Sustos sin prescripción médica

Aunque se dice que LA MUERTE ES PARA DESCANSAR, hay quienes parecen haber desoído la instrucción y siguen deambulando por los hospitales. Eso es lo que se rumora en varios centros de salud del país.

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Cuando el doctor Núñez entró de madrugada a la sala de operaciones, no había bisturíes ni anestesias preparados para intervenir a ningún paciente. Lo que el médico internista se encontró fue a una señora mayor, “una monja muy pequeñita”, a quien la acababan de operar de la vesícula. Por eso estaba aún en la camilla.

“De un momento a otro, la monjita empezó a hablar y gritar en lenguas extrañas y hasta se levantaba de la cama”, cuenta. La amarraron para evitar que se lastimara y, cuando una enfermera se acercó para aplicarle un medicamento inyectado, la religiosa le advirtió con voz de caverna:

“¡Lárguese de aquí, que usted tiene un ser débil dentro suyo!”. Días después, la joven enfermera se dio cuenta de que estaba embarazada.

“Sedamos a la paciente y, al día siguiente, amaneció como si nada hubiera pasado”, recuerda el médico, quien solo quiso ser identificado con su apellido.

Esta historia, que sucedió en el Hospital San Rafael de Alajuela, es solo una de las muchas que van y vuelven entre las paredes despintadas de los centros de salud del país.

Las verdades y rumores se entrelazan. A diferencia de esta primera anécdota, la mayoría de estos “cuentos de miedo” tienen por protagonistas a almas en pena que partieron al más allá pero siguen asustando a más de uno en los corredores y rincones de los centros de salud.

En el top ten de hospitales “donde asustan”, el San Juan de Dios se gana el puesto número uno. Quizá se deba a que es el más viejo: 167 años de vida le pesan a cualquiera. De hecho, solo en los últimos 23 años (desde 1989) han muerto en ese edificio 24.899 personas. Si nos ponemos esotéricos e imaginamos, por ejemplo, que al 1% de esa cifra total de fallecidos les ha resultado imposible desligarse de su vida terrenal, pues andarían rondando por los pasillos del centro médico unos 249 fantasmas.

El personaje más famoso –cuentan en el propio hospital– es sor María, una religiosa que, aunque murió en 1929, sigue vagando por las noches con un pichel en la mano del que reparte agua a los enfermos, dice el rumor. El culpable, de acuerdo con la leyenda, fue un paciente ‘quejimbres’ que, una noche mientras agonizaba, pidió la atención de sor María y la amenazó diciendo que, si no venía en su auxilio, el día de su muerte ella no hallaría descanso. Era tarde y la monja ignoró sus insistentes llamados con lo cual selló su destino tras la muerte: cuentan que ya lleva 83 años de “pegar sustos” en el San Juan de Dios.

Pero sor María no es, al parecer, la única religiosa-fantasma que sigue deambulando en un hospital.

El médico internista Fabio Villalobos, quien empezó a laborar en el hospital de Alajuela en 1964, afirma que “es curioso que en el Max Peralta, el San Juan de Dios y el San Rafael de Alajuela, haya una historia de alguna monja que asusta”.

La explicación, según él, se debe a que dichos centros de salud fueron administrados por órdenes religiosas de mujeres hasta finales de la década de 1970, cuando pasaron a manos de la Caja Costarricense de Seguro Social (CCSS).

Como algunas de estas devotas mujeres murieron dentro de los hospitales, se dice que más de una no quiso “hacer maletas” cuando le tocó partir.

De cualquier forma, las monjas no son las únicas que asustan. Hay quienes aseguran haber visto otra clase de espantos. Es el caso de Marianela Solís, enfermera del San Juan de Dios, quien cuenta haber vivido en carne propia esos sustos y haber sido testigo de los que se han llevado algunas de sus compañeras.

