Un maestro monumental

En una casona ramonense tuvo su primer taller de escultura el Premio Magón 2010, Ólger Villegas Cruz. Era solo un escolar cuando su abuela descubrió sus habilidades y le cedió un cuarto para que hiciera sus creaciones.

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La casona de la abuela Hermelinda era de madera, blanca con un zócalo azul y piso de tierra. Estaba rodeada de árboles de naranjo y flores, y una cerca de piñuelas la separaba de las propiedades de los otros parroquianos.

Tenía solo dos cuartos. Uno, para Hermelinda y su hijo Ezequiel. El otro pasó mucho tiempo ocupado por el baúl donde el bisabuelo Rafael Valverde guardó algunos de los recuerdos de la guerra de 1856. Esta fue la habitación elegida para que el mayor de sus seis nietos tuviera su primer taller de escultura.

La abuela lo había notado. Las manos fuertes y regordetas de su Negrito estaban hechas para algo supremo. Aquel improvisado taller sirvió al escolar para hacer su primera escultura, a los 10 años de edad: un busto del poeta ramonense Lisímaco Chavarría, con el cual ganó el primer lugar en un concurso regional. La obra todavía se puede apreciar a la entrada de la escuela Jorge Washington, en el centro de San Ramón.

“Mi abuela entendió que me encantaba el arte y a ella le fascinaba. Entonces, me hizo una habitación especial y la convirtió en el centro de mis actividades artísticas. Ahí guardaba mis tarritos de pintura, mis herramientas, mis pedazos de madera, mis recipientes con arcilla, mis pliegos de lija'. En aquel cuarto, se me pasaban todas las santas tardes”, recuerda Ólger Villegas Cruz, casi 70 años después de recibir este privilegio en medio de las estrecheces económicas de la abuela Belinda, como la llamaban sus nietos con cariño.

Marcas indelebles

Conserje en una escuela y lavandera, Hermelinda amaba a sus nietos; en especial, al mayor. Ólger la describe con una sola palabra: extraordinaria.

“Siempre he pensado que mi abuela era una mujer profundamente humana. En su casa, todo mundo comía, en una pobreza agónica. Ella siempre guardaba uno o dos huevos de sus gallinas por si alguien llegaba. Hacía pan y un bizcocho, medio guacho como dicen, y lo guardaba por si alguien pasaba a tomar café o aguadulce. Conmigo era la abuela más cálida y cariñosa”.

Alta, morena, canosa y sin dientes. Vestía un batón con delantal y usaba moño. Murió a los noventa y tantos. Ólger no pudo ir a su entierro porque pasaba por una crisis, como muchas que le ha tocado enfrentar a lo largo de sus casi 77 años de vida.

Es una de las cosas que más le duele. Sin embargo, hoy, a dos días de recibir el máximo galardón que el Estado otorga en el campo de la creación o de la investigación, el Premio Magón, la recuerda con un inmenso cariño y agradecimiento por guiarlo en su ruta hacia el arte.

Marca indeleble

No más empezando la adolescencia, Ólger sufrió una de las pérdidas más sensibles en su vida: su papá, el maestro de escuela Marcelino Villegas, desapareció.

Fue una de las tantas víctimas que dejó la guerra de 1948. Calderonista como era, don Marcelino salió un día de su casa y nunca más se supo de él.

“Marcelino Villegas Valverde y Edelmira Cruz Brenes fueron mis padres. Ellos fueron maestros rurales en los campos de San Ramón y luego pasaron a ser maestros en la escuela Jorge Washington. Tuve la oportunidad de conocer mucho el área rural por ellos, porque yo viajaba en ancas de papá o de mamá adonde iban a trabajar. Soy el mayor de seis hijos. Norman es un año menor que yo. Sigue Zaida, Olga, Álvaro y Willy, que ya murió. Somos de pura cepa ramonense, del puro centro.

“Yo fui muy buen estudiante de primero a sexto grado. Luego vino el problema de la revolución, que a mí me afectó tremendamente. Que se desaparezca de repente mi papá es una cosa horrorosa. Lo perdí cuando más lo necesitaba, porque estaba saliendo de sexto grado. Cuando estábamos en los preparativos para la graduación estalló la guerra. Ya el título lo fui a recibir a la casa del que era director de la escuela, don Bolívar Salas.

