Todo por un retrato

 La publicación de una foto de 25 chiquillos de escuela, en la Atenas de 1929, provocó lo impensable: uno de aquellos “güilas”, José Fabio Ovares, se emocionó tanto al ver la imagen, que se dedicó a buscar a los que estaban vivos y logró reunirlos... ¡77 años después!

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“El maestro don Fernando Cabezas González se sonreía por dentro al mirar los ojos abiertos de ese montón de chiquillos risueños, todos muy limpios en sus camisas de manta y sus pantalones cortos. Este era su primer año como maestro y se había encariñado con aquellos muchachos, nietos y bisnietos de los pioneros que habían poblado Sabana Larga, desde principios del siglo XIX”.

La descripción de los momentos previos al instante en que se tomó la fotografía que conectaría pasado y futuro, nada menos que 77 años después, nace de Flora Ovares, hija de uno de los güilas que aparecen en el retrato, nadando en el antaño y la inocencia.

Y es que fue José Fabio Ovares Jenkins, hoy de 88 años, quien decidió remover el raudal de calendarios que lo alejaban de aquellos sus compañeritos de estudio y travesuras, en la entonces Atenas de labriegos sencillos.

Dicen que las casualidades no existen. Que todo pasa por algo. Lo cierto es que la concatenación de hechos por los cuales llegó la foto que originó todo a las manos de don José Fabio, es bien particular.

El domingo 21 de mayo del 2006, él recibió la llamada de un amigo, quien lo alertaba de que en la sección de Telefotos de la revista Proa había salido un retrato antiguo de un grupo de liceístas, entre los que estaba don Fabio.

Sentado en el acogedor comedor de su casa estilo rústico, empotrada en un terreno montañoso en las afueras de Ciudad Colón, este farmacéutico pensionado degusta un café antes de contar cómo lo que ocurrió aquel domingo le dio un viraje a su vida.

Con el torrencial aguacero como fondo de su sabrosa plática, comienza a hacer gala de su prodigiosa memoria y de su carisma para contra historias.

“Fíjese qué extraño lo que pasó; yo me voy a buscar la foto del Liceo (de Costa Rica) y no conozco a nadie, entonces me percato de que era una generación que salió como 20 años después que yo. En eso me llamó la atención otra foto que estaba a la par...¡y voy viendo que ahí estaba yo con los compañeros de segundo grado de escuela, en Atenas!”.

Don José Fabio sonríe con su mirada azul, aguada por la emoción al repasar el sorpresivo reencuentro con un instante de su vida, en el año 1929. Desde ese momento, una idea empezó a deambular en su cabeza. Fotografía en mano, se preguntaba una y otra vez qué habría sido de fulanito o menganito.

Por esos días, cuenta el afable señor, él no andaba muy bien de ánimo. Afirma que estaba deprimido, “seguro por cosas de la edad”.

Por lo mismo, para su familia fue providencial percibir el chispazo de entusiasmo que le provocó al patriarca de los Ovares Ramírez el tema de la foto. Mucho más cuando les pidió ayuda a sus hijas, Isabel y Flora, y a otros miembros más de la familia, para contactar a la persona que había enviado el retrato a Proa .

Se llamaba Luis Víquez y pronto dieron con él: era el hijo de Juan Rafael Víquez, uno de los niños en la foto. En pocos días, don José Fabio había logrado localizar a los Víquez, y finalmente los tres se reunieron en la casa de Ovares, en Ciudad Colón.

Túnel del tiempo

¿Qué se siente de volver a ver a un amigo de infancia 70 años después? “Ahhhh, una emoción tremenda. A pesar de tanto tiempo, lo reconocí perfectamente, los rasgos de la gente no cambian, solo envejecen... nos dimos un gran abrazo y hablamos horas ese día”, cuenta don José Fabio.

Como era de esperarse, empezaron a hacer un recuento de qué se sabía de quién, siempre en referencia al resto de chiquillos en la foto.

Al contrario de don José Fabio, quien emigró de su natal Atenas para siempre, siendo un adolescente; don Juan Rafael Víquez sí hizo su vida en aquel cantón alajuelense. Entonces tenía muchos más detalles que Ovares. De hecho, en esa primera reunión, el ateniense puso al tanto a don Fabio de las vidas de algunos, pero también de las muertes de otros.

