Una mujer llamada Palabra

Carmen Naranjo La escritora y animadora cultural falleció el miércoles 4 de enero a los 84 años

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Ingresar en la oficina de Carmen Naranjo en la Editorial Universitaria Centroamericana (EDUCA) entre 1984 y 1992, era entrar, más que en un espacio físico, en un estado del alma. Una puerta abierta a uno de los curiosos y orgánicos dibujos que trazaba entonces, que llamó Ventanas y asombros , abigarrados de elementos vegetales y de un bestiario fantástico recurrente en sus sueños. Trenes que iban a la infancia, pueblos perdidos en la historia – como rezan sus títulos–, barcos de papel intangible, pájaros que revoloteaban incesantes en su corazón.

Rememoro aquella oficina, al principio situada en San Pedro y más tarde en Los Yoses, con la misma intensidad y la misma emoción con la que en 1985 escribí mi primer relato y se lo dediqué por igual a Carmen Naranjo y a mi madre.

La oficina siempre estuvo abierta a quien quisiera visitarla, pero no era menos enmarañada que los diseños que Carmen bosquejaba sobre los objetos más increíbles.

En Costa Rica. A Traveler’s Literary Companion (1994), una de las mejores antologías de literatura costarricense que se ha publicado, la editora norteamericana Barbara Ras recuerda, divertida, la dirección que le dio Carmen para que fuera a visitarla: “La cuarta entrada de Los Yoses”.

A partir de 1984, EDUCA se convirtió en un ritual de iniciación: “Ir donde Carmen”. Un jardín secreto para una o dos generaciones de escritores, un pasaje obligado para cualquiera que se interesara por la literatura regional, igual como, una década antes, pasaron por su despacho Ernesto Cardenal, Sergio Ramírez o Julio Cortázar.

En un país de tradición aislacionista, como el nuestro, fue la escritora costarricense más centroamericana; y ahora que, sin dejar de estar, ya no está, no es sorprendente leer que en Nicaragua o Panamá se hable de ella como “nuestra Carmen, nuestra Carmen Naranjo”.

Vértigo de hacer. Carmen llegó a ser ministra de Cultura entre 1974 y 1976, cuando ya era una escritora en pleno dominio de sus facultades creativas y había publicado la mitad de sus obras importantes, como las novelas Los perros no ladraron (1966), Camino al mediodía (1968) y Diario de una multitud (1974). Los años en EDUCA coincidieron con su segunda etapa más productiva, en la que escribió sus libros de cuentos Ondina (1983), Otro rumbo para la rumba (1989) y En partes (1994).

Como lo he contado en otras ocasiones, para mí Carmen fue siempre la ministra que, al ser llamada para recibir el premio Gatunas –célebre en la década de 1970–, dividió en dos el cine Central con su andar irrefutable y recibió la estatuilla de manos de Hugo “el Gato” Araya diciendo: “¡Gracias porque sí me lo merezco!”. ¿Quién es capaz de decir eso en Costa Rica? Carmen podía ser así. Avasalladora, maravillosa y políticamente incorrecta. No podía durar en la política electoral y no duró.

En 1982 aún se recordaba su renuncia como ministra de Cultura, pero, después de un breve periodo de trabajo en Guatemala y México, aceptó la dirección del Museo de Arte Costarricense (MAC). De nuevo se convirtió en uno de los ejes de la vida artística del país de la única manera vertiginosa que tenía para hacer las cosas, sin pensárselas dos veces, con una inconfundible sonrisa en los labios, y organizó el festival Octubre Cultural.

En ambas ocasiones solo duró dos años en el gobierno y se enfrentó al poder hegemónico que no le perdonó jamás su independencia de criterio y su libre albedrío, en una Centroamérica cada vez más polarizada y ensangrentada por el ocaso de la Guerra Fría.

Guido Sáenz me contó alguna vez lo que aprendió de ella cuando fue su viceministro y luego, al sucederla en el cargo de titular de Cultura: cómo transformar un hecho cualquiera en un acontecimiento. Hasta el final de sus días, Carmen tuvo ese raro privilegio de convertir en entusiasmo todo lo que tocara; ese precioso revoltijo de sangre, genio, locura, tenacidad y rebeldía corriendo por sus venas que la llevó a ser la personalidad que fue. Que es. Que será.

Sin esta energía –que era como una voz interior que le salía del alma y le traspasaba los poros, y nos contagiaba a todos– no hubiera cultivado la amistad que tuvo con la primer ministra Golda Meir durante sus años como embajadora en Israel. Carmen hizo hablar en el Teatro Nacional a Juan Rulfo, el hombre más tímido del universo; logró que una jovencísima y diminuta Isabel Allende aceptase impartir una conferencia en 1984, y podía escribir sobre cualquier superficie, encima de todo, por todo y en cualquier circunstancia, como si lo hiciera en contra de la resistencia del mundo.

