian la ropa sin pensar siquiera en la privacidad y con rostros que denotan agotamiento.

La mayoría se acuesta en su cama mientras espera la llegada de la cena (otro “lujo” que viene incluido con la cama) pero algunos emergen con piyamas cafés, grises o verdes y se sientan en el piso o en una de las pocas sillas que hay en el salón central del lugar. Unos juegan dominó y muy pocos hablan.

Chao, cariño, chao resuena de fondo cuando Ellery accede a hablar conmigo. Es un muchacho de 27 años. Me dice que es músico y que esta es apenas la segunda vez que viene a dormir aquí. ¿Cómo fue a dar usted a este lugar?, le pregunto.

“Por desordenado. Y por el crack”, confiesa. Me jura que ese día fue su último como usuario de la sustancia. Me lo dice de corazón, como probablemente lo hace todas las noches, previo a sucumbir de nuevo ante la tentación.

Esa historia me la sabré de memoria antes de acabar la noche. Crack. Crack. Crack... al salir de ahí en la mañana, solo habré encontrado una persona que no consume activamente la droga.

Esa tesis la confirma Valverde, quien calcula que entre el 90% y el 99% de las personas que acuden a este servicio tienen problemas de adicción. El crack es el problema más recurrente, aunque entre las generaciones más viejas, también es posible encontrar alcohólicos a quienes el guaro les resultó suficiente para ahogar todas sus penas.

También son frecuentes los casos de gente que presenta un trastorno dual, es decir, que además de su drogodependencia tiene problemas psiquiátricos.

“Es recurrente el trastorno bipolar con la adicción a drogas, por ejemplo. Yo calculo que entre un 30% y un 40% tiene ambos trastornos. Hay una vulnerabilidad social vinculada a las drogas”, explica Valverde.

¿Qué más hace falta para que una persona pase de tener techo a no tenerlo? No hay fórmula, asegura Valverde, pero sí factores comunes y de mucha complejidad que se repiten historia tras historia. El riesgo social se manifiesta en situaciones de pobreza económica, baja escolaridad, acceso limitado a servicios de salud, la migración de zonas rurales hacia la ciudad, la pertenencia a familias con un gran grado de disfuncionalidad, exposición y consumo de drogas y la carencia de redes funcionales en el entorno.

Otros elementos se suman a los factores de riesgo, haciendo más complejo el problema. Uno de ellos es el acceso relativamente fácil que tienen las personas en situación de indigencia a recursos económicos (por ejemplo, a través de ventas ambulantes y reciclaje). Tras abandonar la calle, sienten que antes era más fácil hacerse de dinero.

“La sociedad no está preparada ni tiene los mecanismos para albergar a una persona en esa etapa de transición, empezando por la dificultad de encontrar empleo, de retomar estudios, de vincularse con una sociedad que es consumista, de manejar ciertas drogas legales como el alcohol y el tabaco”, explica.

“A eso se suma, en términos existencialistas, la pérdida del sentido de la vida. De una u otra manera, todos andamos buscando la felicidad. Ellos encontraron, como camino, las drogas. Salen de la calle y ven que el resto de la sociedad también busca lo mismo y no lo halla. Eso les genera un sinsentido y frustración”.

Acomodados por la noche Dos horas después de la convocatoria al Centro, finalmente cierran las puertas y la última persona registrada retira su cobija y sus sábanas. La cena se retrasó y todos esperan la comida en un estado semiconsciente, entre despiertos y dormidos. Por fin, a las 10 p. m., llega una olla inmensa de arroz con atún.

El alimento se sirve en contenedores plásticos desechables, 30 a la vez, porque esos son los espacios que hay en las dos mesas rectangulares del comedor. Se anuncia en los primeros cuartos que la cena está servida y se les recuerda que para comer, deben mostrar el tiquete que se les entregó a la hora del registro.

La primera tanda de personas se sienta y antes de que el voluntario de la oración hubiera terminado de dar gracias (a Dios y a don Randall), un hombre se levanta con el plato completamente vacío. Inhaló el arroz en menos de 30 segundos.

