Última tarde con Merino

Este artículo es exclusivo para suscriptores (3)

Suscríbase para disfrutar de forma ilimitada de contenido exclusivo y confiable.

Subscribe

Ingrese a su cuenta para continuar disfrutando de nuestro contenido


Este artículo es exclusivo para suscriptores (2)

Suscríbase para disfrutar de forma ilimitada de contenido exclusivo y confiable.

Subscribe

Este artículo es exclusivo para suscriptores (1)

Suscríbase para disfrutar de forma ilimitada de contenido exclusivo y confiable.

Subscribe

Fue saludarlo y tomar nota. Tres palabras sobre la situación de su España le activaron la memoria y la primera respuesta se alargó una hora y pico. José Ángel Merino del Río quería hablar de su vida en la entrevista que resultó ser una despedida, 26 días antes de morir en un hospital cubano.

La entrevista se publicó el lunes 17 de setiembre y él la leyó el martes 18, víspera de viajar a Cuba. Dicen que le gustó, aunque seguidores suyos lo consideraron demasiado pesimista; creen que sus respuestas estaban agravadas por el dolor físico del añejo cáncer de riñón.

Las ironías de la vida: las últimas palabras públicas de este comunista las diera mediante La Nación , el medio que muchos de sus seguidores escriben con “z” y que él siempre atendió con calidez, aunque nunca tanta como esa tarde.

Ahí estaba sentado el político que llegó por azar a Costa Rica en 1970 y que acabó siendo el símbolo de los dos movimientos sociales de mayor arrastre en los últimos 15 años en Costa Rica: la oposición al “Combo del ICE” en 2000 y al TLC con Estados Unidos en 2007.

El cáncer que creyó superado y en algún momento empeoró en los últimos meses. La quimioterapia oral le minó la capacidad física a este español alto de 63 años, de cejas especialmente gruesas y de una melena negra que solía despeinársele cuando daba sus discursos al aire libre. Con micrófono o megáfono mostraba la virtud de la que se ufanaba sin modestia: su oratoria.

“Para mí era fácil ganar con la palabra. Estudiaba mucho y sabía agitar masas, indudablemente”, dijo este 12 de setiembre en la entrevista en que repasó su vida, hizo autocrítica a la izquierda costarricense y mostró sin reparos la fatiga que le propiciaba su enfermedad.

Nos atendió en su casa en barrio Escalante. Un mecate azul que se jala desde la acera y mueve una campanita era el timbre para poder llamar y entrar a la casa donde pasó sus últimos meses. Leyó y leyó algunos de los miles de libros ahí guardados. Escuchó música de cantautores para distrarse y clásica para desayunar. Ese día tenía libros nuevos, el regalo de cumpleaños número 63.

Delgado y pálido estaba el político que siempre se cuidó de mostrar el vigor del típico “macho ibérico”. “Creí que nunca iba a enfermarme”, dijo el exdiputado (1998-2002 y 2006-2010) y “compañero” del Partido Comunista, Vanguardia Popular y Fuerza Democrática.

Cuba, TLC, el Ché. Era presidente de Frente Amplio, hasta la noche de este lunes, cuando murió en suelo amigo exactamente cinco años después del referendo del TLC y en la misma fecha en que murió en 1967 el Ché Guevara, ícono moderno de las revoluciones de izquierda.

El cuerpo le impidió cumplir su deseo de seguir activo en la política, aunque fuera mediante sus reflexiones por Facebook alimentadas por las horas de lectura que practicaba en la casa donde vivía con su esposa Patricia Mora (sobrina de Manuel Mora, el histórico dirigente comunista gestor de las garantías sociales junto con Calderón Guardia y monseñor Sanabria).

En semanas recientes también recibió la visita de Maricarmen y Alejandra, sus dos hijas jóvenes que estudian en México. En la entrevista no paraba de hablar y contó también que era feliz abuelo de dos niñas de su hijo Bruno, quien nació en Guatemala en 1969 cuando Merino y su pareja de entonces, Nieves Martínez, recién llegaban a Centroamérica.

El joven José y su mujer llegaron a Costa Rica sin planificarlo. Merino había conocido en París a varios latinoamericanos que coincidieron con él en las ideas comunistas que le había inculcado un cuñado. Esos amigos lo indujeron a cruzar el Atlántico y salir así del régimen de la dictadura de Francisco Franco en España, al que solía agraviar traficando libros de Lenin, Machado y de Miguel Hernández.

Llegó a México y estuvo 24 horas, pero no localizó a su amigo Leonel ni logró que las autoridades le extendieran el permiso de ingreso.

Entonces alguien les recomendó ir a Guatemala, donde la pareja española consiguió trabajo dando clases de historia... guatemalteca. Ahí vivieron en una pensión hasta que recibió una invitación de su tío materno Agustín del Río. Era el hermano Tarcisio, miembro de la orden de La Salle en Costa Rica.

Tomó el tiquete de Ticabús y acabó en suelo tico, viviendo en una casa que los religiosos le prestaron en una finca lechera en las alturas de Heredia.