“Acabo de ver a un hombre negro y alto, con un sombrero ancho, que se paró a la par mía”, recuerda que le contó una colega con la voz entrecortada y la cara color tiza, un día que las dos estaban midiendo orinas en un salón del hospital.

“Cuando los pacientes de Hematología están muy delicados, dicen ver al mismo hombre que describió mi compañera”, relata Solís.

En otra ocasión, Marianela tuvo que ir en la madrugada a buscar un medicamento a Infectados y cuando llegó a la estación de enfermería, vio a una mujer con uniforme blanco que escribía. “Me fui al fondo a buscar a la encargada que tenía las medicinas y le pedí: ‘Dígame dónde están y yo le pido a la enfermera que está en el puesto de la entrada que me las alcance’”.

Pero la enfermera jefe le contestó: “Aquí la única que está soy yo”. Las siete palabras se le clavaron como un cuchillo helado.

“¡Ay Marianela!, es la compañera que mataron frente al hospital hace unos años”, terminó de asegurarle la enfermera.

Henry Antonio Vargas, especialista en terapia respiratoria, se encargó de recopilar los cuentos más sonados en el libro La monja del San Juan y otros relatos , obra que decidió escribir a raíz de todo lo que escuchaba en sus jornadas laborales.

Cuando empezó a investigar, se dio cuenta de que “el espanto protagonista” se repetía en muchas historias y había asustado, en momentos distintos, a personas sin relación alguna.

Fue así como se enteró de grifos que, en vez de agua, dejaban caer sangre; de niños de la antigua ala de Pediatría que molestaban a los pacientes del área de Quemados, y de aullidos en el tercer piso, por citar solo tres casos.

Él mismo dice haber vivido uno de esos encuentros inexplicables con espíritus: cuando hacía turnos de noche, allá por el 2002, oía pasos en el corredor. “Yo sabía que estaba solo y que había una única puerta que yo dejaba cerrada”, explica con naturalidad. De que “algo” existe, no le queda la menor duda. {^SingleDocumentControl|(AliasPath)/2012-10-28/RevistaDominical/Articulos/RD28-HOSPITALES/RD28-HOSPITALES-summary|(ClassName)gsi.gn3quote|(Transformation)gsi.gn3quote.RevistaDominicalQuoteConExpandir^} Llantos y aullidos

Hay sombras y ruidos que tienen nombre y apellido. Algo así como que, si se escuchan llantos a la orilla de un río, lo más seguro es que se trate del chiquito de la Llorona . Lo mismo sucede en los hospitales.

Lorelly Valverde, enfermera del San Juan de Dios, relata que en la Unidad de quemados se escucha a veces a un niño llorando. “Hace muchos años, se quemó un niño en una paila de dulce en Puriscal, y la mamá se tiró a rescatarlo. La madre murió en el San Juan y su hijo, en el Hospital de Niños”, relata. Al parecer, en el centro de salud infantil, es la mujer la que se lamenta, y en el San Juan de Dios, su hijo.

También son muchos los que cuentan que el segundo piso del hospital San Rafael de Alajuela, a la 1:30 de la madrugada, se vuelve un eco a lágrima viva. Existe “un chiquito ” –como lo llaman– que llora y llora. De hecho, la enfermera Cristina Guillén quedó muda cuando, el año pasado, se le apareció jugando entre unas camillas. Asegura que tuvo que jalar aire, sostener a como pudo las piernas que se le desplomaban y correr en busca de algún colega que le devolviera el aliento.

También hay “fantasmas trabajadores” que, durante la madrugada, dejan camas tendidas y pacientes cambiados en el hospital Monseñor Sanabria de Puntarenas, según narra Jeison Mora, enfermero obstetra. Lo raro es que la funcionaria laboriosa que describen los pacientes cuando se les pregunta quién los cambió, no figura en la planilla de la entidad.

