Una mano al cáncer

Cuando la doctora Anna Gabriela Ross falleció de cáncer, dejó a cargo de familiares y amigos la tarea de dar el apoyo que la Caja no puede suministrar a los pacientes. La fundación que lleva su nombre, hoy da asistencia a decenas de personas que sufren este mal en el país.

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Nadie le explicó nunca a Adriana Rojas Bonilla las características del cáncer gástrico que padecía ni las secuelas que sufriría de por vida después de que los cirujanos le extirparon el 80% de su estómago.

Tampoco nadie le contó que aquella dolorosa combinación de quimio y radioterapia le produciría tanto malestar, que el cabello se le iba a caer y que se le podría manchar la cara si se atrevía a recibir un poco de sol.

Todo lo anterior lo aprendió luego de sufrir en carne propia las secuelas de la cirugía y de los tratamientos posteriores.

Fue un día de tantos, cuando rompió en llanto en el consultorio del oncólogo, que el médico la envió al servicio de Psicología del hospital público donde la operaron, con la intención de que la ayudaran a comprender el proceso que estaba viviendo.

Aunque la psicóloga del hospital no le ayudó mucho –ni se acordaba de su caso, pues en cada cita de seguimiento debían empezar de cero–, contarle a su mamá que la habían referido a ese servicio le abrió a Adriana la puerta a un mundo diferente.

“Le conté a mami y ella, sin decirme nada, empezó a buscar y encontró a la Fundación (Anna Gabriela Ross). Me sacó cita y ya llevo tres meses en terapia con la psicóloga de la Fundación.

“Sin duda, me siento mucho mejor. Muchas, pero muchísimas de las cosas que no entendía, me ayudó a comprenderlas y a aceptarlas Giulianna (la psicóloga de la organización). No tengo cómo agradecer el apoyo”, comentó Adriana, quien vive en el centro de Alajuela y viaja, cada 15 días, a la sede de la Fundación, en el paseo Colón, San José.

La falta de información sobre cuestiones tan básicas como qué es el cáncer y la labor de acompañamiento en las diferentes etapas de la enfermedad, son dos de los vacíos que ese grupo intenta llenar en muchos enfermos.

La queja común de los pacientes con cáncer y sus familiares, es la falta de un servicio de atención integral en los hospitales del estado. Contar con esa atención es básico, tratándose de un padecimiento que es la segunda causa de muerte en el país (mata a más de 3.000 ticos al año), y ataca a 8.000 personas anualmente.

Esas quejas fueron escuchadas muchas veces por la doctora Anna Gabriela Ross durante los tres meses que pasó luchando contra un cáncer. En ese tiempo, compartió espacio, dolor y angustia con decenas de personas en los hospitales.

La doctora Ross falleció en setiembre del 2003, a los 48 años de edad, no sin antes dejar a cargo de familiares y amigos la tarea de crear una organización que le ayudara a los pacientes a vivir este duro trance.

Durante la mayor parte de su vida, Ross se destacó como una gran salubrista y líder política del Partido Liberación Nacional (PLN).

Su experiencia con el cáncer la dejó como herencia a través de la fundación que hoy lleva su nombre, la cual, según Victoria Ross –su sobrina y actual presidenta–, ha logrado posicionar el tema de esta enfermedad en el país.

Lista de tareas

Isabel Herrera Mora es la mayor entre las mujeres de los 12 hijos que tuvo Matusalén Herrera Fernández.

Don Lolo, como lo llamaron siempre de cariño, falleció el 10 de marzo del 2008, víctima de un cáncer de páncreas. Tenía 85 años de edad.

Desde que le diagnosticaron la enfermedad hasta que falleció, transcurrieron tres meses. Sin embargo, según cuenta Isabel, fue tiempo suficiente para conocer y padecer los incontables baches en la atención de su padre.

La historia es larga, pero el resultado es lo que importa. Isabel, quien trabaja como asesora de ventas en la Funeraria del Recuerdo, en el Paseo Colón, se convirtió en voluntaria de la Fundación Anna Gabriela Ross de tanto pasar frente al edificio sede, recordar lo que vivió con su papá y cavilar sobre las ventajas de enrolarse en las filas y colaborar.

Lo ha estado haciendo hasta ahora. “La capacitación recibida aquí me ha servido para dar apoyo a las personas que conozco en la funeraria. Me han capacitado en tratamiento del dolor y en el trato a los familiares de personas que mueren”, comentó.

La Fundación tiene 90 voluntarios activos y más de 600 que han recibido capacitación, como ella. A la sede central, acuden diariamente decenas de personas en busca de atención.

Uno de los principales servicios es la terapia psicológica, como la que recibe Adriana Rojas y que, según ella, le ha cambiado la vida y le ha ayudado a entender la enfermedad.

Victoria Ross comentó que ese es uno de los principales servicios. Se trabaja con personas con todos los tipos de cáncer.

Más recientemente, han empezado a involucrar a familiares, especialmente a niños y adolescentes a quienes dieron un taller para ayudarlos a comprender el proceso por el cual está pasando su papá o mamá, su abuelito, tía o un hermano.

Los más pequeños, usualmente, son alejados de la información con la excusa de no hacerlos sufrir. Pero ellos se dan cuenta, sufren a su manera y se hacen preguntas, comentó la psicóloga Giulianna Brenes.

Entre los objetivos también está tener algún tipo de impacto en las políticas públicas de instituciones como la Caja Costarricense de Seguro Social (CCSS), precisamente para ayudarla a llenar los vacíos en la atención de los cuales tanto se quejan los pacientes oncológicos.

“Tenemos muchos proyectos. Queremos seguir y fortalecer los grupos de apoyo para todas las edades; continuar con los talleres de capacitación para los cuidadores (ya tenemos un manual para ellos); conseguir patrocinadores para un proyecto de arteterapia para niños con cáncer; y seguir con la expansión de una red de activistas en Centroamérica en el tema del cáncer”, detalló Victoria Ross.

Es así como la Fundación le ha logrado transformar la vida a decenas de enfermos y sus familias. “El cáncer cambia la vida. A pesar de que llevo más de cuatro años de haber sido operada, vivo con el miedo constante de que vuelva. Estoy en proceso de recuperar la confianza y la seguridad, sobre todo por mis hijos”, dijo Adriana, quien con ayuda de la este grupo está planeando terminar sus estudios de bachillerato y empezar una carrera.

“No le niego que siento miedo, pero ahora es diferente. Estoy aprendiendo a sobrellevar los cambios de mi nueva condición. Ya no lloro ni me enojo tanto”, reconoció.

Ahora, comprende mejor por qué ya no puede comer como antes –pesaba casi 50 kilogramos antes de la extirpación del estómago y ahora pesa 36–, y por qué la gente se queda mirándola e incluso la tratan de anoréxica, sin conocer su historia.

Aunque el temor está ahí, ya Adriana no se siente paralizada. Cada tres meses, le realizan una gastroscopía y no será sino hasta dentro de un año que podrá aspirar a que la den de alta de su enfermedad.

Ha sido la primera en su familia en sufrir de cáncer, y espera ser la última.