Los extranjeros estuvieron ahí dos o tres meses. Él bajaba ocasionalmente en bus a San José y en una de esas ocasiones, compró un periódico frente al edificio de Correos en el que se anunciaba para el 24 de abril una manifestación en el edificio de la Asamblea Legislativa contra la instalación en Costa Rica de una tal Alcoa (Aluminium Company of America), una empresa “yanqui” a la que el gobierno de José Joaquín Trejos Fernández (1966-70) había otorgado la explotación del aluminio en la zona sur.

Primera marcha, primera foto. Llegó entonces el 24 de abril al Congreso preguntando el camino a uno y otro. Ahí estuvo sin conocer a nadie hasta que una avanzada policial dispersó la manifestación y él corrió desorientado para donde fuera detrás de quien fuera. Al día siguiente, salió en una fotografía de La Nación detrás de los Mora Valverde, a riesgo de que el hermano Tarcisio viera que su protegido andaba en desórdenes callejeros.

Para no depender más de su tío, Merino dejó la finca lechera y buscó un apartamento en San José centro. Lo pagaba con el dinero que ganaba dando clases en la escuela La Salle a niños como Andrés Rodríguez, el hijo del hombre que 28 años después se convertiría en presidente de la República. Miguel Ángel Rodríguez promovió en el 2000 acabar con el monopolio del ICE en lo que se llamó “Combo”, motivo del movimiento opositor que catapultó a Merino como figura nacional.

La casa que alquilaron cerca del bar Limón era del papá de Kevin Casas, quien acabaría citando a Merino como objetivo de la ‘guerra sucia’ en la disputa política por el TLC, con aquel controvertido memorando que le costó el cargo de Vicepresidente de la República.

Nunca le faltó el dinero. Viviendo en San José, Decidió estudiar Ciencias Políticas en la UCR, frente a la plaza 24 de abril dedicada a aquel estreno de Merino como manifestante de calle. Estudió sin empeño, más dedicado a tareas de la política con Manuel Mora y su hermano Eduardo, su futuro suegro.

Hasta entonces, Merino era un español en Costa Rica, pero en 1975 su tío, el hermano Tarcisio, volvió a salvarlo. El religioso era amigo del Director de Migración de entonces y en cuestión de días el documento de nacionalidad costarricense llegó a manos del burgalés.

Gracias a ese favor y a su retorno a las aulas fue diputado 20 años después, la plataforma para su liderazgo político. El Congreso era su hábitat y siempre supo destacarse. Sabía hablar para las masas o las cámaras sin ser populachero. Sabía profundizar sin palabras de domingo. Se conocía el reglamento legislativo como si lo hubiera hecho a la medida de sus necesidades de diputado en minoría. Lo usaba para oponerse con elegancia y con argumentos, como dicen ahora sus adversarios. Una moción de Merino era siempre un dolor de cabeza.

La palabra “honor” era de sus favoritas y en, en esa línea, su última entrevista reconoció que los años recientes le enseñaron a desconfiar de la palabra del tico.

Su imagen era potente. El acentazo del centro de España, la voz fuerte, las cejas gruesas y despeinadas era su sello gráfico. Era capaz de soportar con saco una marcha soleada en la que todos iban en camiseta. No creía en Dios pero se jactaba de tener muchos amigos sacerdotes, como aquellos a los que escuchaba de niño cuando iba a misa dominical mandado por sus padres (católicos y miembros del Ejército Nacional afín a Franco). Fumaba suficiente y su aliento a veces lo recordaba. Tenía debilidad por el vino tinto, decía pocas malas palabras y amaba la paella.

Cumpleaños. Tenía una paella preparada el día que dio su última entrevista. Iba a celebrar su cumpleaños. Andaba vestido de pantalón azul oscuro y camisa blanca con las faldas por dentro. Nos recibió con la melena recién humedecida. Una gota le colgaba del flequillo sobre la frente y le brillaba con un rayo solar oportuno al momento de saludar.

Estaba dispuesto a hablar las horas que fueran. La sala olía a eucalipto y estaba plagada de velas apagadas. Sobre la mesa había un encendedor rojo, un cenicero del Hotel Nacional de Cuba y por ahí una foto de su esposa con Fidel Castro. Se veía el libro El ascenso de las incertidumbres y varios ejemplares del Estado de la Nación.

Le preocupaba cómo está Costa Rica, el país al que llegó por casualidad. Quería seguir haciendo política, pero el cuerpo lo frenaba. . Estaba pálido y delgado. “Uno quiere sentirse fuerte, pero en los momentos cuando uno se sincera con uno mismo uno piensa en los años y en la enfermedad. Eso ocurre cuando uno se afeita... Uno siente que todos los días duele algo y de repente caes en manos de los médicos”.

La entrevista duró casi tres horas, hasta que se fatigó con su propio verbo. Dijo que le quedaban largos años, que superaría esa crisis y que lucharía por una Costa Rica distinta “con el pesimismo de la inteligencia y el optimismo del alma”. Habló hasta cansarse y, disculpándose, pidió programar otra cita para acabar la conversación.