“Las noticias iban y venían, hasta que un día de tantos dijeron que había triunfado la revolución y de ahí en adelante fue un problema tremendo. Dejaron a mi mamá sin plaza y mi papá no se sabía dónde estaba.

“El problema fue que él era calderonista. Andaba muy involucrado en esto porque estaba a favor de las garantías sociales. Mi papá era muy comprometido con las clases sociales porque él había sido sumamente pobre. Fue muy humilde. Su padre los abandonó y dejó sola a mi abuela Hermelinda. Al final, la abuela crió a los hijos a punta de limpiar una escuela y lavar ajeno”.

Don Marcelino era, además de maestro, zapatero, juguetero y sastre. Él conocía muy bien los sueños de su hijo, a quien no cesaba de repetirle: “Coseré todos los pantalones del mundo con tal de que usted vaya a estudiar a Europa, no importa que me dé la madrugada”. Mas el destino quiso otra cosa.

La repentina desaparición de su padre después de la sangrienta confrontación, le dolería a Ólger por mucho, mucho tiempo. Hasta que ya adulto, en México, adonde viajó a perfeccionar el arte de la escultura, conoció al doctor Gregorio Casillas Casillas, quien no solo le dio posada. También le dio la mejor medicina para mitigar su dolor: un consejo que, a la postre, le alivió el enojo por la pérdida de su papá, y le permitió seguir viviendo sin tanto rencor.

Tenía 25 años cuando Casillas, sentados los dos en la sala de su casa, en México, le dijo: “A ti te tocó la circunstancia de perder a tu papá pero no por eso vas a dejar de ser feliz. Hay circunstancias que son adversas pero no por eso se deja de ser feliz, siempre que uno se lo proponga. No puede ser feliz una persona ni dar felicidad si no la lleva en el alma”.

“Esa noche no pude dormir. En la mañana, cuando me levanté, me dije: ‘Ólger, lo que te dijo este señor es cierto por los cuatro costados de la vida’, y me propuse ser feliz”.

El largo viaje

Pocos años antes de que Hermelinda le habilitara una de las habitaciones de su sencilla casona, la maestra Franca Solano había descubierto el talento del chiquillo fogoso cuando entró al kínder. “Usted va a ser artista”, le pronosticó mientras guardaba para él trocitos de arcilla, plastilina, los mejores lápices de color y pedacitos de cartulina para que él echara a volar su don.

Un día de tantos, estando ya en la Facultad de Bellas Artes de la Universidad de Costa Rica (UCR) –donde se graduó de como licenciado en Artes Plásticas con énfasis en escultura–, vio caminar hacia él, por uno de los larguísimos pasillos, a una figura que le pareció conocida.

“¡Niña Franca!” La vista no lo engañó. Su maestra de kínder viajó hasta San José para cumplir la promesa que le hizo al niño de seis años cuando le pronosticó que iba a ser artista: “Yo le voy a ayudar para que usted estudie en Italia”. Ahí estaba la niña, frente a él. “Hay unas becas para que te vayás a Italia”.

Una vez. Dos veces tocó la maestra la puerta de Bellas Artes sin lograr que a su estudiante lo tomaran en cuenta para perfeccionarse en Europa.

La tercera ocasión, ya fue iniciativa de Ólger, quien dirigió su mirada hacia México, adonde partió con $63 en el bolsillo y una promesa de beca que, como muchas después, no se cumplió.

Pero el viaje, la soledad y el trabajo bien valieron la pena.

Ese país le recorre las venas y el acento, que no se le pierde en los dejos y dichos. Allí, se preparó en la antigua Academia La Esmeralda, en San Fernando 14, del Distrito Federal, hoy conocida como la Escuela Nacional de Pintura y Escultura.

“A ese lugar llegaban los grandes maestros mexicanos a dar lecciones: Ruiz Hernández, Alberto de la Vega, Castelar' una cantidad de escultores, pintores y grabadores que daban lecciones en esa escuela. La primera vez, yo estuve con Alberto de la Vega, quien fue una gran persona conmigo”.

“Él me habló de la nueva visión del arte. Yo había sido imaginero, aunque hacía algunas cosas de arte creativo, de figura humana' fundamentalmente, había trabajado en imaginería.

“Cuando llegué a México y vi que había otras posibilidades, conversécon él, quien me hizo ver que la cosa era cambiar el ideario. Que ya todo eso estaba superado y debía mirar hacia otro horizonte. Ya de todas maneras yo había tenido contacto con Rodán y una cantidad grande de escultores de generaciones más recientes”.

