Recuerdos de la Alhambra

Belleza perenne La célebre composición de Francisco Tárrega refleja la magia de la fortaleza nazarí

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Francisco Tárrega fue un renovador, pero también un innovador. Sin su aporte conceptual, aunque también técnico y estético, no existiría la guitarra clásica en la informal acepción del término. Probablemente tampoco tendríamos acceso a esa asombrosa síntesis entre la tradicional guitarra “flamenca” y la utilización sinfónica de un instrumento popular que otrora cumplía secundarias funciones de acompañamiento del cantor.

En otras palabras, Tárrega consumó para la guitarra lo que Napoleón I plasmó para el Derecho Civil: una original y perfecta mezcla entre el Derecho Romano tradicional y la poderosa innovación del sistema jurídico anglosajón.

Entre las inolvidables melodías del músico de Villarreal (Castellón), no hay duda de que su imaginativa composición Recuerdos de la Alhambra ha mantenido un lugar de privilegio en el corazón del gran público.

El recuerdo de la Alhambra granadina, junto a la memoria de Federico García Lorca –otra gloria de exportación de esa “tierra soñada por mí”–, inspiró al mexicano Agustín Lara la más afortunada y universal de sus canciones.

La fortaleza roja –pues tal es el significado del vocablo árabe Al-Qal’a al-hamra– representa la conjunción visual entre el gélido y abrumador entorno de la sierra Nevada y el colorido paisaje andalusí, desbordante de la magia solo reservada a las huríes o –por default– a las favoritas de Harun-al-Raschid, el “Emir de los Creyentes”.

Probablemente al transportar al pentagrama su idea melódica original, Francisco Tárrega receptó el hálito instigador de las corrientes vivificadoras que descienden de la sierra. Acaso desde el propio Albaicín, al asumir la perspectiva de la fortaleza roja, Tárrega escogió dos tonalidades (la menor y la mayor): la primera, repleta de una profunda melancolía –creativa y perdurable–; la segunda, generosa en armónicos que prorrogan la dulzura nostálgica de las terceras mayores.

Hurgando en su innovadora noción de la técnica de la guitarra, y a través de grupos sucesivos y continuos de fusas, el compositor reprodujo el sonido de una mandolina pulsada por diestra mano. En original y virtuosístico contrapunto con la ambientación en forma de tremolo, es el dedo pulgar el que mantiene la ensoñadora melodía.

Granada en 1977. Insistí en ingresar a Granada por la Puerta de Elvira, cual si bullese en mi mente la idea de creerme Mohamed-Ben-Nazar a la cabeza de las huestes moras. Con idéntico propósito cumplí el camino a pie hasta la otra puerta, la de Vivarrambla, para enlazar desde tal óptica las Torres Bermejas de la Alhambra con el barrio de los Gentiles.

Al promediar la noche, tras una relampagueante visita a las cuevas de los gitanos del Sacromonte, me refugié en una mal iluminada cava de la Alquería del Fargue. Allí, echado en un rincón cualquiera, cené profusamente entre el continuo catar de vinos de irregular calidad. Al día siguiente, con el Sol despuntando sobre las almenas escarlatas de la fortaleza, me negué subir al autobús que ascendería a la Alhambra.

–Debo hacerlo solo– me dije y empecé el ascenso, Zacatín arriba por la pendiente de los Gomérez, emulando al rey moro del romance por la pérdida de Alhama. Al llegar a mi destino, cincuenta minutos más tarde, creía escuchar la ensordecedora bienvenida de tres-cientos añafiles de plata, los mismos descriptos por Lord Byron en su célebre poema.

Al ingresar a la Alhambra, tarareando la melodía de Tárrega mediante el movimiento tremolado de la lengua, una turista norteamericana me inquirió si conocía la historia de la ciudad-fortaleza.

–Sí – le respondí y me largué en una extensa explicación sobre el tema, que decayó en intensidad cuando pude ver el sacrilegio que Carlos V –enemigo natural de los Comuneros– perpetró en el mismo centro de los palacios nazaríes. Casi no podía dar crédito a mis ojos al observar la pérfida mescolanza de estilos y de épocas que el mentecato emperador ordenó al superponer su palacio a la original mezquita, demasiado pagana para su cortedad de miras.

–Tenías que ser hijo de Juana la Loca– musité entre dientes con toda la rabia que pude encontrar.

Al pasar bajo la puerta del Vino –Babal Hamra–, fijo la mirada en una pequeña placa: Claude Achille Debussy, el compositor francés, sentó sus reales bajo dicho acceso, acaso culminando su búsqueda de la grandiosidad: a unos pasos se encuentra la campana que llama a modorra pues los guerreros árabes también dormitan. Sigo adelante haciendo curso de noventa grados, y un pequeño grafitti llama mi atención:

Dale limosna, mujer,

que no hay en la vida nada

como la pena de ser

ciego en Granada.

Eso es lo más aproximado a una idea de la nostalgia. Aquello que no podamos aprehender mediante la vista, no puede responder a la imagen suprema de Belleza: lo dice la Idea. Si logramos destronarla como tal, podremos rehacer la noción estética de la perfección arquitectónica pues la Alhambra la posee y acapara' toda para ella.

Llego ileso al salón de los Embajadores o “salón de los Comares”, cuya majestuosa apariencia es recurrente tema de mis escarceos oníricos. Cada vez que un bad dream me involucra protagónicamente en actividades políticas, regreso al sitio a lomos de mi inconsciente y lo veo otra vez, hermoso, sublime' e inamovible en el tiempo.

En el salón de los Abencerrajes se adormece la leyenda: la sangre solidificada que se encuentra en el ablucionario de zócalo, puede interrumpir el tránsito de los turistas en días especiales. Es necesario pensar en aquellos a quienes el Poeta llamó la “flor de Granada” o, al decir de Lord Byron, en aquellos que fueron muertos cuando los tornadizos de Córdoba la nombrada los desplazaron en su milicia.

Los Arrayanes, los Leones, las Dos Hermanas y el Mirador de Daraxa desfilan como el sueño mismo en los palacios nazaríes. Únicamente capta mi atención la Torre de la Cautiva, a quien el teatro español y Washington Irving perpetuaron sobre la leyenda de doña Isabel de Solís, la última Sultana.

En su interior perviven dos mundos: uno externo, cuyo límite son las blancas cumbres de sierra Nevada, y otro interno, que superpone su decoración de ensueño a su carácter estratégico defensivo.

En Calahorra (Qalahura), se acoge a los pacíficos y a los guerreros por igual pues el poema recogido en el ángulo izquierdo lo expresa así con desigual caligrafía. Los momentos más líricos de la obra de Tárrega quizá fueron inspirados en sus entrañas.

En la colina del Suspiro del Moro. ¿Puede acaso el más viril de los reyes destronados permanecer mudo y estoico ante la pérdida del paraíso terrenal? Evidentemente que no, y ello nos hace reeditar la lapidaria frase de la madre de Boabdil: “Lloras como mujer lo que no pudiste defender como hombre”.

A decir verdad, Muhammad II, o Boabdil “El Chico”, lloró como poeta lo que no quiso arruinar como hombre. Desde la cumbre del altozano en el que las lágrimas del Moro salpicaron las crines de su caballo, es aún más majestuosa la Alhambra, microcosmos de ensueño, mamoradmo feliz, que en su entorno mágico desde las colinas del recuerdo, llora y ríe de la forma imparcial en que los sueños mismos nos arrastran hacia su tálamo.