Trabas, trampas y trancas

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En las últimas semanas, como tres tristes tigres, varios artículos de fondo me han abierto los ojos (un poquito más) sobre la crisis profunda que prevalece y que no es financiera ni de impuestos ni del deporte, sino mental.

Agradezco que Jaime Ordóñez hace unas semanas me transmitió datos del último informe del Banco Mundial. ¿Cómo es eso que estamos apenitas mejor que Honduras y peor que el resto de América Central en facilidad para hacer negocios y obtiene el lugar 125 entre 183 países? Y en otra parte leí que respecto de puertos la cosa está peor.

Gracias también a don Alberto Cañas (según artículo en “Ojo crítico”, del 17 de marzo) .

Luis Paulino Mora, presidente de la Corte Suprema de Justicia, detecta “una trampa mortal” contra nuestra democracia con cantidad de ejemplos de “derechos” así proclamados por la justicia, pero que simplemente engrosarán las expectativas insatisfechas por ausencia de fondos previstos y por ineficacia del aparato estatal.

¿Quo vadis, Costa Rica? Señalan orgullosamente los manuales escolares que este es un país forjado por abogados, lo mismo que a diario escuchamos la cantinela de que aquí hay más maestros que soldados. Lejos de mí la idea de desacreditar esas profesiones en sí. Respecto de la primera es doña Sonia Picado la que, en sendos cursos en el Instituto de Derechos Humanos, me enseñó lo catalizador y hasta revolucionario que puede ser el derecho en función del cambio requerido. Respecto de la segunda profesión, me enorgullece firmar mis trabajos como “educador”, mi mayor título.

País adormecido. Pero la mayor tranca no está solamente en esos tres diagnósticos escalofriantes revelados por las autoridades señaladas (dos de ellas: abogados), sino en que ¡horror! esos desempeños profesionales, en gran medida y tal como se llevan a cabo, el derecho y la educación, digo, en la práctica se han aunado para adormecer y hasta paralizar el país. Los dos contribuyen a crear entelequias desligadas de la realidad palpable. Dejan a todos contentos con lo bonitos y felices que somos, comparados con esos “indios” de Centro-américa (entidad de la que, salvo que me demuestren lo contrario, formamos parte).

Como el papel aguanta cuanta ley le pongamos, confundimos alegremente democracia con oportunismo electoral. Por educación a-crítica vivimos en sinonimia títulos y conocimientos, nacionalismo y chauvinismo. ¿Cómo es eso que en esa dizque Suiza, antro de conformismo y statuquo, si no retroceso, no aprendemos a saltar la Suiza con autocrítica y espíritu de superación? ¿Cómo es que el superlegalismo de únicamente el “derecho a” no frena, sino justamente crea los portillos, tirando por la borda la legitimidad que implica la ética?

Justamente esos dos motores, el derecho y la educación, deberían ser factores de cambio. Lo son todavía en algunos casos. Pero aquí y ahora, al contrario, en cantidad de circunstancias se aúnan en trágicas drogas. Refuerzan esa doble y autosuficiente “insularidad”, en tiempo como en espacio que nos siguen asfixiando como país: es la “demoperfectocracia” que ya en los años treinta denunciaba Yolanda Oreamuno. Hasta cuándo nos creeremos distintos, nacidos enseñados, ajenos al tiempo además, cuando en otras partes hace rato están en el siglo XXI, competitivo e intercomunicado. Perpetuados en esa endogamia de villorrio, mal aplicados y en yunta, ambos factores nos están matando. Pero seguimos como aquel que se tiraba del décimo piso y llegando al tercero exclamó: “¡hasta aquí voy bien!”.