Mora, que ahora trabaja en Alajuela, lo hizo antes en el hospital Anexión de Nicoya, donde los hechos extraños eran tan comunes como desayunar gallopinto. Imagínense ese edificio en Guanacaste a medianoche, cuando el personal descansa un poco del trajín diurno. Un árbol de espavel que se ve desde la ventana está quieto; no hay viento y solo se escucha el agua del río que corre al lado y los susurros entrecortados del salón de Emergencias. {^SingleDocumentControl|(AliasPath)/2012-10-28/RevistaDominical/Articulos/RD28-HOSPITALES/RD28-HOSPITALES-quote|(ClassName)gsi.gn3quote|(Transformation)gsi.gn3quote.RevistaDominicalQuoteSinExpandir^} “En el 2007, llegó un señor de Santa Cruz, que decían que era brujo”, narra. Estaba agonizando y justo cuando ingresó, la calma se quebrantó y se empezaron a escuchar aullidos de perros y monos, con una fuerza que hacía temblar las paredes. “Cuando el señor murió, todo quedó nuevamente en silencio”.

A Jeison le tocó conocer a otro supuesto brujo que ingresaba en estado de gravedad al hospital, pasaba tres meses agonizando tres meses, moría, se le levantaba el acta de defunción y, cuando su cuerpo estaba siendo trasladado en un vehículo rumbo a la casa de su familia, el muerto revivía y comenzaba otra vez el mismo ciclo.

No faltan tampoco las historias de espectros atrevidos, aquellos que se aprovechan de sus poderes invisibles para manosear. Este mismo año, a la enfermera Gina Portugués le dieron una nalgada cuando estaba haciendo un turno en la noche en el hospital de Alajuela y, por más que trató de encontrar al autor, falló en sus esfuerzos. A pesar del atrevimiento, Portugués considera que tuvo suerte: “Vale que fue solo que sentí pero no vi nada... Creo que si hubiera visto algo, me llevan directo a Psiquiatría”.

De carne y hueso

Los hermanos Fabio y Enia Villalobos –él, doctor, y ella, enfermera– son fieles testigos de que había quienes se aprovechaban de tanto rumor tenebroso para ponerle sazón a las guardias nocturnas . “En el viejo hospital de Alajuela, empezaron a suceder cosas, pero no eran ni esotéricas ni fantasmales... Era el mismo personal que trabajaba en el hospital el que empezó a asustar”, cuenta Fabio.

Para ponerse a salvo de las bromas, el doctor Villalobos tenía un secreto sencillo: llevaba una piedra en la gabacha y anunciaba por los pasillos: “a cualquier espectro que yo vea, le meto una pedrada”.

Su fórmula le funcionó a la perfección, porque asegura que nunca vio nada.

Enia, la enfermera, cuenta que conserva vivo el recuerdo de sus compañeras y de las auxiliares de enfermería cuando planeaban toda clase de sustos con la ayuda de utilería hospitalaria. Se enrollaban sábanas, hacían “monstruos” con palos de escoba y hasta usaban medias negras para simular que levitaban en la oscuridad de la noche.

Los doctores eran sus principales víctimas. El médico Antonio Bendaña, quien ya falleció, fue uno de los elegidos.

“Yo ahí no entro; me acaban de asustar”, le dijo Avendaño en 1966 al doctor Villalobos mientras señalaba el cuarto donde le tocaba dormir una noche de guardia.

“¿Cómo?”, respondió el médico, incrédulo. “Yo estaba sentado en esta banca y en eso vi que del otro salón salió un médico chiquitito y encorvado con un estetoscopio en la mano, tenía la gabacha puesta e iba viendo hacia abajo. Cuando me fijé, no tenía pies”. Sin embargo, cuando Avendaño se metió al cuarto a buscarlo, no había nadie, solo estaban las canastas de la ropa sucia. “Por eso, salí corriendo y ni loco vuelvo a ese cuarto”, dijo.

