Respetar la ley

La procreación obedece a leyes que no son las de los hombres sino las de la eternidad

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Cuando se desempeña un cargo público superior, se debe manifestar a los subalternos, con insistencia, que su obligación primordial es respetar la ley, que han de proceder siempre de acuerdo con su mandato. El que actúa dentro del marco señalado por la ley, no se lamentará jamás.

Lo mismo digo de la naturaleza. Sus leyes, invisibles pero presentes, debemos acatarlas. Es obligación de sobrevivencia, pero también de armonía y equilibrio. La naturaleza enseña que se debe vivir actuando conforme a sus normas. Posiblemente sin pensar, todo lo que vive construye. Las hormigas, trabajando, construyen; las abejas, desde las flores, construyen; las aves, al volar, construyen; los peces, en el mar, construyen; las plantas, los insectos, construyen; el aire, el sol y el agua, construyen. Solamente el hombre destruye porque no atiende al compromiso de respetar.

Los pueblos que se manifiestan civilizados, viven contra la naturaleza al perder la capacidad de contemplar. Ya no miramos hacia los cielos ni hacia los horizontes; ni a la tierra ni a los mares. Simplemente no observamos. Dejamos de percibir la verdad que está en la naturaleza pura.

El científico, en su laboratorio, no escucha el consejo de las estrellas; por eso perdió la necesaria relación entre su conocimiento y la ética. Toda ciencia, por principio, busca el bien, pero, en nuestro momento histórico, eso no es del todo cierto. Noto un gran conflicto, ahora, entre la investigación científica y la moral. Hay un encuentro violento del espíritu de lucro con el espíritu del bien común.

Cuando alguien descubre –y la pone en práctica– una forma de procrear contraria o distinta a la ley natural, viola un precepto que ha tenido vigencia desde el principio de los tiempos y que lo tendrá a pesar de la pasajera ciencia de los mortales.

La procreación obedece a leyes que no son las de los hombres, sino las de la eternidad. El hombre, sencillamente, no es Dios. Puede variar el ritmo natural, pero no debe. Hay fuerzas que, desatadas, nunca podrá controlar.

El hombre de ciencia que soltó el poder de los átomos tuvo miles de razones para morir arrepentido. Hiroshima y Nagasaki solamente fueron aterradoras advertencias. Más de doscientos mil inocentes masacrados todavía esperan una respuesta a su angustioso grito final de “¿por qué?”.

El que acepta las normas de la naturaleza, nunca se arrepentirá. Esta obligación nada tiene que ver con los derechos humanos, excepto si admitimos que la sabia organización del universo es el bien supremo que nadie tiene facultad de alterar.