Revista para niños enamora a adultos 100 años después

Maestra de Pérez Zeledón posee colección de 20 ediciones originales

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Anita está sentada en la rama de un árbol del jardín de su casa. Parece muy afanosa sujetando con un hilo, a las ramas, las hojas amarillentas que están a punto de caer, mientras solloza con amargura. –¿Qué haces, Anita? –le dice el jardinero–. Mira que vas a caer. Pero estás llorando... ¿Por qué lloras? Anita contesta: –Lloro porque esta mañana vino el médico a ver a mamá, que hace tiempos está enferma, y dijo a papá que la encuentra muy grave... Se lo dijo muy bajito, pero yo lo oí..., y después aseguró que mamá se pondría mucho mejor y que probablemente se irá... cuando caigan las últimas hojas..., y, por eso..., para que no se caigan, las estoy cosiendo a la rama .

Sencillo y conmovedor, ese breve relato, titulado “Las hojas caídas”, aparece publicado como “envío de la niña Ermida Gallegos” en la página 7 del número 9 de la revista infantil San Selerín del 1.° de abril de 1913.

Para esa fecha Ermida tenía solo 12 años y, tiempo después, un sobrino suyo se convertiría en uno de los más destacados escritores de Costa Rica: Daniel Gallegos Troyo.

El oro se pesa en letras. Una caja azul con el logotipo de un banco y una bolsa plástica es el único blindaje con el que doña Isabel Cristina Cubero resguarda su más preciado tesoro.

Sin embargo, el valor de la joya que la señora Cubero tiene en su poder desde 1982 no se calcula en billetes, sino por el contenido impreso en sus páginas.

Esta educadora de 50 años, vecina de la comunidad El Hoyón, en Pérez Zeledón, posee 20 números originales de la primera revista para niños que se publicó en Costa Rica: San Selerín .

Editada por Carmen Lyra y Lilia González, esa revista se publicó quincenalmente en dos etapas: de 1912 a 1913 y de 1923 a 1924.

Pagar la hoy ridícula suma de 5 céntimos de colón y saber leer eran los dos únicos requisitos para adentrarse en aquel mundo fantástico retratado en cuentos, poemas, rondas, canciones, dramatizaciones y adivinanzas escritos por las más brillantes plumas costarricenses de la primera mitad del siglo XX, como Joaquín García Monge, Carlos Gagini, Carlos Luis Sáenz , José María Billo Zeledón (autor de la letra del Himno Nacional) y la propia Carmen Lyra.

No obstante, también se publicaban traducciones, o “versiones libres”, de grandes clásicos de la literatura universal, y aportes de lectores, como el cuento de Ermida. La colección de doña Isabel Cristina reúne los números desde el segundo (15 de agosto de 1912) hasta el vigesimosegundo (1.° de noviembre de 1913), empastados como en libro.

En sus páginas amarillentas y con un olor que causa estornudos, también hay huellas de sus anteriores dueños. En el interior de la contraportada se lee “Rodrigo Facio, Justo Facio, 1930, 1932”. Doña Isabel cree que el texto escrito con lápiz de color anaranjado con una letra en apariencia de niño y los garabatos que lo acompañan, son obra de quien años después sería abogado, economista, intelectual y rector de la Universidad de Costa Rica: Rodrigo Facio Brenes (1917-1961).

“Este libro es un regalo que me hizo en 1982 doña Rosarito Brenes de Facio, esposa del destacado educador y escritor Justo Facio y madre de don Rodrigo. Ella me invitó una tarde a tomar el té en su casa, que quedaba cerca de la iglesia de La Soledad, en San José, y me mostró el aposento de don Rodrigo: su escritorio estaba tal y como el lo había dejado”, recordó la docente.

En ese entonces, Cubero estaba recién nombrada como maestra en la Escuela Rodrigo Facio en la comunidad La Bonita de San Isidro de Pérez Zeledón, y conoció a doña Rosario por medio de su tía Lía Gómez, quien era directora del Liceo Rodrigo Facio, en Zapote.

“Le conté a mi tía que el director de la escuela llegaba el primer día de clases e iba pupitre por pupitre mostrándoles a los niños un billete de ¢10 y les decía: ‘Este señor que ven aquí es don Rodrigo Facio’”.

Cuando Cubero visitó a doña Rosario en su casa, la señora le dio un retrato de su famoso hijo y le dijo “esto es para que los chiquitos ya no tengan que conocer a Rodrigo por un billete”. Además, le entregó un paquete envuelto en papel de regalo: cuando lo abrió descubrió el libro que atesora hasta hoy.