Te deseo que ames locamente

La cima del gozo no es ser locamente amado

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Cuando André Breton –el “papa” del surrealismo– le desea a su heroína, en la última frase de la novela Nadja: “Te deseo que seas locamente amada”, yerra, yerra estrepitosamente. Porque la cima del gozo no es ser locamente amado, sino ser capaz de amar locamente. Eso sí es difícil. Al punto que mucha gente pasa por la vida sin jamás experimentarlo.

El filósofo Max Sheler hablaba de tres formas de la soledad. Una persona perdida en el desierto estaría físicamente sola. Una persona que viviese en una ciudad de 12 millones de habitantes, donde no conociera a nadie, no estaría físicamente sola –eso es obvio–, pero lo estaría socialmente. En tercer lugar, nos habla Scheler de la soledad moral: una persona cuya axiología, cuyos valores, cuya sensibilidad estética y humana, cuya visión del mundo vayan a contra pelo del mundo entero, estaría moralmente sola (aunque estuviese rodeada por 12 millones de seres humanos y entre ellos se contara un millón de amigos). Así pues: la soledad física, la social, y la moral. Y esta sería la más terrible de todas.

Pero el amor puede vencerlas a las tres. En el acto de amar, el ser humano se libera de su claustrofobizante cárcel existencial. Pero para gozar de la libertad, hay que haber visto el mundo desde los barrotes. No ama aquel que une su destino a otro ser humano únicamente por miedo a la soledad, a la muerte, porque nunca logró aprender el arte de estar solo, de auscultar el silencio, de vivir con sí mismo, con sus propios fantasmas. Amarrarse a alguien, tal el náufrago que se aferra de la primera barrica que pase flotando a su lado. Acogerse al nefasto precepto de que “peor es nada”. Quien no conoce la soledad, quien no la ha habitado, amaestrado y saboreado, no amará: será simplemente un menesteroso, un minusválido emocional (de “minusvalía”: literalmente, “valer menos”), un ser en estado de intemperie metafísica, en eterna búsqueda de abrigo, de protección.

Solo se ama desde la dignidad y el autorrespeto. Como bien dice Fromm en El arte de amar, quien no se ama a sí mismo no es capaz de amar a nadie. Comencemos por ahí. En la vida no tenemos otra misión que amar: todo compromiso, toda gestión vital en la que nos involucremos procede de ella. Todas nuestras militancias son subproductos del amor. A Dios, a la patria, a las grandes –o pequeñas– causas; el philias (el amor por el prójimo), el eros (el amor por la pareja), el ágape (el amor por la humanidad): llámenlo como quieran. En el amor hemos nacido, y en él hemos de procurar morir.