Sabio, artista, poeta y benemérito

La vida de este artista trazó el arco luminoso de una existencia fecunda y ejemplar.

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Como surgido de la lejanía del tiempo, aparece Francisco Amighetti en los albores del arte costarricense. Era un hombre auténticamente sabio, pero humilde a la vez, como el “mínimo y dulce” del poema de Darío acerca del santo de Asís y el terrible lobo.

Enjuto toda su vida, de finas facciones, hablar pausado y de quien siempre brotaban infinitas señales de una erudición descomunal. Esa sapiencia suya provenía de su curiosidad, su inmensa avidez por saber, por conocer del mundo, de la vida, que luego aprendería a compartir generosamente. He ahí uno de sus mayores atributos.

Paisajes. Fue el gran Maestro. En 1970 se le otorgó el Premio Nacional de Cultura Magón. Costa Rica, agradecida, lo declara ahora Benemérito de la Patria.

Amighetti nace en 1907. Asoma en nuestros horizontes artístico-culturales cuando –iniciada apenas la década de 1930– Teodorico Quirós intenta mover cielo y tierra costarricenses para conferirle validez a la plástica nacional, y lo logra.

A la par de Quirós emergen Fausto Pacheco, Amighetti, Manuel de la Cruz González, Luisa González de Sáenz, Francisco Zúñiga: la “generación nacionalista”. Ellos contemplaban al unísono el paisaje del Valle Central, al campesino, su trabajo y su vivienda.

Juntos aprendieron a traducir su percepción del azul del cielo, el de nuestras montañas, los matices verdes de la naturaleza y la deslumbrante luz del paralelo diez. “Descubrieron” nuestro entorno. Más tarde se bifurcaron y cada uno definió su propio semblante en el arte, por instinto, estudio y reflexión.

Amighetti pintaba paisajes al óleo con intensidad e ímpetu expresionistas. Sus retratos son casi siempre personajes de mirada o gesto inquietantes, a veces como alucinados, especies de sondeos del inconsciente. “En los retratos no pinto la voz, pinto el silencio”.

Caminante. Muy joven, se sintió aventurero. Él mismo hablaba de su aprendizaje y de su formación “en los caminos, en los parques, en los pueblos, en las ciudades”... “Viajar fue para mí una pasión que empezó desde mi niñez, cuando empecé a soñar”.

Sus ansias viajeras lo llevaron a embarcarse rumbo a Buenos Aires. Sería su primer encuentro con una gran metrópoli, el hambre y la pobreza. Atraviesa después los Andes y se establece en Arequipa, la ciudad de piedra blanca, donde dibuja y pinta a los indígenas, las callejuelas y las volutas de las iglesias barrocas.

En 1932, en el Club Alemán de San José, se realizó una exhibición de grabados y dibujos de los más connotados expresionistas de la Alemania de principios del siglo XX: Nolde, Kirchner, Schmidt-Rottluff, Heckel, Bechmann, Käthe Kollwitz...

El expresionismo ha sido una de las manifestaciones más constantemente formuladas en el arte. Bien decía Gauguin que con el expresionismo se iniciaba “la indagación en el centro misterioso del pensamiento”. Amighetti era un heredero directo, un epígono del expresionismo.

El viejo mentor resaltaba la influencia que había tenido en él la exposición alemana, tal como su colega Luisa González de Sáenz aseguraba lo determinante que fueron para ella los patéticos dibujos de la Kollwitz. No cabe dudar de la gran revelación que la presencia expresionista alemana de 1932 significó para la generación de los artistas costarricenses de esa época.

Temprano en los años 40, en el Museo de Arte Moderno de Nueva York, Amighetti tiene su primer encuentro con cuadros de Van Gogh y Gauguin. Después conocerá los cantos espirituales de los negros y las pensiones baratas de Harlem, donde, según él, comienza su primera práctica de humildad y de amor.