El doctor Villalobos era más escéptico y se dedicó a investigar la historia hasta que dio con la auxiliar de enfermería Emilce Marín, quién confesó que aquella noche se había escondido debajo de la ropa sucia para que Avendaño no la descubriera.

No obstante, el premio al mejor susto se lo lleva una enfermera que, en 1976, se envolvió en una sábana blanca y encendió una velita para parecerse a un espíritu y asustar al guarda de la Corte Suprema, ubicada al frente del ala de Maternidad, en el hospital. Para desgracia de la chistosa, la broma se acabó cuando el custodio, del miedo que le entró, sacó un revólver y la enfermera se vio obligada a revelarle su verdadera identidad antes de que aquello terminara en tragedia.

Tomarse los chismes muy a pecho puede pasar una cara factura. Enia Villalobos agrega a la lista de anécdotas la ocasión en que una compañera suya llamada Flor se quedó dormida en una silla mientras esperaba unos medicamentos. “En el cuarto de al lado, una monja voluntaria estaba atendiendo a un paciente y pasó despertando a Flor. Cuando esta abrió los ojos y vio a la religiosa, se desmayó del susto, tantos eran los cuentos de fantasmas. Tuvimos que ‘revivirla’ con alcohol”.

No faltan tampoco los inocentes que han sido sujeto de burla, como la funcionaria del hospital de Alajuela que, en la década de 1980, usaba el uniforme clásico de enfermera (una capa que de un lado era roja y del otro, azul). En los salones se rumoraba que de noche aparecía un fantasma con esa vestimenta. Ella, sin embargo, no fue confundida con ningún espíritu. Para su suerte o su desdicha, empezaron a llamarla Batman .

Del antiguo hospital de Alajuela puede afirmarse que sus pasillos serpenteados, sus patios internos, su escasa iluminación y la familiaridad con que se trataba gran parte del personal, fueron factores que contribuyeron a hacer más propicio el ambiente para las bromas.

Ver para creer

“Mucha gente dice que no cree en eso y se resiste a contar por miedo al ‘qué dirán’”, sostiene el especialista en terapia respiratoria Henry Vargas. Cuando recopilaba anécdotas para escribir su libro (publicado en el 2011), más de uno le negaba haber visto alguna sombra o movimiento extraño que desafiara las reglas de la física y de la razón, pero cuando se adentraban en la conversación, terminaban confensándole cosas.

Su padre, Víctor Manuel Vargas, está seguro de que aunque él no ha visto nada, sí hay “algo”. Según dice, hay quienes son más sensibles para percibir esas “cuestiones paranormales”. En dos ocasiones en que ha estado internado en el Hospital San Juan de Dios (la segunda en el 2010), algunos pacientes le han dicho que ven una mujer vestida de rojo levitando o hurgando en las mesas de noche.

“Caí en la cuenta de que yo no soy sensible, pero que ahí anda algo. Eso de fijo”, comenta.

A otros, como el doctor Alejandro Mena, del hospital Max Peralta en Cartago, no les basta con los chismes y preferirían verlo con sus propios ojos. Por eso, “ni creo, ni dejo de creer”, opina este galeno.

Lo bueno de que tantos espantos merodeen en los hospitales es que sobran especialistas para curar el bajonazo de presión pasado el sobresalto.

De tanto oír historias, cualquier sombra mal puesta se vuelve sospechosa. Por dicha, la oficina de Jeison, el enfermero, está bien iluminada.

Estoy con él en el área de Maternidad del hospital de Alajuela y la tripa me recuerda que ya es mediodía.

“De aquí, ¿cómo llego a la salida?”, le pregunto.

“Siga el pasillo, doble a la izquierda y ahí va a ver el ascensor o las gradas”.

Tomo nota mental.

“¡Cuidado me sale el chiquito !”, digo bromeando.

“Tranquila, él solo llora a la 1:30 de la mañana”, me responde muy serio.

Yo... mejor me apuro.