Tal encuentro fue el punto de partida para todo lo que vendría después, pues don José Fabio se llenó de entusiasmo y se propuso localizar a cuantos estuvieran vivos para reunirse y recordar –literalmente hablando– viejos tiempos.

A partir de ese momento, varios miembros de las familias Ovares y Víquez organizaron una especie de maratón de búsqueda, auxiliados en gran parte por la memoria de don José Fabio, quien recordaba los nombres y apellidos prácticamente de todos aquellos chiquillos.

El asunto pronto tomó visos de “efecto dominó”, pues además de las familias, en la búsqueda de los protagonistas de aquel instante de 1929 se involucró gente de Atenas que sabía de algunos, parientes de otros y amigos de amigos. Como dice Flora, la hija de don José Fabio, “fue una búsqueda ‘a la tica’: preguntando por aquí y por allá, rapidito los fuimos encontrando”.

La familia destaca, eso sí, la vital ayuda del genealogista Ramón Villegas, quien colaboró abundantemente con datos cuando fallaba la táctica de tocar puertas y preguntar.

En semanas, localizaron a los siete excompañeros que vivían. Y entonces siguió la organización de lo que sería el gran día, el del reencuentro.

La fiesta se programó para el 15 de julio del 2006, solo dos meses después de que la fotografía publicada en Proa desencadenara esta historia.

Sobran las palabras y faltan páginas para describir, según cuentan quienes estuvieron presentes, el caudal de emoción que corrió aquel día por la casa de la familia Ovares, en El Rodeo de Ciudad Colón.

Pero, en las semanas previas, don José Fabio ya había empezado a transitar por una vorágine sentimental, llena de alegrías y nostalgias, pues se dio a la faena de ir a buscar, personalmente, a cada uno de sus excompañeros. Pretendía participarlos de la reunión, pero es un hecho que también comía ansias por verlos de nuevo.

De cada encuentro, don José Fabio atesora mil detalles. Pero recuerda en especial cómo lo conmovió volver a ver a Raúl Arias.

“Él se quedó toda su vida en Atenas. Hasta la puerta de la casa llegué. Vivía solo, como a 15 metros de su familia, y hacía 14 años se había quedado ciego. Me impresionó entrar y verlo ahí sentado, viendo para el suelo. Donde sintió que había visitas, se levantó de mal modo, enojado. Entonces le dije: ‘¡Soy José Fabio Ovares, ¿te acordás de mí?!’. Ahí cambió, hablamos mucho y a la hora de despedirse me dijo: ‘¡Cómo hubiera querido haberte podido ver para saber cómo te ves viejo!”.

Finalmente, el 15 de julio, siete de los nueve chiquillos que integraban aquella clase de la Escuela de Atenas se reencontraron. Solo faltaron dos.

Entre remembranzas y hasta bromas intentaron ponerse al día, mientras los hijos, nietos y familiares de varios de ellos, quienes también asistieron, presenciaban con asombro aquel encuentro inédito.

Uno de los corolarios de la actividad fue el homenaje que los otrora chiquillos le brindaron a don Fernando Cabezas, el novel maestro de solo 20 años, protagonista absoluto de esta historia porque fue él quien tomó la foto.

Cabezas murió, a saber cuándo y dónde. Pero Flora Ovares se permitió interpretar lo que habría sentido en aquel momento único, ante sus entonces pequeños pupilos:

“¡Quién hubiera creído que iba a volver a verlos setenta y siete años después! (...) están ahora reunidos y, me emociona pensarlo, gracias a mí, a mi célebre fotografía. Conversan de antaño, del mundo como era entonces, de los sueños y los caminos de cada uno. Los que hablan en voz alta no nos ven, ni a mí ni a los otros que hemos venido a reír un rato con los recuerdos.

“Pero estamos juntos como aquella mañana, cuando, un poco encandilados por el sol, miraron con curiosidad e ilusión la pequeña máquina de retratar y quedaron así, inmóviles, sonrientes unos, serios la mayoría, como si vislumbraran un futuro que entonces no podíamos ni siquiera imaginar”.

Estos, apenas algunos fragmentos del homenaje al maestro que Flora leyó el gran día, ubicaron a la concurrencia en el instante de aquel clic . Y en lo que pasó después.

“Don Fernando toma la foto y ellos, impacientes por volver al juego, se dispersan corriendo por el patio de la escuela y mucho más allá, por los caminos y el tiempo de la vida infinita”.