Así las cosas, dejó atrás sus primeros pasos –dados en la imaginería religiosa (figuras sagradas) junto a maestros como Manuel Zúñiga, Néstor Zeledón Varela, José Zamora hijo, Francisco Ulloa Báez y Juan Rafael Chacón– para seguir avanzando hasta llegar adonde está ahora, aunque la mayor parte del tiempo su trabajo ha pasado en el más silencioso anonimato.

Trabajo y más trabajo

El padre del monumento a las garantías sociales y de las frondosas figuras femeninas que se despliegan con natural maternidad, no ha sido profeta en su tierra' hasta ahora, en el epílogo de una fructífera carrera que supera los 60 años.

“Villegas se destaca como uno de los mejores escultores costarricenses por su originalidad, su sensibilidad refinada, su estilo, su experimentación con diversos materiales y el dominio excepcional de las técnicas del dibujo y la escultura”, destaca el fallo del jurado del Magón, que trascendió el 21 de enero pasado.

En su pequeñísimo taller, en Heredia –donde reside–, el maestro conserva decenas de modelos a escala de lo que debió, algún día, convertirse en grandes esculturas. Fueron encargos que le hicieron muchas personas –algunas, ministros de gobierno–, y nunca volvieron por ellos.

En cuenta está una hermosísima figura de José Figueres Ferrer sentado en una poltrona, y lo que se suponía iba a ser el monumento a los pescadores en Puntarenas.

En una ocasión, le encargaron una escultura para homenajear a las razas. Supuestamente, la iban a ubicar en Limón. El tiempo del escultor en su taller y los costos económicos del desarrollo de ese proyecto quedaron solo en eso: en un plan que nunca vio la luz en el Caribe.

Muchas de sus figuras forman parte de colecciones particulares en países como Estados Unidos, Nicaragua, Venezuela y México.

En este último, fue donde encontró la escuela que necesitaba para desarrollar las habilidades que hoy, más tarde que temprano, se le reconocen con el Magón.

Su obra es vastísima y va más allá de la escultura para adentrarse en pintura, música y poesía. Ólger Villegas es un maestro completo.

“Un doctor en Artes no existe. Una persona viene a ser un maestro del arte cuando tiene 50 ó 60 años y tiene la experiencia de una vida al servicio del arte. Pero nada más. ¿Quién les ha dicho que los títulos en Artes valen? ¡Qué reguero de pendejadas!

“La maestría se adquiere con el tiempo y trabajando todos los santos días. Rodán decía que no había inspiración, que lo único que había era trabajo y más trabajo. Y que lo que se recaudaba al final era una hermosa obra, a puro sacrificio”.

Pero él no está triste. “Soy un hombre feliz”, asegura en las postrimerías de su vida y a pocos días de recibir el galardón.

Este premio lo sorprendió y le devolvió un poco las esperanzas de ser reconocido en la tierra que lo vio nacer a él, a su compañera de toda la vida, Mayela, a sus cinco hijos, sus cinco nietos y su bisnieta, Mía, de pocas semanas de nacida.

“Todo ese trabajo lo he hecho con el propósito de forjarme un hogar donde vivir feliz, tranquilo y poder proyectar mi obra, que es lo que más me interesa. Eso es lo que he hecho a través de mi vida.

“Si hubiera tenido más suerte, posiblemente tendría un palacio. Pero no debo pensar en lo que pudo haber sido y no fue, eso es una tontera. Esto es el fruto de mi esfuerzo y vivo feliz así.

“A pesar de las vicisitudes de la vida, los sacrificios, las angustias y todo el olvido, que ha sido sumamente duro para llegar a ser lo que soy, a pesar de eso, soy un hombre feliz, porque llegué a entender que la felicidad paradisiaca la construimos nosotros.

“Entendí que no pude hacer un inmenso taller, como yo hubiera querido, porque antes debía cumplir una serie de compromisos. Procrear cinco hijos no es tarea fácil y procurar que estudien y se preparen para que sean gente útil a la sociedad, es parte de ese compromiso.

“No puedo decir, de ninguna manera, que yo soy el mejor escultor de Costa Rica; pero sí soy un buen escultor, muy comprometido con lo que hago.

“Tampoco quiero establecer comparaciones porque eso es un absurdo; siempre habrá alguien mejor que uno. Solo soy un buen ser humano y un buen escultor”.