Un año en Santa Fe y Taos Pueblo (Nuevo México) lo cautiva con su célebre iglesia de barro rojizo, donde “la luz es sagrada”. En México estudia la técnica del mural al fresco para dejarnos una pródiga herencia en las paredes de edificios tanto públicos como privados.

Vidas grabadas. Amighetti abandonaría luego la pintura al óleo por más de veinticinco años para entregarse de lleno a la impresión en madera: sus celebradas cromoxilografías, sus grabados en colores.

Las cromoxilografías de Amighetti, esas numerosas y elocuentísimas obras suyas, se convirtieron en el corazón mismo de su creatividad. Son sus referencias, sus visiones de la acción exacerbada de sus demonios interiores.

En parajes disonantes, crea figuras de seres aturdidos, solitarios, como olvidados de sí mismos o confinados a la desolación, pero siempre atrapados en sus laberintos mediante lo que él denominaba “memoria creadora”.

Crea también sus niños dulces y sus mujeres voluptuosas y, con reiteración, sus viejos tristes, muchas veces patéticos, que miran como ensimismados; y aquellos perros ajenos que pasan y se atraviesan, o los bebedores con el rostro embotado haciendo aspavientos y gritando procacidades mientras alguna esperpéntica celestina atisba malévolamente desde la ventana.

En la trayectoria de su prolífica existencia, como excepción y contraste, la acuarela asumiría el papel de personaje sonriente y, a la vez, traductor de sus ansias de reposo espiritual.

En Amighetti se convocaban y brillaban al unísono el sabio, el artista y el poeta. En el taller de su casa, en una calle quieta del barrio La Paulina, en un segundo piso con un amplio ventanal que daba al oeste –donde se podían ver las montañas de Escazú, el declinar del Sol y se oía atenuado el ruido de la ciudad–, Amighetti gustaba de tomar café en compañía de viejos amigos.

Contaba cosas de su vida; siempre intervenían personajes femeninos protagonistas de turbulentos episodios. “He hecho mucha locura, pero he tenido tiempo para hacer arte”. Hablaba de la gente, del mundo y, desde luego, de arte; de su descubrimiento de Cézanne en su juventud y de lo que esa revelación significó para él.

Hacia la luz. Amighetti volvió a pintar al óleo en 1990 y, una vez más, quizá con mayor intensidad que nunca, se hicieron evidentes las tormentas interiores y sus ya clásicas características expresionistas. La agitación y la violencia de sus pinceladas sobre la tela revelarán la angustia del viejo pintor y sus premoniciones de la muerte, del viaje final.

“Al descubrir nuevamente la pintura, me devolví para seguir viviendo”, escribió en algunos pequeños letreros que acompañaban los cuadros de la exposición que Eugenia Valerio y Marta Antillón le abrieron en la Galería Valanti en 1992. “Volver a la pintura al óleo significa, para mí, recuperar la juventud con la alegría del arte, para completar una obra que había quedado inconclusa”.

“En mi larga vida he vadeado los ríos de generaciones sucesivas para alcanzar la tierra que me pertenece”. Referencia muy clara a la tierra que lo recibirá. “Como la vida se me ha alargado, me ha dado tiempo de volver a hacer cosas que ya había hecho”.

Aparecen entonces tres conmovedores grabados; quizá sus últimos: es la serie en la que Amighetti nos asoma a la síntesis dramática de su fecunda y prolongada vida. “El hombre marcha para adentrarse en la noche inexorable... es una metáfora de la muerte”. Aquí se cierra el ciclo, no solo de su arte, sino el de su existencia. Amighetti titula el tríptico: Viaje hacia la noche.

En 1998, poco antes de morir, se mantiene lúcido. Sonreía, hablaba quedo y dormitaba. Se tenía la sensación de que vivía, ahora sí, y hasta el final, en un ya sosegado mundo interior.

EL AUTOR FUE MINISTRO DE CULTURA, ES PREMIO MAGÓN Y HA SIDO CONDECORADO CON LA LEGIÓN DE HONOR DE FRANCIA.