Semillas de una sola cepa

Entre María y Abigaíl hay casi 80 años de diferencia. Bisabuela una, bisnieta la otra, han vivido en mundos distantes, las separa la libertad que una nunca tuvo y la otra disfruta hoy.

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Monteplata es un caserío cercano a Bahía Salinas, en el cantón de La Cruz de Guanacaste. Es un pueblo de ganaderos y campesinos sembradores de arroz, maíz y frijoles, pegado a la frontera con Nicaragua. Los vientos de la bahía arrastran hasta ese lugar una antigua nostalgia de mar que le da al pueblo la apariencia de puerto envejecido.

María Morales nació en ese caserío, un 7 de julio, hace 78 años. Llegó al mundo por obra y gracia de sus papás, José Ángel Duarte y María del Socorro Morales, y de las habilidades con las cuales la experiencia dotó a Chepa, la partera más respetada de la zona.

María fue la quinta de diez. “Mi papá nunca me dio sus apellidos. Eran tiempos donde costaba un bigote registrar a los hijos. Por eso, solo llevo el de mamá”.

La pequeña asistió a primer grado en la escuela de La Cruz y de ahí no pasó, lo cual explica por qué, a sus 78, apenas logra medio leer y garabatear su nombre cuando le toca firmar.

A los 15, trabajó como doméstica en tres casas para cumplir su único sueño de niña: comprar un vestido y un par de zapatos. “¿San José? ¡Yo ni sabía que existía!”, confesó espantando el calor con un paño. “Lo más que llegué a conocer jovencilla fue Liberia”.

“Mi papá tenía caballos, unos cerdos, gallinas y un potrero. La casa era de madera. Papá hacía los ranchos de palmas. En ese tiempo, yo no sabía lo que era el zinc. ¡Era una caaaasa bien grande!”. María pronunció esa última palabra alargando la “a” para dar una idea de lo enormidad de aquella vivienda de la niñez. Su pobreza, entonces, la vivió en abundancia, como suele pasar con muchos campesinos aquí.

Criada entre caballos, cerdos y gallinas, como una tecla más en una marimba de diez guilas, la chiquilla morena y de pelo ensortijado trabajó desde pequeña cortando frijoles cuando don José Ángel se lo pedía, y jalando agua en baldes desde el guindo hasta la casa. La jalada de agua era un trabajo que se repetía dos veces al día porque en aquella casa grande no había ni luz eléctrica ni agua potable, ni vidrios en las ventanas, ni cloaca.

“Mañana y tarde, mañana y tarde, con soles y calores, iba a jalar agua con mi hermana”. Dice cada palabra como si aún sintiera el peso de los baldes encorvándole la espalda.

Por esos años (finales de los 30 y principios de los 40, en el siglo pasado), no había ninguna distracción en Monteplata, al menos de las conocidas en las grandes ciudades.

Para divertirse, solo se disponía de “bailecillos los fines de semana y salir a comprar la comedera a La Cruz, porque ni pulpería existía”. En esos andares, a los 17 años, María conoció a Alejandro Rodríguez, quien se convirtió en el papá de sus diez muchachos.

Con Alejandro se juntó a los 17, mientras los vientos de la guerra civil les soplaban en la nuca.

Un año más tarde, “cuando llevaba el estómago de un hijo”, se casaron. Sara María es la mayor de la decena que parió con ayuda de su suegra, Tomasa Rodríguez. Otros dos fallecieron pequeñitos. “Todos nacieron en la casa. No vi médicos ni nada. Solo señoras que adivinaban cómo estaba el niño con solo verme la panza”.

Sin médicos, sin control prenatal. Eran años en que el sexo del bebé se sabía solo cuando el chiquillo traspasaba el canal de la vida y mostraba la desnudez en todo su esplendor.

María asumió el casamiento y la maternidad como quien recibe una sentencia. Encogiéndose de hombros, solo atina a reconocer: “Diay, ¿qué me quedaba?”.

