Una misma manera de contar

Tradición Hollywood recurre a iguales estrategias narrativas desde hace casi un siglo

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Son los minutos finales de Harry Potter and the Deathly Hallows: Part 2 ( Harry Potter y las reliquias de la muerte, parte 2 , 2011), de David Yates, el último capítulo de la más exitosa saga cinematográfica de la última década. Se produce el duelo final entre Harry y el-que-no-debe-ser-nombrado, Voldemort.

Para llegar a ese momento, el público ha pasado por ocho películas en las que ha conocido a los personajes, sus motivaciones y su historia. Cuando el joven mago levanta su varita, también lo hacen decenas de espectadores en la sala, algunos de ellos con el corazón hecho un puño, a pesar de que tienen la certeza de que habrá un feliz desenlace.

Los filmes de Harry Potter han conquistado a un nuevo público con una fórmula vieja y buena. Como otros éxitos comerciales de cualquier época de Hollywood, su logro se debe a una historia y una narración “emocionantes” –predecibles, contadas mil veces–, administradas y dosificadas por medio de distintos episodios, tramas y subtramas de aventura, amor o fraternidad, personajes protagónicos y secundarios, cada uno entrañable a su manera, y efectos especiales que roban el aliento hoy y arrancarán bostezos en cinco años.

Es probable que más de la mitad de este público haya nacido en años posteriores a 1995; es decir, un siglo después de la invención del cinematógrafo. Para ellos, las películas de Harry Potter son modernas, parte del presente, y es viejo cualquier relato del siglo XX, incluso otras sagas, como la primera trilogía de Star Wars (La guerra de las galaxias, 1977-1983), de George Lucas.

Sin embargo, a la misma “lógica” responden las estrategias narrativas de unos y otros relatos, así como de otros más añejos, como The Ten Commandments ( Los diez mandamientos , 1956), de Cecil B. De Mille, o Casablanca (1943), de Michael Curtiz. Es decir, responden a una forma de narrar y seducir al espectador que en sus líneas generales es la misma desde 1917.

Desde hace cinco décadas, los estudiosos del cine han denominado “narración clásica”, “cine clásico de Hollywood” y “modo de representación institucional” (MRI), entre otros términos, a aquella forma de narrar. Incumbe no solamente al cine estadounidense pues se ha consolidado como la forma hegemónica a través del mundo y la reproducen las industrias de todo el globo, de manera que también pueden ser ejemplo de ella un drama francés o una comedia mexicana.

Clasicismo. La historia del arte y de la literatura, así como la cultura popular, recurren al término ‘clásico’ para señalar obras de una antiguedad no determinada, ejemplares por su excelencia o su correspondencia con un canon; pero no es necesariamente así en los estudios cinematográficos.

El crítico francés André Bazin fue el primero que se refirió al cine de Hollywood como ‘clásico’. El término no tenía que ver con la antiguedad pues analizaba los filmes estadounidenses que veía estrenarse en los años 30, 40 y 50.

A partir de Bazin, el clasicismo del lenguaje cinematográfico se vincula con un estilo fundado en el equilibrio y la inclusión del espectador, la construcción de personajes, historias y espacios al servicio de la narración, y una “lógica de transparencia” que torna invisibles los materiales narrativos: es decir, como ocurre en Harry Potter y las reliquias de la muerte y en cualquier producto de Hollywood, industria brillante por su eficacia.

Una elaboración industrial y reglamentada determina aquellos rasgos típicos. Surgieron de manera paulatina, mediante procesos de prueba y error por parte de los estudios cinematográficos, empeñados en acertar en las preferencias, las expectativas y los hábitos del gran público.

David Bordwell señala 1917 y 1960 como los años de apertura y clausura del apogeo de la forma narrativa clásica. En aquel lapso, la producción estuvo dominada por un estilo definido y homogéneo, el cual permaneció constante a través de las décadas, los géneros, los estudios y el personal.

A partir de 1960, más que un abandono del clasicismo, ocurre una evolución que se explica por los avances tecnológicos, las nuevas generaciones de cineastas y espectadores, y por el conocimiento de relatos de otras latitudes, como Europa y Asia.

Sin embargo, esos cambios fueron generalmente detalles temáticos y formales, y no variaron los principios que todavía guían las narraciones estadounidenses: con distintos efectos especiales y mayor o menor velocidad en la exposición del argumento, películas tan distantes en el tiempo como Gone with the Wind (Lo que el viento se llevó, 1939), de Victor Fleming, y Titanic (1997), de James Cameron, conquistaron a millones de espectadores con los mismos recursos.

David Bordwell indica que, hasta el presente, quienes participan de esta forma narrativa clásica –productores, directores, guionistas, técnicos– se reconocen como constreñidos por reglas que establecen límites rigurosos a la creación individual.

Historias que se cuentan solas. Tanto en la actualidad como en la época que es señalada como la de su apogeo, el clasicismo cinematográfico se desarrolló a contracorriente de las otras artes.

Las vanguardias de la plástica, la música y la literatura dedicaron el siglo XX a la renovación formal y perceptual, pero Hollywood estabilizó cierta forma de mostrar y narrar. Incluso, puede afirmarse que esta forma remite a un siglo atrás: al realismo literario del francés Honoré de Balzac y del inglés Charles Dickens.

Un filme de Hollywood pretende ser “realista” tanto en el sentido aristotélico (fidelidad a lo probable) como en el naturalista (fidelidad al hecho histórico). Es decir, la cinta genera mundos de ficción coherentes, sin ambiguedades en la exposición de causas y efectos, con personajes congruentes consigo mismos y con las historias que protagonizan.

En suma, el de Hollywood es un relato “verosímil”, incluso en las narraciones fantásticas, como The Lord of the Rings ( El señor de los anillos , 2001-2003), de Peter Jackson, y en las de ciencia ficción, como Avatar (2009), también de Cameron.

Para robustecer esa verosimilitud, el cine de Hollywood disimula su condición de artificio por medio de un montaje articulado en torno a la simplicidad. Las técnicas de continuidad consiguen que los espectadores no perciban en qué instante hay un movimiento de cámara o un cambio de plano.

Es, pues, una narración que se “naturaliza”, como una historia que se cuenta sola y adquiere un valor esencial: ser como la realidad, imprevisible y sorprendente. Esta apariencia de verdad enmascara tanto lo arbitrario del relato y la intervención constante de la narración, como el carácter estereotipado y reglamentado de las acciones encadenadas.

Asimismo, los filmes clásicos enfatizan el factor humano (el héroe), así como trascendencias antropologizadas (un Dios benevolente). Brindan también poca o ninguna importancia a la naturaleza y, especialmente, al azar o lo inexplicable. Así, en una historia clásica, las cosas ocurren por algo, todo tiene una razón y, por tanto, una moraleja.

Los protagonistas son individuos psicológicamente definidos, que luchan por resolver un problema o alcanzar objetivos específicos. Por esta precisa caracterización, el clasicismo cinematográfico es terreno fértil para el este-reotipo y el prejuicio pues atribuye características a héroes y villanos, así como a sus motivaciones.

Llamar “clásico” a un filme estadounidense no es un juicio en cuanto a su calidad pues es atribuible tanto a las mejores obras de John Ford o Steven Spielberg como a las más mediocres comedias de Adam Sandler. Simplemente, se señala la permanencia de un modo de narración y de hacer industria, pero también de una forma de consumo y de público.

El autor es profesor de Apreciación de Cine en la Universidad de Costa Rica.