Algunos agradecen a la salida, otros no. Eso es como en cualquier lugar.

La rutina se repite tres veces hasta que todos los estómagos están llenos. A la salida, algunos se enjuagan la boca en la pila y toman agua. De ahí, directo para la cama. Yo, en cambio, sigo dando vueltas. Me detengo al lado de un tablón de anuncios que establece las reglas del lugar.

Un listado de instrucciones reúne las condiciones mínimas para quedarse ahí. Hay una definición de las normas, de los incumplimientos y de las sanciones. Existen faltas leves, como estar en un cuarto diferente al asignado; faltas moderadas, como ensuciar o dañar las instalaciones, y faltas graves, como amenazar u ofender a otros. Las amonestaciones consisten en la prohibición del uso de las instalaciones por un día, 15 días, 30 días o por siempre, dependiendo de la infracción y de si es o no un comportamiento reiterado.

Las paredes del salón central están decoradas con imágenes tomadas por algunos de los usuarios del Centro que participaron en un curso básico de fotografía.

Muy pronto, las tablas de madera resuenan con los ronquidos de quienes ya han caído presos de su primer o segundo sueño, y la tos de otros que no han tenido tanta suerte. Con intervalos muy breves, se levanta una persona de un lado del edificio, o del otro, para ir al baño.

Decido retirarme al cuarto que se me asignó: la habitación que de día funciona como la oficina de la trabajadora social.

Penurias nocturnas

A pesar de la recomendación del policía que está de guardia esa noche, decido salir a dar una vuelta a las 2 a. m., sin pedir permiso. Al dejar mi aposento, cierro con llave la puerta y oigo un traqueteo detrás de mí.

Busco el origen del sonido en el baño, y veo que una mujer emerge gateando por debajo de la puerta de uno de los cubículos que, evidentemente, había quedado cerrado. Le pregunto si está bien y me confiesa que tiene insomnio.

Es pequeña, con las facciones endurecidas por el sufrimiento; le faltan tres de los dientes superiores. Tiene el pelo castaño cortado al ras y sus ojos color miel están perdidos. “No puedo dormir porque se les olvidó darme el clonazepam. No logro dormir sin tomármelo”, dice.

Le pregunto si puedo hacer algo por ella. No me responde pero luego de un silencio prolongado empieza a contarme sus penas: su drogadicción, su alcoholismo, su trastorno psiquiátrico, su lesbianismo... Me habla de un viaje que hizo a Guanacaste para ver a su hermano. Dice que él se separó por culpa de ella, aunque no termino de entender cómo.

“Yo lo que quiero es morirme”, confiesa al tiempo que se enjuga sus ojos y las lágrimas se deslizan por sus cachetes. Se limpia los mocos con una manga de su suéter rojo.

Empieza a descargar sobre mí las desgracias que la persiguen desde que nació, con lujo de detalle. Revivo con ella su primera violación, cuando, con apenas 5 años, un tío y un primo se encerraron con ella en un cuarto.

Dos años después, cuando su abuela casó por segunda vez, el hombre empezó a aprovecharse de la niña y cuando esta se hizo de valor para acusarlo con la matrona, la abuela la tachó de mentirosa e infeliz y le metió una paliza.

Sin embargo, lo que más la agobia hoy, es la muerte de su madre. Ya transcurrió una década desde que la mujer fue asesinada por su esposo, pero el hombre jamás pagó y ella nunca encontró paz. En un instante me habla de Dios y su amor, y en el próximo me cuenta de su gran plan para hacerle justicia a su madre y “sacar a esa cochinada de la calle”.

Intento disuadirla: “La que va a salir perdiendo es usted. Va a terminar en la cárcel, dando su vida por el mismo hombre que se la robó a su mamá”.

Pero ella me corrige. Ya conoce la cárcel; estuvo ahí por robo agravado. Allí, por lo menos, tiene dónde dormir y qué comer, dice.