La verdad, nada. Lo mejor que podían esperar las jovencitas en esos años y en aquellos pueblos –donde, además, no abundaban las ofertas de educación ni de trabajo– , era encontrar un marido que las mantuviera, tener un ranchito, y empezar a parir los hijos que Dios quisiera mandarles.

Así fue como después de Sara, nacieron Brunilda, Ángela, Alejandro, Efraín, Clarissia, Carlos, Ana Lorena, Rosa y Emilia.

Con Clarissia, la sexta de este hogar, se comenzó a escribir una historia diferente para las mujeres de la familia. Ella es la única en haber sacado una profesión entre las siete mujeres y los tres varones de María y Alejandro.

Ya son otros tiempos

La urbanización La Esperanza está a cinco minutos del centro de Heredia y, si no hay presas, a escasos 20 de la capital.

En la casa número 20 viven Clarissia Rodríguez Morales, de 52 años; su hija, Jindriska López Rodríguez, de 32, y la hija de esta, Abigaíl Paniagua López, de 11. También habita con ellas el segundo hijo de Jindriska, Jean Paul, de 9 años.

La Esperanza posee un parque de juegos, electricidad, agua potable, cableado para Internet y televisión, y alcantarillado sanitario. La mayoría de quienes viven ahí tienen profesión y oficios remunerados; en general, se trata de un barrio de familias pequeñas, de clase media, con uno o, a lo sumo, dos hijos.

Con solo atravesar el play de la urbanización y cruzar la transitada calle principal, se llega al mall Paseo de las Flores, centro comercial herediano, repleto de restaurantes, tiendas, cines y salones de juegos.

La casa número 20 quizá no es tan grande como aquella de techo de palmas, donde nació María en Monteplata.

Es una vivienda pequeña, de cemento, con garage para dos vehículos, sala-comedor, cocina, un baño y dos dormitorios que comparten Clarissia, Jindriska, Abigaíl y Jean Paul. La casa la compró Clarissia hace 20 años, con ayuda de un préstamo.

Recuerda que ella salió muy pequeña de Monteplata, siguiendo los pasos de su hermana Sara hacia la capital. “Siempre quise estudiar. Mi mamá lo entendió, me apoyó y me dejó irme con Sara”, relata.

Las dos hermanas vivieron en una casa alquilada en barrio México, mientras ella –entonces de 9 años– terminaba su primaria en la escuela República de Argentina. Pronto, Clarissia cumplió un sueño pocas veces visto entre los habitantes del caserío fronterizo: una mujer bachiller.

La sexta de los Rodríguez Morales sacó la secundaria en el Liceo de San José, y se graduó como bibliotecóloga en la Universidad Nacional (UNA).

Es la única profesional de sus diez hermanos. Las mujeres de la familia se casaron; y los varones se dedicaron a la agricultura y a otros oficios. Todos salieron de Monteplata buscando rumbos diferentes al que parecían llevar escrito en la sangre los habitantes del caserío.

Clarissia se casó a los 20 años con un profesor de Matemática, vecino suyo y tuvo a su única hija, Jindriska, pocos meses después del matrimonio. La bebé nació en un parto natural atendido en el Hospital México y después de recibir todos los cuidados prenatales usuales a finales de los 70.

“Mi vida ha sido más tranquila, sin duda. ¡Yo no tuve que ir a jalar agua a un guindo!”, comenta, comparando su situación con la de María.

Mientras a su mamá le tocó ir a lavar a las quebradas, cocinar con fogón e iluminarse con candil, venir a San José le permitió a Clarissia estudiar, trabajar y disfrutar de comodidades impensables en la frontera.

No es que la vida ha sido sencilla para ella. Trabajar y criar a Jindriska así como enfrentar un proceso de divorcio, no fue sencillo. Tampoco, vivir sola en la capital y ser autosuficiente.

Hoy, disfruta de su jubilación y sale a pasear con grupos de amigos muy frecuentemente.

Jindriska siguió los pasos de su mamá y es bibliotecóloga. Trabaja en la UNA. Quedó embarazada de Abigaíl estando soltera, a los 21 años, pero esto no fue impedimento para continuar estudiando hasta obtener su carrera. Abigaíl y su hermano fueron reconocidos por su papá, aunque no viven con él.

