Reflexión: Si tu hermano peca...

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El evangelio de hoy consta de dos partes: la primera se refiere a la corrección fraterna y la segunda a la oración hecha en grupo.

Si alguien incurre en una falta, hay que corregirlo desde una actitud de interés por el otro, con humildad, comprensión, paciencia y amor. Todo, menos dejarlo ahí a merced de sus debilidades y caídas. Ahora bien, en la corrección hay que seguir un orden.

El primer paso, corregir al que ha faltado, "a solas entre los dos". Puede ser, y ojalá, que rectifique su actitud y todo concluido, por dicha. De modo eficaz se ha contribuido a salvar al hermano. ¡Estupendo!.

Pero ¿y si sigue en las mismas? Si no cambia, habrá que acudir a la ayuda de uno o dos más, que hagan de testigos y, sobre todo, aporten un mayor peso al esfuerzo por conducir al sujeto mal portado al buen rumbo.

Obviamente, hay que hacerlo con la misma actitud de respeto, consideración y deseo de apoyar al hermano en su intento de salir del mal. En consecuencia, nada de humillarlo con la censura y el menosprecio. Todo lo contrario, se ha de sentir abrazado por quienes no se proponen juzgar y condenar sino salvar.

Y si ¿ni por esas? No hay que darse por vencidos y hay que seguir adelante en el propósito de echar una mano al caído. ¿Cómo? Acudiendo a la comunidad.

Del mismo modo la iglesia local (la "ekklesia" o gente reunida) ha de constituirse en un ámbito propicio para acoger al culpable, al quien hay que empeñarse por hacerle entender que va por mal camino, que puede ser escándalo para los demás, que se decida a enrumbarse hacia el bien.

Hasta aquí, el proceso de la corrección fraterna, desde el encuentro inicial con un solo interlocutor hasta una solemne asamblea de fieles, siempre con el deseo de que se apreste a enderezar sus pasos, pues se trata de una obligación moral, de una obra de misericordia.

Pero ¿qué sucede si ni aún así se consigue algo? Las palabras del evangelio son terminantes, duras: "considéralo como un gentil y publicano". Lo que equivale a la expulsión de la comunidad o iglesia, tal como lo hizo Pablo con alguien en Corinto y se nos cuenta en 1 Corintios 5, 1-5.

Los entendidos notan que un similar proceder seguían en la comunidad religiosa de Qumrán y era norma común entre los judíos. La sentencia tomó cuerpo en la primitiva comunidad judeocristiana y así ha quedado plasmada en el evangelio de este día.

Al leerla o escucharla nos sentimos turbados: ¿Cómo cohonestar una tal severidad con la habitual actitud de acogida, benevolencia y compasión con que trata Jesús a los pecadores y publicanos, de quienes más de una vez alaba su fe y arrepentimiento?

En todo caso, que quede clara la necesidad de la corrección fraterna, hecha del mejor modo que podamos.

Y ahora lo concerniente a la eficacia de la oración en la que se unen dos o tres. Radica en que se trata de una verdadera comunidad, en la que se hace presente, de algún modo, la Iglesia entera y, en ella, la omnipresencia y la acción de Cristo. De ahí la confianza con la que nos hemos de animar a orar juntos.