Intento apelar a argumentos espirituales y le aseguro que su vida tiene un propósito. “Yo sé que Dios me creó con un propósito”, acepta. Suspiro con alivio, pero solo por un instante. “Me trajo a este mundo para sufrir”, continúa. Yo quedo atónita.

Hablamos durante casi una hora, y cada minuto sus susurros se convierten en enunciados más enérgicos. El policía nos escucha y aparece en el pasillo.

Ella se aleja de prisa hacia el cuarto y me deja en compañía del hombre quien, tras una breve reprensión, se ofrece a acompañarme a dar una vuelta por el lugar. Un olor levemente agrio sale de algunas de las habitaciones y es evidente que la circulación de aire no es el fuerte de la infraestructura. En ese momento me percato de que, contrario a lo que me esperaba, realmente no me había topado con malos olores.

A las 3 a. m. me acuesto en una colchoneta prestada. Cuando mi mente deja de dar vueltas, caigo en un sueño superficial, pero pocos minutos después me despierta la bulla de una zona de la ciudad que rara vez conoce el silencio: golpes mecánicos, alarmas, carcajadas y sonidos irreconocibles. Me asomo por la ventana en varias ocasiones sin poder identificar las fuentes del ruido. Durante las próximas dos horas, logro conciliar un sueño superficial, en lapsos de cuatro o cinco minutos, pero no más que eso.

Un nuevo día

El azul del cielo se empieza a convertir en celeste y para cuando me atrevo a aventurarme otra vez por los pasillos, ya hay movimiento. Quienes trabajan en ventas ya están listos para salir de ahí. Las primeras personas se fueron a las 4 a. m.

En el centro del salón se apilan las cobijas, sábanas y piyamas, listas para ser lavadas. Las personas que ya circulan por ahí se mojan el pelo en la pila.

La idea original del Centro Dormitorio era que los usuarios se pudieran bañar por la mañana. Pero en la realidad eso no es posible. Las tuberías han dado problemas, ya que gotean y empapan los techos de los negocios que están debajo del antiguo hotel. Según me explican, al ser un edificio arrendado, la Municipalidad no puede invertir en él.

El otro inconveniente que tiene la estructura es que, por estar en un segundo piso, no cuenta con facilidades para personas con discapacidad. Hay un ascensor rudimentario en la parte trasera pero para llegar a él, hay que atravesar un parqueo privado y, en la práctica, no se utiliza. Un hombre en silla de ruedas que frecuenta el Centro siempre sube las gradas alzado.

A las 5:45 a. m., llegan los integrantes de la agrupación Naranja –una organización de voluntarios que le ofrece alimento a esta población desde hace cuatro años–. Cuatro veces por semana madrugan para servirles un desayuno a quienes se hospedan en el Centro.

Esfuerzos de grupos como Naranja y las Hermanas de la Divina Caridad hacen posible el arribo de un alto porcentaje del alimento que se regala allí.

“Nosotros ofrecemos desayunos jueves, viernes, sábados y domingos, y vamos a intentar ampliarlo a todos los días de la semana. Dependemos de la buena voluntad de la gente. Todo es a base de donaciones de empresas”, explica Adelia Acosta, de Naranja.

“Hacemos lo que podemos para aportar nuestro granito de arena en esta situación tan grave que hay en San José”, añade.

Tras acomodar los alimentos y dar gracias a Dios, cerca de 15 voluntarios se preparan para recibir a los huéspedes. Les dan café, refresco, gelatina, queque y galletas. Luego de que pasen todos, se permiten repitentes. Uno de los indigentes se devuelve y les regala un pin, de los que vende en la calle, en son de gracias.

Los habitantes de la calle abandonan el recinto tras el desayuno, con las pocas pertenencias que ingresaron la noche anterior y con sus necesidades básicas satisfechas. Por ahora, al menos.

Así, con esa mentalidad de inmediatez, se vive en la calle. Abandonan el lugar a sabiendas de que dentro de unas horas todo empezará de nuevo, desde cero.