Ni ella ni sus hijos han viajado a Monteplata. A esta altura de sus vidas, no se han animado a ir a conocer al pueblo sin pulpería, con quebrada, caballos, vacas y gallinas donde creció Ma, como llaman a María de cariño.

“No sé, no se nos ha ocurrido”, contesta con espontaneidad la nieta número...”, bueno, este es un dato que les quedamos debiendo porque María perdió la cuenta del montón de nietos y bisnietos que la vida le ha regalado.

Jindriska es alegre y viste a la moda. En su cabello corto, negro y lacio, luce algunas extensiones de color azul y lila fosforescente que le encienden más la cara cuando sonríe.

Jamás se imaginaría en los zapatos de su abuela. “Las comodidades de hoy se han vuelto indispensables. No me imagino pariendo a los hijos en la casa”.

Bisnieta cibernauta

Abigaíl nació en el Hospital México el 2 de julio de 1999, con todos los cuidados modernos. Un ultrasonido le ayudó a su mamá a saber de antemano que esperaba una niña. No fue cuestión de que una vecina le pronosticara el sexo de la criatura con solo verle la panza.

Entre María y Abigaíl hay 78 años de diferencia; un enorme paréntesis temporal que incluye una guerra mundial, otra civil, varias crisis económicas globales, la llegada de Internet, el arribo de teléfonos y computadoras portátiles, cientos de terremotos y revoluciones de todo tipo.

Abigaíl es estudiante de sexto grado en la escuela pública Cleto González Víquez, en Heredia.

Mientras María narraba la historia de su infancia sentada en una silla, disfrutando del frescor de la tarde, la pequeña “conversaba” con una amiga en el desayunador. Enviaba mensajes de texto por el celu con una rapidez diametralmente opuesta a la lentitud con que su bisabuela intenta escribir el nombre cada vez que le piden la firma.

La chiquilla es linda. Es coqueta a la hora de vestirse y pasa peleando con Jean Paul, especialmente, cuando su hermano le roba el turno frente a la compu.

Gracias al trabajo de su mamá, puede disfrutar de prendas de ropa nueva varias veces al año y, así, tiene blusas, pantalones y zapatos para lucir entre las chiquillas de su edad.

Es una niña de pocas palabras. Contesta con frases muy cortas, casi monosilábicas: sí, dice que quiere ir a la universidad y ser doctora, “como mi tía”. Sueña con casarse a los 21 años “y tener, máximo, dos hijos”.

Cuando le comentamos que 21 años parece algo temprano para casarse, máxime que apenas estaría empezando la carrera, rápidamente cambia de opinión y dice que “mejor a los 25”.

En la casa de la urbanización La Esperanza, donde vive desde que nació, tiene televisión a color, celular, Mp3, play station, y su adorada computadora, donde se la pasa facebookeando y chateando con sus amigos de escuela.

Abigaíl oyó mentar Monteplata hasta el día en que su bisabuela narró para Proa su infancia y juventud. No conoce el pueblo y tampoco le interesa viajar a la frontera con Nicaragua para reencontrar sus raíces.

Todavía estaba de vacaciones cuando conversamos con ella. Eran días de levantarse a las 10:30 de la mañana y acostarse 12 ó más horas después.

Cada vez que quiere, traspasa las rejas de la vivienda –hay que ser prevenido, no vaya a ser que un ladrón se meta– para ir al mall con sus amigas.

¡Qué distinto su mundo al de María! La bisabuela conoció un carro a los 15 años, cuando se dio una vuelta por Liberia. Para Abigaíl, por el contrario, el automóvil es parte de su cotidianeidad.

La pequeña confiesa que no cambiaría su mundo por el de su bisabuela. María tampoco dejaría todo lo vivido por esa modernidad de la cual disfruta su bisnieta. A una, porque no le gusta el pasado. A otra porque, la verdad, le da miedo el futuro.

Colaboró Patricio Altamirano.