Voz constante. Igual que otras mujeres de su generación, Carmen se acostumbró a escribir debajo , al reverso de los papeles oficiales que le fueron impuestos por la sociedad patriarcal; del otro lado del día, es decir, en la noche.

En cierta ocasión, me relató una anécdota iluminadora de la posición de la escritora en la sociedad: cada vez que su madre la veía sentada a la máquina de escribir, al oscurecer, en horas inverosímiles de la noche, le pedía misiones domésticas imposibles, como arreglar las cortinas o correr los muebles de la sala, como si ser mujer no fuera suficiente justificación para poder escribir.

Incluso siendo una narradora célebre, llenaba servilletas, facturas, tarjetas y papelitos con garabatos en los que tarde o temprano lograba descubrir el destino prodigioso de una historia o de una ventana detrás de la cual se ocultaba un universo en miniatura o una proliferación de personajes invisibles, nacidos de su imaginación.

Sospecho que, en los momentos duros, eso la salvó del monstruo que todos llevamos dentro. Dibujaba y conscientemente ejercitaba sus manos en el arduo oficio de inventar para permanecer de este lado del espejo y recordar quién era –algo que un artista debe realizar como un ejercicio cotidiano–. Si un escritor quiere permanecer lejos de la locura, debe permanecer cerca del escritorio, decía Kafka.

Sin embargo, Carmen Naranjo era dueña de un fulgor amaestrado: su voz, y nunca le falló en ningún momento, ni al principio ni al final de su existencia, como cuando leyó sin interrupción el larguísimo poema Pequeña biografía de mi mujer , del nicaraguense José Coronel Urtecho, sin que se le quebrara el aliento ni mermase la respiración. Fue un don. Una voz que escuché cantar, exclamar, estallar en expresiones de júbilo, arengar, gritar de alegría o llenarse de indignación. La misma voz de sus poemas, novelas y narraciones.

Su voz era una chispa vital que iluminaba unos ojos inevitables, un tanto atrevidos e infinitamente penetrantes, como se aprecia en las fotografías de su juventud, enmarcados por el rotundo delineado de sus cejas.

Una voz fuerte y decidida, a prueba de hipocresías y medias tintas. Tal vez por eso, Carmen podía hablar por horas cara a cara, y por teléfono, segundos. Decía lo que quería de una forma directa, franca y abierta, y ya.

En el paraíso. El 3 de mayo de 1976, Carmen se dirigió por última vez a la opinión pública en un discurso televisado: “Se ha criticado al Ministerio que dirijo por los programas de cine [']. Es cierto que hemos incomodado hasta el cansancio con imágenes que todos tratamos de olvidar. Pero no es cierto que con ello estemos provocando subversión [']. La subversión se abona cuando ocultamos verdades que están creciendo y reproduciéndose y reclaman, con justicia, pronta atención. La subversión se propicia cuando vamos cediendo la independencia de una cultura propia en aras de una cultura ajena, que nos ve y concibe en términos de mercado”.

Han pasado 36 años, y su alocución profética –en la que también menciona la violencia y la transformación de los patrones de consumo– parece haber sido pronunciada ayer.

En 1976 salió de su despacho para fundar lo que en la época se llamó famosamente “el Ministerio de Cultura en el exilio”, la productora cinematográfica Istmo Film, junto a los cineastas Antonio Yglesias y Óscar Castillo y los escritores Samuel Rovinski y Sergio Ramírez.

Entre 1984 y 1992, en medio de la guerra centroamericana, EDUCA se constituyó en el cuartel de invierno de la literatura regional en el exilio –interior o exterior–, y el despacho de Carmen, en lo más parecido al paraíso para un escritor joven, viejo o perseguido. Allí, rodeado de torres de libros, pirámides de papeles por descifrar y café caliente las 24 horas, fui testigo de muchos milagros y de algunas resurrecciones.

El 13 de julio de 1984, Carmen debía clausurar el Simposio Internacional de Literatura, que se celebraba en Costa Rica, junto a las escritoras argentinas Luisa Mer-cedes Levinson –íntima amiga de Borges– y Luisa Valenzuela. No encontró otras palabras que volver a la palabra original: “¿Y por qué no nos ponemos a cantar?”, dijo. ¿Y por qué no? Espero que lo esté haciendo ahí donde esté ahora.