Todos somos iguales, pero'

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Cada tanto surgen viejos temas en los que se involucran pensadores de toda categoría, autorizados a dar su opinión hasta que el asunto se agota o queda relegado por algo más nuevo. Renace ahora el eterno problema de la desigualdad que vuelve a tocar nuestras puertas y el cual es analizado desde insospechados ángulos, pero que no logran más que asegurarnos que, efectivamente, no somos iguales.

Lo que vale la pena recordar es que alguna vez fuimos más iguales que ahora y, por esta razón, un poco más felices.

Hubo un momento en que San José, en vez de seguir poblándose, empezó a decrecer debido a la decisión de las familias de mudarse a los suburbios de la decaída ciudad. El este y el oeste fueron los principales destinos escogidos y así se forjaron dos tipos iguales de ciudadanos que esporádicamente cruzaban una invisible frontera para visitarse.

Los lotes para las nuevas viviendas eran espacios baldíos que colindaban con las casas existentes de Curridabat y Escazú. Los flamantes vecinos construyeron sus viviendas de acuerdo con los gustos de la época que, en aquel momento, priorizaban la sencillez sobre la opulencia.

Igualitaria convivencia. En ese tiempo, a los habitantes de esos barrios los igualaba el lugar común compartido, la necesaria cooperación vecinal y la relación de los niños recién venidos y los que eran dueños de la calle, con los que hicieron pronto una natural amistad. En esa época, los valores democráticos costarricenses se asentaban en una igualitaria convivencia entre los que, felizmente, compartían el espacio urbano común de los barrios.

Años después, los cafetales se convirtieron en barreras para la ciudad, catalogados como obstáculos que debían desaparecer para atender las exigencias del asfalto. A costa de ese sacrificio, nacieron barrio Dent, de un lado, y Rohrmoser, del otro, manteniendo siempre un estilo edilicio homogéneo y sin estridencias. Los Laureles al oeste, Lomas de Ayarco al este empezaron a marcar las diferencias, no tanto urbanas, sino propiciando una nueva manera de vivir, más holgadamente.

Después surgieron las urbanizaciones cerradas con altos muros perimetrales y restricciones reglamentarias que impiden construir lo que el propietario quiere porque allí impera la igualdad, empezando por las casas. Luego, poco a poco, se fue perdiendo el sentido de la proporción y, auge económico mediante, la vivienda tradicional pasó a ser objeto de museo y sus tipologías cayeron en el olvido.

Cuando se habla de la casa tradicional costarricense, se resalta el corredor al frente, donde se desarrollaba la vida social de sus habitantes. Los dormitorios eran compartidos entre los hermanos y la cocina era el lugar de la comida donde a nadie le era permitido faltar. Allí se desarrollaba la tertulia familiar y se sentaban las bases de la educación de los hijos, fomentando la tradicional sencillez que caracterizaba al tico. La vivienda es signo de vivencia y sus elementos son reflejo de las características vitales de sus habitantes; ella los define y los configura.

Cuando el crítico catalán Josep María Montaner nos visitó hace unos años, fue llevado a una flamante vivienda a la cual se negó a entrar por considerar que su espacio social era demasiado opulento y casi insultante.

Lo curioso es que la dueña de casa recibe a sus amigas en una pequeña sala porque allí se siente más a gusto, entre paredes y no entre vidrios. Es imposible forzar nuestra percepción natural del espacio en nombre de la ostentación.

Cada vez nos vamos desigualando de los demás, por nuestra propia decisión. Lamentablemente, la ciudad no ayuda más en su tarea cívica, que es la de compartir la vida urbana con nuestros vecinos del barrio. Además, nuestra condición natural de cooperar con los demás se ha debilitado, porque ya no conocemos a los demás y, más bien, desconfiamos de ellos.

Contrario a lo que dictan las normas, nuestra obsesión no es la de igualarnos, sino la de diferenciarnos y pensamos como reza un dicho (que debe ser argentino): todos los hombres son iguales, pero algunos somos mejores.